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El duelo por los enemigos y la llanura florecida

Valentina Coccia

28 de julio de 2016 - 09:54 p. m.

La guerra nos deshumaniza: tanto a nosotros mismos como a nuestro adversario. Desde nuestro punto de vista, la primera acción sea tal vez fruto de la inconsciencia; la segunda es, en cambio, una acción deliberada y nada arbitraria.

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Esta reflexión surgió a partir de la lectura de la novela “Bendición” del autor estadounidense Kent Haruf. En el libro, que se ambienta en las llanuras solitarias de Colorado, se cuenta la historia de algunos de los habitantes del pueblo de Holt, que en medio del moroso paso del tiempo, observan los grandes cambios pasar sin que se perturbe el orden establecido; sin que las hojas de los árboles dejen de ronronear con el paso del viento. En la novela de Haruf, el reverendo Lyle, trasferido en múltiples ocasiones a causa de sus ideas poco ortodoxas, es quien intenta traer el punto de quiebre al pueblo de Holt. Un domingo, en la pequeña parroquia que a kilómetros de distancia se vislumbra en la llanura, el reverendo Lyle habla del terrorismo que ha aquejado a la nación, invitando al público a pacificarse con los terroristas, a dejar de verlos como enemigos, a “poner la otra mejilla” y a verlos como hermanos. Más de la mitad de los asistentes sale del recinto. Otros, enojados, gritan improperios que nunca antes se habían escuchado en la pequeña iglesia. Otros más, insultan al reverendo pidiendo su renuncia. En ese momento, el reverendo Lyle comprende que en medio del aislamiento de las llanuras de Colorado, es imposible que el pueblo de Holt se duela por la muerte y el sufrimiento del enemigo. Lyle renuncia a su hábito, renuncia a su misión, y se resigna a que hay quien no quiere la paz.

En los tiempos que corren, la guerra contra el terrorismo, o el mismo fin del conflicto que estamos experimentando aquí, se prolongan morosos en el tiempo, escondiéndose en una cotidianidad silenciosa, que como en el libro de Haruf, sigue siendo la misma de siempre. Se trata de una cotidianidad en la que no tenemos consciencia de las pérdidas: tal vez un poco con respecto a las propias, pero completamente nula con respecto a las ajenas. En otras palabras, no hay dolor, y cuando no hay dolor, no hay un cambio contundente, y tampoco hay formación de comunidad.

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Si entramos a analizar el duelo individual, podemos hacer patente, a través de la naturaleza de ese duelo, que hay una relación cercana con quien acaba de morir. El duelo por la partida del otro nos desarma, nos deshace, y nos vemos desposeídos, en nuestra vida, por aquel que se fue. ¿Pero de qué se trata el duelo realmente? A mi modo de ver, el duelo consiste en saber que después de la pérdida, y de haber pasado por el sufrimiento, no vamos a volver a ser los mismos nunca más. El duelo personal implica aceptar que vamos a pasar por una transformación definitiva; que nos vamos a enfrentar a una situación que no podemos controlar y que debemos pasar por una renovación que nos llevará a vivir experiencias que no conocemos. Muchas veces, en lo personal, tratamos de evitar el duelo a través de la acción: nos dedicamos horas y horas al trabajo, nos vamos a unas vacaciones desaforadas en términos financieros, nos embriagamos hasta las últimas consecuencias o tratamos de evitar observar nuestro pensamiento consumiendo algún estupefaciente. Sin embargo, psicólogos, psiquiatras y otros profesionales de la salud mental dirían que con estos actos no solo evitamos sentir el dolor de la pérdida, sino que también nos infringimos un daño irremediable a nosotros mismos.

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Si así funciona el duelo individual, ¿cómo funciona entonces el duelo político o el duelo comunitario? ¿Es este un remedio para la constante deshumanización en la que nos implica la guerra o la violencia en cualquiera de sus manifestaciones? En este momento de nuestra historia, creo que el uso del término del duelo es fundamental para propiciar un cambio. Como dijimos, el duelo, no solo por los miembros de la parte con la que más nos identificamos (cualquiera que esta sea), nos va a permitir transformarnos como comunidad, reconocer que el otro (como se llame en las infinitas posibilidades del fin de nuestro conflicto armado) tiene derecho a nuestro reconocimiento, porque de ahora en más formará parte de nuestra comunidad y su vida humana valdrá tanto como la nuestra propia. Si evitamos caer en ese duelo comunitario a través de la acción, tal vez como hizo George Bush al declarar la guerra el 21 de septiembre (solo diez días después del atentado del 2001), caeremos nuevamente en la violencia, aliándonos con ella, privando al otro del derecho de ser reconocido, de su derecho a ser dolido, de la permanencia de su memoria, y de su humanidad.

Si no nos entregamos a este proceso, a vivir duelos ajenos, a compadecernos del sufrimiento del otro y a incluirlo con estas herramientas dentro de nuestras definiciones de “humanidad” y de “identidad”, es probable que nuestra Colombia siga viviendo una cotidianidad imperturbable, llena de odios silenciosos que nos impiden reconocer al enemigo como nuestro hermano. Como en la llanura del Colorado de la novela de Haruf, el viento seguirá acariciando las hojas de los árboles, la iglesia seguirá viéndose blanquecina a kilómetros de nuestra vista, y los muertos pasarán desapercibidos frente a esa cotidianidad, que como la naturaleza, se repite cíclicamente sin sentir el peso errabundo del cambio, que golpea a nuestra puerta sin cesar.

@valentinacocci4

valentinacoccia.elespectador@gmail.com

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