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Guerra

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Valentina Coccia
20 de mayo de 2016 - 01:05 a. m.
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Sentado bajo las ascuas de la trinchera está el soldado, el combatiente, el guerrero, el luchador. Guardado en uno de sus bolsillos trae un espejo, que a pesar de los avatares de la guerra permanece intacto.

Lo saca de su escondite, y el espejo, manchado de tanta tierra, de tanta sangre y de tanto polvo, solo le brinda al soldado una imagen borrosa y harapienta. Limpia el espejo con una bayoneta, dejándolo inmaculado de toda tiniebla impecable, y con los ojos abiertos, las manos henchidas y el corazón que late inconstante, se sume imberbe en las profundidades de la imagen paralela. El combatiente lo llevó a la guerra como se lleva una fotografía de la amada o de la madre: para palpar a través de la imagen esos rasgos queridos, para sostener en la mano esos últimos resquicios de pasado y de humanidad. Guardar el espejo es para el guerrero como conservar un pedazo de su ser auténtico, de su indomable alegría de infante, de su joven curiosidad, de los recuerdos de sí mismo y de sus antiguos pensamientos, que se desvanecen con el reventar de las bombas, con la humareda de las armas, con el correr de la sangre.

El luchador ahora se contempla, como despidiéndose de su fehaciente humanidad. Se mira a los ojos por última vez (como cada vez que sale furibundo al campo) y consciente de que la muerte puede sorprenderlo incluso en el escondite más seguro, le dice adiós a su vida inconclusa entregándose sin más alternativa al estrépito insensato de la guerra. Cae una única y valiente lágrima sobre el espejo, cuya imagen se pone de nuevo turbia. El guerrero pinta su cara de camuflaje, acariciando sus jóvenes mejillas con un toque de violencia. Suspira como si expirara y cargándose de valor se despide del espejo, que nuevamente cae en las profundidades del bolsillo para ser olvidado hasta el próximo encuentro. Se para y contempla el campo de batalla, que lleno de fuego y de cadáveres, de cuerpos vivos que caen sin remedio, se asemeja al desierto de la insensatez. Es así que el joven combatiente, cargado nuevamente de odio ficticio, empuña el arma y sale corriendo a luchar.

Amanece un soleado día en medio del verdor de un campo. El rocío cubre la hierba, que fresca hace sentir su aroma en la caricia de la mañana. La naturaleza está en calma, los pájaros cantan, el riachuelo murmura ansioso las confesiones de los peces. Las hojas responden plácidas a la caricia del viento matutino, que suave toca como instrumentos las inmensas ramas de los árboles. En medio de este pacífico paisaje, escondida detrás de una loma, hay una pequeña casita en ruinas. Reducida apenas a los cimientos, los ladrillos abandonados yacen alrededor como migajas de una vida interrumpida. Los rayos de sol que ahora la alumbran, nos dejan ver en detalle las cicatrices de este nido, que inmerso en ese nítido paisaje, parece el equipaje olvidado de algún odio viajero que caminaba dejando por doquier residuos de su inmensidad. Al interior de las ruinas algo se retuerce, como un nido de ratas o como un amasijo de lombrices. Desde lejos, dos seres informes se asoman a los cimientos de la casa para salir a la luz, caminando con torpeza entre los escombros, como las aves que con sus alas heridas ya no pueden volar. ¡Son un niño y su madre! Hagamos silencio y dediquémonos a observar.

Se despiertan tiritando de frío en ese lecho sin mantas. El niño, de unos siete años, tose enfermo, sacudiéndose de su cuerpo las manchas de tierra que han quedado por dormir incómodo sobre los escombros. La madre, polvorienta también, rebusca en medio de los ladrillos perdidos una olleta para cocer un par de papas que saca de un costal. Ese costal lo robó del campo de batalla, y por poco le cuesta la vida; pero no le importó. El único remordimiento que tuvo fue el de no haber tomado un poco más para alimentar el delgado cuerpo de su hijo. El niño camina hacia el riachuelo para recoger un poco de agua, mientras su madre prepara el fuego para cocinar el pobre desayuno. Las papas hierven en esa olla chisporroteante, que desprende un agradable aroma que a ambos les infunde tranquilidad. En silencio, madre e hijo se abrazan frente al fuego mientras la olla hierve y en la taciturna compañía del otro, cada uno se sumerge en sus propios pensamientos. La madre piensa en el cuerpo caído de su esposo y en el terrible día en el que la batalla arrasó con la casa, pero lo recuerda todo con resignación, agradecida de abrazar el huesudo cuerpo de su pequeño. El niño, por su parte, piensa en papá, y en lo lindo que va a ser jugar a la pelota el día en el que él regrese, iluminados por ese bellísimo sol que ahora cubre el inmenso paisaje. Temblando frente al frescor de un nuevo día, reciben nuevamente juntos una pequeña y casi insignificante onda de calor.

Podríamos escribir muchas de estas mini-crónicas de guerra, que como cuadros, cuelgan impacientes de los muros esperando ser contemplados por algún espectador. He escrito estos pequeños relatos con el fin de demostrarle al público que el hambre, la miseria, el dolor de la pérdida o el terror de la muerte, no tienen absolutamente ninguna etiqueta. Estos relatos pudieron haber sido sobre cualquier soldado o guerrillero, sobre cualquier combatiente, sobre cualquier madre o sobre cualquier niño en cualquier parte del mundo, que con dolorosa resignación deben vivir día a día el pánico que produce convivir con la guerra. Víctimas son todos los que padecen la ignominia de ese odio ficticio, la insensatez de los ríos de sangre que van empapando con el paso del tiempo la vida de todos los afectados. La guerra tiene el nombre de “política”, pero el sufrimiento no. De esta forma, hago un llamado a la compasión, a imaginar el dolor de las víctimas, y a pensar, por un momento, en la sabia, abrupta e intransigente ruptura con el desquiciado horror de la guerra.

@valentinacocci4

valentinacoccia.elespectador@gmail.com

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