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Peter y Moustaphá son dos africanos que trabajan cargando bolsas de mercado para las amas de casa de Umbertide, en la provincia de Perugia, Italia.
Generalmente esperan fuera del supermercado, atendiendo que llegue una señora cargada de paquetes para ayudarla a depositar su compra en el baúl del carro. Trabajan con diligencia, y todos los días tratan de ganarse nuevos clientes, sonriendo siempre, saludando a todo el que pasa, tratando de recordar el nombre de la gente. Moustaphá vive lejos de Umbertide, a unos 40 minutos en tren. Dice que donde vive todos los supermercados están ya ocupados por otros que hacen su mismo trabajo, y que es complicado asociarse con ellos, porque no respetan los límites de cada uno. Con Peter se entiende muy bien; dice que es honesto y que más que tratar de imponerse límites el uno al otro, pueden trabajar como un equipo. Peter es mayor que Moustaphá. En África tiene dos hijos ya mayores, y en Italia vive con su mujer y con su hija de ocho meses. Debo decir que oír sus historias cada mañana cuando me ayudaban con la compra era una experiencia muy interesante, y sobre todo, de enorme satisfacción para mí. Me da la impresión de que si bien muchos aceptan los servicios de Peter y Moustaphá de buena gana, no todos quieren oír sus historias, conversar con ellos o simplemente sonreírles. Me alegraba verlos felices mientras me contaban retazos de sus vidas.
Cuando me desplacé a Milán por unos días, tuve una experiencia algo impactante. Un día me subí al metro, y detrás de mí se subió un muchacho de grandes ojos. Traía un clarinete en sus manos, y me daba la impresión de que iba a tocar algo. Me senté y quise escuchar con atención. Se presentó. Hablaba con un acento libanés (¿o tal vez de Europa del este?) y empezó a tocar una bonita pieza, completamente desconocida para mí. Al terminar el número, aplaudí, pero lo más extraño fue que mis aplausos retumbaron solitarios en todo el vagón del metro. Nadie se dignó de aplaudir un poco, por cortesía, o de darle algo por haber tocado para nosotros. Muchos ni siquiera se tomaron la molestia de mirarlo cuando pasó por los puestos. Fui la única en ofrecerle algo, y él salió del tren sin la mayor muestra de indignación, como acostumbrado a la humillación diaria.
Debo decir que estas experiencias me hablaron de una sola cosa. Revisando la historia de las migraciones, podemos decir que aún hoy hay migrantes de primera, segunda y tercera categoría. A finales del siglo XIX, un gran número de europeos salieron de sus países para poblar el mundo entero. La mayoría de las generaciones actuales aún están convencidas que dichos migrantes eran agentes de la civilización y portadores de la cultura, que difundieron la progreso occidental por doquier. Sin embargo, los europeos no ven a estos migrantes de la misma manera: para ellos, estas personas que huyen de la pobreza, de las masacres y de la guerra, son solo delincuentes, ladrones, y terroristas. Tal vez los árabes o los de Europa del este sean peores, porque llevan el crimen en la sangre. Los africanos son por lo menos más sumisos y serviciales. Lo único que puedo decir es que después de todo, Europa se sigue creyendo el centro del mundo.
