Humo en el cielo

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Valentina Coccia
25 de enero de 2019 - 05:00 a. m.
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Todos los días salimos a la calle. Todos los días caminamos tranquilos, yendo hacia el trabajo o dirigiéndonos hacia la parada del bus, o estirando la mano para tomar un taxi, o abriendo la puerta del carro en los afanes de llegar a tiempo a alguna parte. Todos los días salimos a hacer nuestras cosas, a vivir nuestras vidas y curiosamente, en las prisas y los aspavientos de la vida cotidiana, siempre sacamos algunos instantes para levantar los ojos al firmamento. Es como si quisiéramos ver qué presagios nos trae el cielo, como si en el cielo se pudiera leer todo lo que pasa o todo los que nos va a ocurrir. Por lo general, la atmósfera está limpia o puede traer consigo alguna que otra nube que nos habla de la proximidad de las lluvias. En ese momento podemos llegar a pensar que todo está bien, que los días corren tranquilos, que en medio de todo somos como piedras en un río de fuertes corrientes. Pero un día, un día como los otros, con los mismos afanes, con los mismos quehaceres y con las mismas lluvias insípidas, levantamos la mirada al cielo y percibimos una humareda que empieza a contaminar nuestras narices, a entorpecer nuestra visión, a avisarnos desde lejos que algo no está tan bien como pensábamos.

Así debieron sentirse muchas de las personas que levantaron la vista al firmamento el día del 11 de septiembre, o aquellos que alcanzaron a avistar desde lejos el gran chubasco tóxico que se extendió por Hiroshima en el año 1945. Esa es la naturaleza del terrorismo: es una gran nube de polvo que viene a contaminar un cielo limpio, un panorama medianamente esperanzador o un estado en el que las cosas al menos parecen estar medianamente estables. El atentado del 11 de septiembre de 2001 vino a destrozar la visión de un mundo rico, democrático y liberal para dejarnos con los despojos de una sociedad vulnerable y aterrorizada. Los grandes estallidos de Hiroshima y Nagasaki llegaron a destruir la ilusión de victoria, de seguridad y heroísmo, dejando solo un amasijo de cuerpos deformes y de almas muertas.

Más allá de romper con una ilusión o de desgarrar los cielos de la esperanza, el terrorismo viene a advertir que en el mundo en el que vivimos hay algo que no anda bien. El reciente atentado en la escuela de cadetes de Bogotá, el estallido inesperado de ese carro bomba, las especulaciones sobre quién tuvo la culpa, la marcha atrás en el proceso de paz, la muerte de las víctimas y los improperios de los insurgentes en las manifestaciones del domingo pasado son solo la demostración de que hay algo que no está tan bien como lo creíamos y de que hay algo que nos va a devolver a la posición de vulnerabilidad en la que estábamos. El terrorismo, contrariamente a lo que muchos creen, no es un acto de violencia desaforada y bárbara; no es un acto visceral, pasional e intrínseco que viene de las entrañas. El terrorismo es siempre un acto simbólico que apunta a destruir en un instante toda la seguridad que conocemos. El 11 de septiembre todos pudimos ver cómo nuestra estabilidad económica, nuestros principios democráticos y nuestra sociedad liberal se caían a pedazos quedando anulados en tan solo unos instantes.

El atentado de la semana pasada nos despierta incertidumbre y zozobra: ¿qué haremos en una Colombia en la que la violencia se impone a pesar de haber iniciado un proceso de paz? ¿Qué haremos en un país en el que votamos por un gobierno que se autosabotea? ¿Qué haremos con una Colombia en la que incluso los insurgentes que se unen a marchar con un mismo propósito terminan polarizándose? ¿Con un país en el que se mata a diario, en el que se sigue robando, insultando y ultrajando al prójimo en cada momento del día? Ante la incertidumbre inmanente de los hechos solo nos quedan un montón de respuestas emocionales, de sentimientos que nos abruman con su agravio, de miedos irresueltos, de traumas históricos que pesan como el mundo que Atlas se llevaba a cuestas. Y en medio de todo, una rabia irrefrenable, una impotencia y una decepción que con creces podemos explicar.

A pesar de esta zozobra y de la maraña de sentimientos nauseabundos que ahora nos marean, solo podemos recordar que el terrorismo levanta muertos de la tumba. Todo esto puede ser señal de que la paz que tanto hemos anhelado está aún lejos de conseguirse; que las desigualdades siguen pululando bajo el suelo y que la corrupción, que se nos presenta con sus manos limpias, aún guarda cartas bajo la manga. Contemplemos el humo que se extiende sobre nuestro cielo y, sin dejarnos llevar por los afanes de apagar el incendio, preguntémonos por un momento qué es lo que ese cielo empantanado nos viene a advertir.

@valentinacocci4

valentinacoccia.elespectador@gmail.com

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