La patria perdida

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Valentina Coccia
22 de febrero de 2019 - 05:00 a. m.
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“¡Ay, qué orgulloso me siento de haber nacido en mi pueblo! A mí cánteme un bambuco de esos que llegan al alma, cantos que ya me alegraban cuando apenas decía mama”, dice la trova de uno de nuestros bambucos más famosos. El cantor concluye diciendo: “Ay, qué orgulloso me siento de ser un buen colombiano”, como encontrando paz y reposo en el amor a la patria que, más que ser el nido de nuestra historia, debería ser el refugio de nuestra estirpe. ¿Qué significa amar la patria? ¿Formar parte de un país? ¿Extrañarlo cuando no estamos y amarlo cuando estamos ahí? ¿Cuál es la naturaleza de ese amor que nos une al suelo, a la tierra, al aire y a las aguas, que nos pone en consonancia con su naturaleza? En los versos del bambuco el amor a la patria se explica como un sentimiento innato, como un amor que conocemos desde niños sin que podamos explicarlo. La trova también nos muestra que ese amor se despierta con la evocación: recordar la patria es sentirla, amarla y acordarse de que uno la lleva en el alma.

Sin embargo, para mí ese amor va mucho más allá de los sentimientos inexplicables o de las evocaciones que encienden un fuego abrasador. El amor a la patria, a mi modo de ver, no es más que consonancia y empatía. Por un lado, es inevitable sentirse unido a Colombia cuando vemos sus paisajes por las carreteras, cuando escuchamos su música, cuando respiramos su aire en la cima de las serranías o en la costa Atlántica. Es como si estuviéramos en consonancia con la tierra, como si hubiera algo de nosotros en ella y de ella en nosotros.

Creo que todos los colombianos podemos sentirnos identificados con este sentimiento, pero creo que la mayoría falla en sentir y en poner en práctica el otro término: la empatía. Amar la patria no solo es amar su suelo. Amar la patria es amar su gente. Colombia, desde el inicio de sus tiempos, es un país dividido: etnias, posturas políticas, clases sociales  y divergencias regionales y territoriales no nos han permitido ser un único país, y nos han sumergido por años en un infierno de guerras y violencia.

A pesar de la coyuntura histórica que está viviendo Colombia en este momento, el eco de esta separación y de esta enemistad entre nosotros todavía se siente. Marchas estudiantiles que no son escuchadas, ataques terroristas imprevisibles, una alerta ambiental caótica que revela nuestro descuido, un arresto absurdo por comerse una empanada en la calle, un desmantelamiento progresivo de la JEP y una marcha atrás en los acuerdos de paz. ¿Por qué no somos capaces de construir un país en el que el amor a la patria también se exprese en la unión y en la consonancia con nuestra gente? La diversidad no es un impedimento para sentirnos todos en la misma página, pero desafortunadamente así ha sido hasta ahora, y aun en lo que se supone deberían ser tiempos de paz nuestra empatía todavía está en ascuas.

Hoy en día ser colombiano se ha vuelto sentirse orgulloso de ser un sobreviviente: sobrevivir a los abusos del Gobierno, a la violencia de los otros, a la opresión de la pobreza y, además, agradecer por ello. Sentirnos orgullosos de algo que nos hace sufrir se ha vuelto la regla y agradecer por lo poco que se tiene, la costumbre más común. Lo peor de todo es que cuando escuchamos los retoques de un bambuco u observamos la belleza del Cabo de la Vela recordamos y evocamos con nostalgia, como diciendo “qué bella es Colombia, lástima por todo lo demás”. Ojalá pronto desempañemos nuestro amor por la tierra de esta melancolía y podamos, por fin, recuperar la patria perdida.

@valentinacocci4, valentinacoccia.elespectador@gmail.com

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