Muchos filósofos de cuna occidental han reflexionado ampliamente sobre la necesidad del hombre de darle un orden al mundo. Las religiones y mitologías han sido una vía de escape: el mundo ha sido creado por una razón, aquí estamos para vivir de cierta forma y debemos relacionarnos con el prójimo de tal o cual manera. La ciencia y la tecnología son otra forma de darles orden a nuestras vidas: dominamos y amoldamos los recursos para darnos la ilusión de que nos apropiamos de la naturaleza y controlamos sus impulsos y sus enredos. Toda esta ilusión la generamos pensando en ocultar una realidad que nos perturba: no sabemos por qué estamos aquí y no podemos llegar a controlarlo todo. Al fin y al cabo, el mundo tiene su propia belleza estemos ahí o no.
El mito más moderno con el que muchas personas han tratado de darles un orden a sus vidas es el mito del éxito: un trabajo bien pago, un traje y una corbata, una justa dosis de poder, una familia bien constituida y una vida que rebosa más felicidad que en los comerciales. Siendo “exitosos” le damos un orden a nuestra vida: un trabajo estable en una empresa millonaria es algo a lo que mucha gente aspira, pues eso les va a poder permitir pagar una casa en la que meter a su gran familia feliz; pero, nuevamente, estamos hablando de un mito al que nos aferramos para poder darle un orden a nuestra existencia. Debajo de esa máscara de felicidad insípida, ¿qué hay? Muy frecuentemente solo encontramos personas temerosas de enfrentarse a su propio desorden, a su propia manera de ver la vida, que no necesariamente responde con la del éxito; ese éxito que invita a una uniformidad y a una forma generalizada de ver la vida.
Por muchas circunstancias de mi vida personal, y por las circunstancias de muchas personas cercanas a mí, me he puesto a pensar qué significa ser exitoso de verdad, y cuáles de tantas personas que conozco (desde mis padres, pasando por mis amigos y llegando hasta los conocidos de los que rara vez sé algo) son personas realmente felices o exitosas. Creo que la clave del éxito es algo bien distinto a lo que nos han enseñado, y a este respecto me acuerdo de Bartleby el escribiente, el famoso personaje de Herman Melville que muchos han llenado de cuestionamientos y extraños altares.
Bartleby era un extraordinario copista en la oficina de un abogado en Nueva York: era diligente, dedicado, vivía para los deseos del abogado y su trabajo era impecable, pero de un momento para otro, Bartleby decidió que ya no iba a trabajar más. A cada petición, por sencilla que fuera, Bartleby respondía: “Preferiría no hacerlo”. Tal vez el excéntrico personaje se dio cuenta de que aquella vida, si bien era algo que podía desempeñar de manera fácil y llegando al éxito anhelado, no era la vida que él quería llevar. Bartleby decidió permanecer firme con sus principios, costara lo que le costara, así esta situación lo pusiera en conflicto con el mundo. Si bien Bartleby no logró vencer a la sociedad decimonónica, creo que nosotros, los hombres que cursamos la historia contemporánea, sí podemos emprender esta clase de rebeldía y obtener resultados anhelados.
No tenemos por qué encajar en ningún tipo de molde (presupuestado por la sociedad o por nuestros padres): la clave del éxito es permanecer fieles a nuestros principios, a nuestros sueños, y llegar a ser abiertamente nosotros mismos a pesar de las formas que han tratado de imponernos. Aceptemos nuestro desorden, nuestra peculiaridad: aceptemos que el mundo no necesariamente tiene alguna explicación y que no hay una sola forma de vivir la vida, o de hacer nuestras cosas. Solo nuestra rebeldía, nuestra fidelidad a nuestros principios y creencias, y la tenacidad y la constancia para vivirlos, nos permitirá librarnos de la máscara de miedo que nos ha sido otorgada para evitar el riesgo.
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