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El día del juicio

Valentina Coccia

22 de septiembre de 2016 - 09:11 p. m.

“Somos como de otoño / en los árboles / las hojas”, decía Giuseppe Ungaretti en su famoso poema “Soldados”, escrito en un otoño lluvioso durante la primera guerra mundial en una trinchera cerca al bosque de Reims.

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Ungaretti, en esos pocos versos, describe la fatalidad de la guerra, que fugaz como un relámpago o lenta como un crepúsculo, se lleva una a una las hojas del frondoso árbol de la vida.

Años después, Stig Dagerman, reportero sueco que en 1946 visita la Alemania de la posguerra, utiliza la misma metáfora del otoño para describir esa etapa de tránsito entre la destrucción y la paz. En “Otoño Alemán” la muerte masiva sigue latente en las almas de los sobrevivientes, que viviendo en los despojos de la antigua Alemania del Reich, aún no hallan un culpable de la pérdida, la pobreza, el hambre y la fatalidad a la que han sido sometidos. La quietud de las ruinas observa a los habitantes de esa Alemania, que evasivos quitan la mirada de las monstruosas consecuencias de la historia.

En la Alemania de Dagerman como en la Colombia de hoy, el Otoño se reduce a la paciencia, a la espera por una respuesta, a un limbo ideológico que atiende con perseverancia la aparición de un culpable. En las vísperas del plebiscito por la paz encontramos la consciencia de una Colombia dividida, que se ha mostrado con más evidencia en nuestro presente que incluso unos años atrás.

La partición ideológica del plebiscito ha mostrado el “No” bajo una apariencia determinada por los intereses políticos de un gremio que busca sin descanso a los supuestos culpables. Así mismo, se ha mostrado el “Sí” como la conformación de una masa uniforme que desvía su decisión de los intereses políticos, desplazándolos por los intereses colectivos. Están también los que han visto y sentido la guerra en vivo y en directo. Soldados que no se ven como víctimas sino como eternos combatientes. Campesinos que lloran la pérdida de su tierra y del derecho a cultivarla. Madres desplazadas que en su eterno odio por la guerrilla no quieren verle la cara a Timochenko en el gobierno pero sí quieren la paz.

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La Colombia de hoy muestra su rostro más que en otras ocasiones. La guerra, en cierto sentido, nos unía falsamente como un mismo pueblo que vivía encarando continuamente el desastre, que vivía en un statu quo que determinaba ciertas costumbres, ciertos anhelos ocultos, ciertos hábitos marcados por el ruido de las bombas al amanecer. Los fusiles en silencio, el cese de las armas, la quietud de los niños que caminan rumbo a la escuela oyendo pacíficamente el rumor de sus pisadas, más que alegres nos ha dejado expectantes. Más que unidos, más que celebrando, nos ha dado la libertad de emprender luchas individuales, de acusar a quien creemos digno de condena, de esperar cuál será nuestro destino: si seremos declarados culpables o inocentes.

Como en el “Otoño Alemán” de Dagerman, evadimos la mirada de las ruinas y los despojos, que aún están quietos, pues nadie los levanta ni nadie ha erguido aún nuevos monumentos sobre ellos. Hay una brisa en el aire, pero aún vivimos en el desierto, como a la espera de que algo pase para abrirnos camino, para dar un nuevo paso que nos permita avanzar hacia alguna nueva dirección. Somos como las almas de un mausoleo, como los penitentes de un purgatorio, que esperando el día del juicio, el próximo 2 de octubre, muestran el rostro que podría redimir su inocencia.

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@valentinacocci4  valentinacoccia.elespectador@gmail.com

 

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