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El domingo, después de depositar mi voto en horas de la mañana, me fui a pasar el día en la Calera en casa de una amiga. Desde las alturas, Bogotá se veía apacible, y más cuando las sombras de la noche menguaban la tristeza de un día como el 2 de octubre.
Un cielo estrellado cubría con melancolía las ondas de pasión apaciguadas. La desesperanza, que envuelta en el cielo incólume que se contempla desde la Calera, ya se había abrazado al entorno natural; ya se oía a lo lejos en el campo, confundiéndose con el canto de los pájaros nocturnos o con el de los grillos ocultos entre los pastizales.
Al bajar a Bogotá, la atmósfera era igual de triste, hermanándose al paisaje urbano, que hacia las 10 de la noche estaba igual de silencioso como siempre, pero lúgubre como nunca. Bajo los postes de luz a veces vemos caras en los días corrientes, y son caras llenas de sorpresas, que a veces iluminan, que a veces dan curiosidad, que a veces deslumbran. Las caras del domingo 2 de octubre, esas caras que esperan el SITP en los paraderos, o que sacan la mano para pedir taxi en la calle, eran caras sombrías, sorprendidas, enajenadas. Las casas, extrañamente, no estaban iluminadas. Solo uno que otro restaurante de perros calientes y pizzas trasnochadas permanecía con las luces y el televisor encendidos, y los pocos asistentes se sentaban a escuchar atentamente los comentarios de noticieros y otros programas sobre la triste victoria del No en el plebiscito.
Esta atmósfera que percibí al llegar a Bogotá el domingo, y que ya se sentía en el aire estrellado de las montañas de la Calera, se quedó durante muchos días. Fue como el halo de las madres (de soldados o guerrilleros) preocupadas de que sus hijos volvieran a la guerra. Fue como el terror de los campesinos, que en lugares más silenciosos de los que he conocido nunca, se encerraban de nuevo en sus casas, temerosos de que vinieran a quitarles sus tierras. Fue como el hálito de los desplazados en las ciudades colombianas, que perdían nuevamente la esperanza de regresar a su lugar, de ver nuevamente, aunque sea por un momento, las montañas que los vieron nacer, de sentir en sus caras la brisa que respiraron con su primer aliento.
Nos ha llegado esa tristeza; nos ha llegado a aquellos que vivimos por fuera de la guerra. Nos ha contagiado esa rabia, esa desesperanza, ese terror, y qué bueno que lo hayamos sentido. Eso nos hermana, nos une, nos hace apiadarnos los unos de los otros. Esto al menos me hace pensar que estamos unidos en el dolor, que gran parte de los colombianos por lo menos somos capaces de solidarizarnos con quien sufre.
Esta semana la columnista Carolina Sanín, publicó una entrada en Facebook sobre los motivos de los partidarios del No, que de acuerdo a lo que ella planteaba, eran parecidos a los de cualquier fascismo. La propaganda del No, como la de muchos movimientos de ultraderecha, apelaba a la envidia. ¿Por qué a los reinsertados debemos darle pensión si los trabajadores nos esmeramos por cumplir con nuestro deber y no recibimos lo mismo? ¿Por qué darle trabajo a un delincuente cuando yo me he esforzado por obtener lo que tengo? ¿Por qué ellos tienen representación en el Congreso y mi partido no? ¿Por qué hay que proveerle todo a los reinsertados con los impuestos que yo pago? ¿Por qué mi hijo y el del reinsertado tienen que sentarse en el mismo salón de clases? Sanín tiene toda la razón: es una envidia cruenta que casi se convierte en asco; asco hacia los que han sufrido con creces los horrores de una guerra que se vive en un campo de batalla muy lejano al nuestro.
Por eso me alegra que el domingo, durante y después de mi visita a la Calera, y a lo largo de estos días que han pasado desde el 2 de octubre, haya sentido la tristeza de los colombianos que se impregna en las calles, en las casas, en los campos; como disipando la envidia terrible que la generó. Es la tristeza desgarradora de todos esos colombianos que sufren el terror del conflicto, la ausencia de futuro, la falta de solidaridad. Que la hayamos sentido nosotros, que haya traspasado nuestros ojos, nuestros oídos, que haya entrado por nuestra boca, que haya llegado a nuestros pulmones y que haya traspasado nuestro corazón, me hace tener un resquicio de esperanza, una esperanza pálida que se guarda furtiva en la palabra COMPASIÓN.
@valentinacocci4
