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A veces me pregunto si en algún antiguo libro de ciencia ficción que aún no he leído se habla sobre la tragedia de nuestra joven generación. Así como nos generó impacto la capacidad predictiva de Orwell sobre nuestra era digital en 1984, o nos asustó la perspectiva de la sociedad teocrática que Margaret Atwood presenta En el cuento de la criada, también nos inquietaría inmensamente saber que algún sabio escritor del siglo XIX o XVIII había predicho la desdichada relación con el trabajo que tenemos nosotros los del siglo XXI. Una relación que drenándonos cada gota de vida, incendia nuestra creatividad, nuestros sueños y nuestro alegría de vivir en las llamas de un infinito cansancio.
En su ensayo de 1932 titulado Elogio de la ociosidad, Bertrand Russell ya había hablado de nuestra malsana relación con el trabajo. “El ocio es el padre de todos los vicios” es un mito que por miles de años ha regido nuestra malsana relación con las actividades laborales, así como otras afirmaciones de tipo religioso (“Bienaventurados los pobres porque de ellos será el reino de los cielos”) o político (como aquel mito que reza que con nuestro trabajo “otorgamos servicios útiles a la sociedad”). Russell, para ese entonces, ya había entendido que el trabajo fue creado exclusivamente para que una gran parte de la población mantuviera con sus labores a una reducida cantidad de personas, que por su posición social, económica o política, creía que estaba en el derecho de mantenerse ociosa.
Hoy en día, la jornada laboral de un joven promedio entre los 25 y los 35 años está más imbuida de estos mitos de lo que usualmente pensamos. Después de largos minutos transcurridos en el incómodo ajetreo del trasporte público nos dirigimos a oficinas letales que absorben grandes cantidades de nuestro tiempo, y que usualmente nos pagan exiguos salarios sin el beneficio de ninguna prestación social (aquí hablamos del famoso contrato de prestación de servicios). Quien no quiere optar por trabajar en una oficina, trabaja por horas de aquí para allá, en horarios laborales no siempre tan cómodos y que implican grandes sacrificios en el tiempo libre. Debido a los módicos pagos que cualquiera de estas formas de trabajo implican, para una persona joven es cada vez más difícil emprender e independizarse, pues los préstamos bancarios solo se otorgan a quienes están en un rango salarial un poco más alto. La inmensa cantidad de impuestos para un negocio independiente también es un gran obstáculo para que una persona pueda realizar sus expectativas laborales y creativas, y más si también quiere emprender el proyecto de comprar una vivienda propia (una tarea titánica para esta joven generación). Si lo pensamos bien, para algunas generaciones atrás este tipo de labores no eran tan complicadas: solo se necesitaba una buena idea y un capital modesto. A nosotros, a fin de cuentas, no nos queda más remedio que echar reversa y seguir trabajando para realizar los sueños de otros, apagando los sueños propios con tal de tener un sueldo que a duras penas nos permite sobrevivir.
Lo que más me inquieta es la vacuidad que sale a relucir en cada uno de los mitos laborales que Russell menciona en su ensayo. Me gustaría comenzar por las afirmaciones de tipo religioso: estas aseveraciones hablan de la laboriosidad como una virtud. La idea de que vivimos en un valle de lágrimas, lleno de escalofriantes horrores y de que después de morir tendremos una vida mejor por haber sufrido tanto aquí en la tierra es una idea que está mucho más arraigada de lo que pensamos y no necesariamente en el sentido teológico. Esta afirmación implica saber que si trabajamos mucho y muy esforzadamente (tal vez hasta que la eternidad termine), sacrificando enormes cantidades de tiempo libre, tendemos un ascenso, una promoción o un aumento en nuestro salario, cuando en gran parte de los casos esto no es cierto. Muchas veces exhibir nuestra vacía virtud de la “laboriosidad” no nos conduce a ningún lado, dándonos cuenta que perdemos nuestra vida esperando una recompensa que tal vez nunca llegue. Y curiosamente, cuando obtenemos esta “recompensa” solo ganamos más esfuerzo, más trabajo y menos tiempo libre.
Por otro lado, tenemos aquellas ideas arraigadas que hablan sobre la utilidad del servicio que le prestamos a la sociedad. Hace unos meses leí la colección de cuentos del escritor antioqueño José Ardila, que de una forma muy irreverente el autor titula Libro del tedio. En uno de los cuentos llamado Una carrera brillante, el personaje Toloza llega a su nuevo trabajo, y cuando está a punto de ponerse manos a la obra se da cuenta de que no tiene la más mínima idea de cuáles son las funciones que debe cumplir en la empresa. Muchas veces esta pregunta nunca nos llega: ¿estamos ralamente prestando un servicio útil con nuestro trabajo o solo estamos al servicio de la sociedad de consumo? ¿Qué aporte filantrópico estamos haciendo con la labor que realizamos? Si muchos contestaran sinceramente esta pregunta quedarían nadando en la misma vacuidad que el personaje de Ardila.
Finalmente está el mito que habla sobre el ocio como el padre de todos los vicios. Hoy en día, el tiempo de ocio se utiliza únicamente para reducir el cansancio que nos queda de entregarle toda nuestra energía vital al trabajo. De ahí se alimentan las industrias del descanso pasivo como la televisión, el internet, los videojuegos o la reciente industria de Netflix. Pasamos nuestro tiempo libre en un estado cuasi letárgico, imbuidos en el vacío de una pantalla luminosa. No nos queda tiempo ni energía para invertir nuestra alegría en la lectura de un libro, en una caminata por el parque, en el simple gusto de sentarnos en una cafetería a leer el periódico y a mirar a los pasantes. Si no tenemos energías para este dolce far niente menos tendremos ánimos para invertir nuestro tiempo libre en actividades donde utilicemos realmente nuestra creatividad: tomar clases de baile, escribir un libro, pintar, hacer manualidades o investigar sobre un tema que sea realmente de nuestro interés. Si tuviéramos la mitad de nuestra jornada laboral para invertir en el ocio, lo más probable no es que nos convirtamos en unos viciosos sin remedio, sino que posiblemente seríamos personas que tendrían tiempo de realizar sus sueños e invertir en su felicidad, generando, tal vez, un aporte útil a nuestra sociedad.
Me perturba saber que en la mayoría de los casos el trabajo nos hace profundamente infelices. Aunque a muchos nos gusta nuestro trabajo, es increíble el tiempo que nos drena, obligándonos a dejar otras expectativas a intereses de lado, que muchas veces llegamos a realizar solo en la jubilación, o incluso que no llegamos a realizar nunca. Poco a poco disminuyen los colores del cuadro de nuestra vida: nos convertimos en un dibujo coloreado en grafito, que con el paso de los años va perdiendo sus líneas hasta desvanecer en el espacio de una hoja en blanco.
@valentinacocci4
