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La paz y las generaciones perdidas

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Valentina Coccia
17 de marzo de 2016 - 11:16 p. m.
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Hace un tiempo me contaron una historia. No puedo decir quién me la contó, o sobre quién habla el relato.

En realidad, más allá de guardar confidencias, la historia que quiero contarles existe por sobre cualquier nombre o identidad. Podría ser la historia de cualquier niño colombiano, habitante de un barrio de invasión o de una zona de alta vulnerabilidad social. Este niño, llamado Juan, Pedro, Camilo o Sebastián, tenía una hermana que todos los días tomaba el transporte para ir a trabajar a la ciudad. La hermana, muy seguramente bonita y agraciada, siempre regresaba a la casa sin un peso en el bolsillo: a dos o tres cuadras de donde vivía, la atracaban todos los días a mano armada, robándole todas sus pertenencias y la plata que llevaba en su cartera. Un día, su hermanito, encaramado en el techo de la casa, pudo ver todo lo que le hacían: no solo le robaron el dinero de la quincena sino que, además, intentaron abusar de ella. La rabia y el resentimiento crecieron en el niño, que no dejaba de pensar ni de día ni de noche en lo que había visto y oído. De pura casualidad, una mañana cualquiera, el niño se encontró frente a frente con el hombre que había intentado abusar de su hermana. Sin pensarlo ni siquiera, agarró un ladrillo del piso y se lo tiró en la cara al atracador. El hombre terminó en el hospital, gravemente herido, y hoy en día el niño no puede salir de su casa, porque sabe que la muerte puede sorprenderlo en cualquier esquina de ese barrio sin nombre.

Esta historia me hace pensar en lo que dijo esta semana el expresidente Ernesto Samper, actual secretario de Unasur: reconstruir el tejido social y económico después de los acuerdos de paz va a tomar como mínimo dos o tres generaciones. La aseveración me parece correcta, porque más que crear una cultura de la paz a través del proceso educativo y de otras herramientas, las nuevas políticas tienen que esforzarse por desterrar el sufrimiento humano que ha generado el conflicto en todas sus formas: desde la guerra de guerrillas hasta la guerra de pandillas. Sin duda alguna, la paz es lo más anhelado para los colombianos, pero después del conflicto, se deben sanar los duelos. Esto me hace pensar en el soldado raso, que durante toda la guerra no hace sino pensar en regresar a casa. Cuando vuelve al hogar, ya nada es lo mismo: todo está manchado con el vacío que le han generado sus experiencias en el campo de batalla.

Para niños como Juan, Pedro, Camilo o Sebastián, que han vivido en vivo y en directo experiencias de violencia, no va a ser fácil olvidar; salir a la calle como si nunca nada hubiera pasado. Todos los días se van a enfrentar a la cara de sus madres, abuelas, tías o hermanas abusadas. Al recuerdo de padres, amigos o vecinos asesinados. Al miedo de la muerte, que si bien promete no volver a amenazar después de la firma de los acuerdos de La Habana, va a aparecer como una alucinación en cada esquina, acechando y lista para atacar. Definitivamente, después de la firma de los acuerdos de paz, vamos a enfrentarnos a la mirada de unas cuantas generaciones perdidas, que anhelan la paz, pero a las que les quedará difícil perdonar.

@valentinacocci4

valentinacoccia.elespectador@gmail.com

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