El Prado a la plaza

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Valentina Coccia
14 de septiembre de 2018 - 09:40 a. m.
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El pasado domingo una brisa agradable acompañaba a los bogotanos en el paseo de la carrera séptima. En las calles del centro confluían miles de personas, que dirigiéndose hacia la plaza de Bolívar disfrutaban de los distintos espectáculos callejeros que ese día ofrecía la ciudad. Un esqueleto que cantaba clásicos del rock, una orquesta típica de salsa que hacía que los visitantes se balancearan a su ritmo, unos soldados de bronce que bailaban al ritmo de la música electrónica, cuenteros y comediantes, formaban entre todos la antesala de la muestra del Museo del Prado desplegada en la plaza de Bolívar. Al final de ese corredor cultural, que exhibía muchas de las distintas piezas más distinguidas del arte callejero, la plaza de Bolívar recibía a los visitantes con un agradable aire de domingo: había quienes caminaban de la mano con sus parejas, niños que corrían por la plaza, paseantes sentados en los escalones de la iglesia comiendo helado y vendedores ambulantes que decoraban el lugar con motitas de algodón de azúcar. El cielo resplandecía, y el sol alumbraba la escena, que si hubiera quedado plasmada en el lienzo de un cuadro, hubiera inmortalizado un bello paisaje urbano sobre cómo los bogotanos vivimos el domingo en la ciudad.

Las réplicas de arte exhibidas en medio de la plaza formaban parte del paseo. En un laberinto artístico los visitantes disfrutaban de una agradable brisa mientras observaban las piezas, y personalmente, me encontré con la grata sorpresa de que muchos bogotanos, de todos los estratos y sectores sociales,  estaban divirtiéndose mientras observaban la muestra. En este ejercicio democrático había quienes leían las inscripciones de las réplicas, quienes se paraban a contemplar las obras, quienes comentaban su parecer sobre las piezas de manera jocosa y quienes se pegaban al recorrido de los guías turísticos.

En otras palabras, este agradable domingo bogotano fue una magnífica oportunidad para estudiar el arte de observar. Las piezas de arte se prestaban para mirar con atención a los pequeños detalles de las obras, sobretodo de aquellas piezas que formaban parte de la escuela flamenca o del arte barroco. En el caso de Las Meninas, de Diego Velásquez, las conjeturas sobre su estructura eran muy amplias. Algunos se concentraban en los detalles del vestido y el gesto de la infanta Margarita, otros se sentían abrumados por la mirada del pintor que los observaba desde el lienzo, otros tenían curiosidad por el emblema de la Cruz de Santiago en el pecho de Velásquez, y otros más, se fijaban en el espejo que retrataba a Felipe IV y su esposa en la penumbra de la pieza. Muchos otros hacían jocosos comentarios sobre las obras: frente a los cuadros de Bruegel algunos se sentían curiosos frente a la pequeñez de las figuras, llamando coloquialmente a estas pinturas como “los cuadros de los muñequitos chiquitos”.  Frente al Noli me tangere de Correggio muchos se preguntaban si a Jesús de verdad no le hubiera gustado que la Magdalena lo tocara después de su resurrección. En cuanto a La maja desnuda, una de las obras más preciadas de Francisco de Goya, muchos se preguntaban cómo el pintor hubiera retratado a la maja semidesnuda.

Además de la curiosa búsqueda de detalles y de las observaciones graciosas que se podían hacer sobre las pinturas, con otros cuadros era inevitable dejarse tocar por el contrapunto de las emociones. Frente a Saturno devorando a su hijo (también de Francisco de Goya) era muy difícil no dejarse sobrecoger por el gesto animal del anciano dios grecorromano, que sumido en una penumbra cavernosa se entregaba al canibalismo más desquiciado y salvaje. Así mismo, frente al Agnus Dei de Zubarán era imposible no compadecer al animal, que sin ningún resquicio de divinidad, iba a ser sacrificado en el nombre de Dios.

El flujo de personas que recorrían el recoveco de la exposición como si de un río entreverado se tratara, demostró que observar el arte es un deleite: sin importar si uno es conocedor del tema o no lo es, las piezas de arte le dicen algo a cada uno y generan emociones diversas. Frente a estas piezas maravillosas podemos experimentar curiosidad intelectual, experimentar risa, profunda melancolía o incluso llanto: lo importante es que el arte es democrático (como lo demostró la colocación y el recorrido de la exposición) y que todos y cada uno de nosotros estamos a la merced de dejarnos tocar el alma por los brazos indomables de las pinturas.  

valentinacoccia.elespectador@gmail.com @valentinacocci4

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