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En la historia de la humanidad, ninguna gran dictadura comenzó como tal. La mayoría de tales desavenencias generalmente comenzaba con el advenimiento de un caudillo mesiánico que “salvaba” o redimía al pueblo de algún peligro político considerado inminente. Por ejemplo, antes de que Benito Mussolini subiera al poder en 1922, en Italia se percibía el ascenso apremiante de la ideología marxista: después de lo ocurrido en Rusia la gente buscó protegerse de dicho peligro en la figura del Duce. Hitler tal vez nunca hubiera ascendido al poder si en la República de Weimar la inestabilidad social y política no hubiera difundido un escepticismo general frente a los principios democráticos. En China, antes del ascenso de Mao Tse-Tung, las guerras civiles habían sido una constante desde la década de 1920. Al no poder solucionar el conflicto de manera democrática se le entregó el poder al líder comunista. Podemos afirmar que, en términos generales, el miedo se manifiesta en la política cuando la sociedad se rebela a los cambios, y cuando le entrega el poder a personas o entidades que repriman dichos cambios para poder regresar al statu quo y mantenerlo en equilibrio.
En Colombia, la democracia se ha considerado fortalecida desde la Constitución de 1991. La diversidad (y hablamos de diversidad en todos los aspectos posibles) es uno de los fundamentos de dicha Constitución, y va de la mano con el derecho a la libre expresión. Ahí se cobija nuestra libertad de tener un pensamiento propio y de poder expresarlo sin temer ninguna consecuencia. De acuerdo a la teoría clásica sobre este derecho, los seres humanos nos distinguimos de las otras especies por nuestra capacidad de pensar, discernir y razonar. Suprimir dicha capacidad atenta entonces contra nuestra integridad y nuestra dignidad humana.
Por otro lado, el derecho a la libre expresión nos da el espacio de acceder a todo conocimiento posible. Como individuo tengo derecho a conocer todas las teorías existentes sobre todos los campos del conocimiento para poder formar mi punto de vista y opinión sobre todo aspecto. La supresión de la información solo reduce la discusión (propia de un gobierno democrático), bloqueando las nuevas ideas posibles a cambio de permanecer, posiblemente, en el error. Me explico: si le prohibimos a la gente que disienta terminamos enclaustrados en una verdad absoluta que puede ser la equivocada. Si Galileo Galilei no hubiera disentido con la Iglesia católica, nunca se hubiera descubierto que la Tierra giraba alrededor del Sol. Si el arte contemporáneo no se hubiera permitido jugar con las estructuras impuestas (a pesar de no registrar grandes ventas), las obras de Van Gogh aún se considerarían insignificantes. Hay siempre una verdad escondida detrás de aquello que nosotros consideramos que es nuestra verdad, pero si impedimos el derecho a la libre expresión dicha verdad nunca saldrá a la luz.
Últimamente, creo que el principio de la diversidad y el derecho a la libre expresión se han visto vulnerados en el contexto colombiano. El temor al ascenso del comunismo (que es además completamente falaz, ya que no se trata sino del miedo al cambio de las estructuras sociales) después de la pacificación del conflicto con las Farc ha demolido por completo muchos principios democráticos, dando cabida a distintos movimientos que pretenden mantener el equilibrio del statu quo. El asesinato de líderes sociales, la penalización de la dosis mínima y la cancelación del concierto de la banda Marduk porque su música era ofensiva para católicos y evangélicos han sido solo algunas de las manifestaciones del miedo, que en lugar de aquietarse, ha comenzado a erigir los bastiones de su rebelión contra el derecho a la libre expresión. Esto se reduce a un continuo abuso del poder.
En la obra del filósofo francés Michel Foucault, el abuso del poder, en primera instancia, se concreta a través de una observación continua. Detrás de nosotros vive la sombra del Estado, que de una manera o de otra siempre está pendiente de todos nuestros movimientos. La información que el Gobierno tiene sobre nosotros no solo se reducirá a los datos más básicos, sino que además puede llegar a indagar sobre nuestros gustos musicales, nuestras creencias religiosas, nuestras prácticas recreativas o nuestra filiación política. Foucault insiste en afirmar que dicha información puede ser utilizada para justificar nuestra exclusión: no estar en consonancia con la ideología del poder me convierte en un peligro. Si me gusta el black metal me convierto en un satánico a los ojos de la sociedad. Consumir drogas con fines recreativos me hace un drogadicto y simpatizar con la izquierda me hace un guerrillero en potencia. Cuando esta clase de miedo palpita en la sociedad, se imponen prácticas represivas y prohibicionistas, que rebelándose ante el peligro del cambio de la forma más violenta devuelven las cosas al statu quo elemental.
La práctica del prohibicionismo y la represión ha coartado nuestro desarrollo como seres humanos en los últimos tiempos. Y lo peor de todo es que la mayoría se siente protegida por dichas ignominias. Los de derecha sienten que de esta forma los de izquierda nunca tendrán una participación real en la política. Los católicos, evangélicos y otros creyentes están convencidos de que sus creencias religiosas nunca se verán vulneradas. Los padres viven tranquilos pensando que prohibir la droga impedirá que sus hijos tengan acceso a ella. Estos mecanismos de control son la dicha de muchas personas, pero para otras significan la ruina, la cárcel e incluso la muerte, solo por expresar libremente aquello en lo que piensan o creen. Karl Popper hablaba de que debemos ser intolerantes con la intolerancia, e impedir a todas costa que se impida el desarrollo al que tenemos derecho como individuos y como sociedad. La insurrección no espera, y así como el miedo se rebela con violencia, vale la pena tomar las alegóricas armas contra la vacua insistencia de la represión.
