El final de año es una época muy difícil para la gran mayoría de las personas. Queramos o no nos replanteamos nuestra vida entera, preguntándonos qué hemos hecho mal, o qué nos falta para conseguir el éxito tan anhelado. Echamos en falta a muchos familiares que han fallecido, y a otros que se han ido dejando incompleto nuestro círculo afectivo. El vacío es mucho más común de lo que creemos en esta época en la que todos aparentamos estar dichosos, y si bien estas semanas traen agradecimiento pleno, también traen consigo la recordación de todo lo que nos falta. Los objetivos que nos planteamos para el nuevo año comienzan a escribirse solos: un nuevo auto reluciente, ahorrar para pagar las deudas de la casa, llevar de vacaciones a nuestras familias, impulsar o abrir un incipiente negocio. Casi todos somos capaces de cumplir estos objetivos, pero aún así terminamos el año dándole vueltas al trago que tenemos en la mano y pensando con la pierna cruzada por qué nuestra vida sigue nadando en un estanque solitario.
Hace poco comencé a leer Los miserables de Víctor Hugo, y sin querer arruinarles la lectura, sí quisiera mencionar uno de sus episodios. Jean Valjean, protagonista de esta maravillosa saga francesa, es librado después de diecinueve años de prisión. Con el corazón entumecido, se cree incapaz de volver a amar y de aspirar a una vida distinta. Se cree incapaz de hacer el bien, y todavía cree estar encadenado a la miseria que lo ha hecho arrastrar sus grilletes desde que era un niño. Rechazado por cada puerta en la que golpea, de casualidad se encuentra en la casa de un bondadoso obispo que confía en él y que pone en sus manos sus pocas pertenencias. Jean Valjean roba unos candelabros de la casa del obispo y vuelven a apresarlo. El pobre ex presidiario piensa que regresará de nuevo a la cárcel para seguir descontando su pena, pero el obispo decide no denunciarlo y permitirle vivir su vida siempre y cuando transforme su alma y viva para hacer el bien. Aunque aún no avanzo lo suficiente, he leído bastante como para darme cuenta que dicho acto de fe cambiará por completo la vida del miserable Valjean.
Esta lectura y la experiencia que he tenido los últimos años como docente, me han hecho replantear completamente mis objetivos de año nuevo, dándome cuenta que la diferencia en mi vida puede hacerse solo cuando a través de mi trabajo o mis quehaceres diarios pueda impulsar la vida de otra persona a ser mejor. Si bien se trata de una experiencia muy personal que no tendría por qué compartir en este espacio, me gustaría difundirla porque pienso que esto puede acercarnos a vivir mejor como comunidad, porque creo que son objetivos que pueden cumplirse en todos los ámbitos personales y laborales, y porque creo que tiene que ver con el grano de arena que todos deberíamos poner para que este caótico mundo en el que vivimos sea un poco mejor. El mundo necesita más personas que tiendan la mano a los demás, más mediadores entre el dolor y la felicidad, más mecenas que crean en los objetivos de los otros, y que impulsen con ahínco preciosos proyectos de vida que pueden llegar a transformarnos en lo más profundo. Esta labor puede resumirse en la poderosa acción de cuatro verbos que trataré de reseñar en estas líneas que me quedan.
El primer verbo es creer. Aunque suena a frase de cajón, creer en alguien significa saber que esa persona puede superar sus límites. Creer significa que podemos ver mucho más allá de las limitaciones que en apariencia alguien tiene: ser pobre, rico, ser discapacitado, no tener la educación suficiente, o simplemente ser desadaptado no son las características que definen la esencia de una persona o las cosas que puede lograr. Ver una luz en el fondo de cada ser humano es reconocer su increíble capacidad de lograr cosas. La gran mayoría necesitamos que crean en nosotros: basta una sola vez para transformar una vida. Ojalá todos nos demos el regalo de poder creer en al alguien al menos en una ocasión.
El segundo verbo es inspirar. Este verbo tiene dos caras de una misma moneda, pues para poder inspirar a otros tenemos que hacer de nuestra vida la mejor vida posible. No se trata de la consecución de objetivos materiales, sino se trata de mejorar nuestra calidad humana. Para inspirar la vida de otros debemos ser la mejor versión de nosotros mismos, y convertirnos en personas admirables para aquellos que necesitan un ejemplo a seguir; para aquellos que han dejado de creer que una mejor vida es posible.
Los últimos dos verbos van de la mano, porque ambas son acciones que requieren de mucha diplomacia. El primer verbo es mediar: que nuestras manos sean las que otros encuentren para pasar de un mundo oscuro a un mundo deslumbrante; que seamos nosotros el canal de comunicación, los mentores que muchos necesitan para llegar del otro lado. Muchas veces esta acción está determinada por nuestra capacidad de poner en práctica el último verbo: dar voz. Hay muchos que tienen mucho que decir, mucho que denunciar; hay muchos que padecen profundas injusticias en silencio sin nadie que les ayude a hablar. Seamos los embajadores de estas consciencias y ayudemos a hablar a quienes no tienen una voz.
Todos estos verbos apelan a una noción general de bondad y de justicia. Dentro de nuestras muchas o pocas limitaciones, puedo asegurarles que estos cuatro verbos concretados en acción plena serán los que llenarán ese vacío intermitente que se cuela en nuestros corazones en estas fiestas de final de año. Pasemos todos un 2019 generoso y transformador, en el que creer en los demás, inspirar sus vidas, mediar en las injusticias y dar una voz sean el objetivo esclarecedor de todas nuestras acciones y propósitos. Espero, queridos lectores, que todos tengan un nuevo año luminoso y próspero, en el que tender la mano sea su deseo más inmanente y su objetivo mejor logrado.
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