Elegía del corazón roto

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Valentina Coccia
02 de marzo de 2018 - 03:00 a. m.
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“Se me va un día entero olvidando cada minuto de nosotros. / Se me va toda la rabia cuando me doy cuenta, lacerado, que ni siquiera pude herirte”, dice el poeta Darío Jaramillo Agudelo, cuando en la plácida música de sus versos va recitando la sinfonía del olvido. El amor es el detrimento del tiempo, de ese tiempo que ni siquiera transcurre a menos que se pase de la mano del otro. Los minutos, las vivas voces de la esperanza claman alegres cuando se tiene la compañía del amado, que con su sonrisa, con sus pequeños gestos cotidianos, da significado a nuestro camino. El otro nos proyecta por un sendero tal vez escarpado, tal vez incierto, pero de seguro animoso e iluminado por su presencia, por el simple contacto de su brazo, que de una manera inexplicable nos infunde la energía contagiosa de caminar por la vida con el diario sustento del amor.

La pérdida, el olvido, el irrefrenable desespero que nos contamina cuando nos dejan de amar trunca con crueldad los abismos del tiempo. El abandono nos hace caer en el arenoso suelo de la realidad, y de repente percibimos como la vida y el tiempo han transcurrido por fuera del las auras del amor perdido. Los rostros de los amigos, de los familiares, de las personas que han estado siempre en nuestras vidas nos resultan extraños: ellos han avanzado por sus senderos y nosotros, a quienes nos han quitado la valía de los minutos, nos hemos quedado de repente estancados en el laberinto de la vida. Y es extraño, porque en el aire que respiramos aún existen las partículas de la persona que hemos perdido. Los recuerdos, las sensaciones de su contacto, la ausencia de sus manos tan queridas, el espejismo de sus pasos, constituyen la niebla incierta que nos impide ver con claridad la luz que nos rodea.

Entonces, solo existimos en las noches. Después de días rutinarios y cansados, de sonreírle todos los días a los compañeros del trabajo, de soportar la pesadez del transporte público, la soledad en los almuerzos diarios, la asfixia que representa tomar el tenedor para alimentarnos, y la ausencia o poca disponibilidad de los hombros en los cuales podríamos recostarnos para librar nuestro llanto… después de todo eso llegamos a casa para encontrarnos con nuestras habitaciones vacías. Pasamos las manos por nuestros muebles, nos sentamos en la mullida presencia de nuestro colchón, husmeamos los recuerdos presentes en cada rincón, oímos el correr del tiempo en el tic-tac del reloj. Nos damos cuenta que nuestra casa es como nuestro corazón: repleto de ausencias que vuelven como fantasmas sin cesar. Espejismos que cunden nuestra vida cotidiana, que la rigen como antes lo hacían las caricias y las palabras de nuestro ser querido. Las sensaciones del amor perdido vuelven y se pegan a nuestra piel como partículas, pero esta vez son como insectos que vienen a mordernos, a consumir nuestra piel, a sepultarnos día a día debajo de una tierra inexistente, del tiempo que se ha detenido para nosotros cuando nos dejaron de amar. Nuestro llanto corre por las habitaciones vacías, nos ahoga cada noche despiadadamente, y al final se apacigua con la cama, con un par de píldoras para dormir, con una cobija echada sobre nuestros hombros. Pero el sueño, ese sueño consolador se interrumpe, se asusta con sueños taimados de ausencia, de pérdida, de desespero, y cuando despertamos, nos damos cuenta de la oscuridad de la noche que nos rodea, y de la irónica sonrisa de nuestro despiadado reloj, que marca solemne los silencios de las dos de la mañana. 

Y sin embargo, llega un día… un día que amanece como tantos otros. Y de repente podemos ver su fotografía sin resentimiento, deshacernos de los objetos que nos recuerdan a esa persona, limpiar el polvo de las esquinas, ver la luz y sonreír. Porque llega un día en el que un corazón roto no vive para siempre y su agonía se acaba con las palabras que pueden cantar su elegía.

@valentinacocci4 

valentinacoccia.elespectador@gmail.com

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