En la cotidianidad de nuestras ciudades, la figura del niño se ha convertido en un elemento característico del paisaje urbano.
A diario vemos a padres desplazados, que se pasean con sus hijos por la ciudad pidiendo ayuda para que sus niños no mueran de hambre. También es común encontrar una mano tendida en los semáforos o en los Transmilenios, donde los niños se suben a vender productos, o suplican a los pasantes para que les permitan limpiar los vidrios de su auto.
Lo más triste de este desolado panorama es la indiferencia de los que vamos en el carro, de los que cómodamente vamos sentados en la silla del Transmilenio, o de los que tomamos plácidamente nuestro café en las terrazas del Juan Valdez, sin hacer dignas ni siquiera de una mirada compasiva a esas pequeñas manos que piden nuestra ayuda. Nos acostumbramos a ver a los niños en estas condiciones, como también nos acostumbramos a ver un semáforo, un poste de la luz o una bolsa de basura desparramada en la calle.
Estas circunstancias hablan sobre nuestra profunda ignorancia acerca de las necesidades de la infancia, pero más que nada, hablan sobre nuestra absoluta falta de compasión hacia los niños, verdaderas víctimas de nuestras circunstancias sociales, políticas y económicas. A mi modo de ver, la mejor forma de educarnos a la compasión es la lectura, y para estas circunstancias, no puedo recomendar una mejor que la de la obra completa de Charles Dickens. De hecho, la imagen del niño como un ser inocente, lleno de imaginación y de profunda curiosidad es casi un invento de la literatura victoriana, que surgió en pleno auge de Gran Bretaña como potencia industrial y económica. En la era victoriana, así como aumentaron las perspectivas monetarias y las ciudades crecieron de manera exponencial y aberrante, también aumentó la pobreza, las condiciones insalubres de vida, y por supuesto, el trabajo y la mortalidad infantil. A diario los niños trabajaban en las fraguas, sin abandonar el constante rumor de las fábricas, o el ardor de los hornos de la industria. Las familias trabajaban unidas alrededor del calor del fuego de la fábrica, o encerradas en el entorno congelado de las minas. La escuela no era más que un privilegio concedido a pocos, y además, la educación tampoco buscaba incentivar el conocimiento, sino que, dentro de la doctrina puritana, buscaba inculcar la disciplina, la frugalidad y la vida austera.
En la literatura de Dickens, el niño es la primera víctima de las instituciones, de la familia y del sistema educativo. La infancia es el receptáculo de todos los males de la sociedad, conformándose así como la primera metáfora de la crítica política y social del autor, pero también como la viva imagen de la resistencia a una sociedad materialista y utilitaria.
En los maravillosos libros de Dickens, los niños como Pip de “Grandes Esperanzas”, o David Copperfield del libro que lleva su nombre, son criados por figuras parentales incompetentes, que suelen recibirlos después de haber pasado por el drama de la orfandad. Los infantes del mundo dickensiano usualmente encuentran consuelo en figuras parentales relacionadas con las clases modestas; pues para el autor, las condiciones de vida de estos estratos propiciaba que la solidaridad hacia los más necesitados fuera un valor inquebrantable. Así mismo, en la obra de Dickens, el resentimiento familiar hacia los niños está dictaminado por los principios religiosos, que se alinean con el fanatismo y la envidia sexual. Usualmente, el castigo y la disciplina son impartidos a niños que son fruto de uniones amorosas y espontáneas, ligadas directamente a una sexualidad libre, pero siempre intramatrimonial.
En términos educativos, Dickens presenta una crítica acérrima y evidente a las instituciones decimonónicas, que como mencionamos anteriormente, moldeaban el futuro de los niños a través de una educación que promovía la disciplina antes que el conocimiento. La educación victoriana se basaba en los principios puritanos de la doctrina del predicador y filósofo anglicano John Wesley, que hablaba de la infancia en términos de una etapa de profunda depravación. Tanto David Copperfield como Pip (solo para nombrar algunos de los personajes más aclamados de sus obras), son tachados de “irremediablemente viciosos” o incluso de “víboras” por el gremio de los adultos, que en el gran universo de la literatura de Dickens, se pinta como un mundo de irremediable ignorancia.
A pesar del mundo hostil en el que Charles Dickens ubica a sus queridos niños, el autor casi siempre los dota de un golpe se suerte o de una pureza de corazón que permanece intacta a lo largo de sus vidas, salvándolos de la ignorancia e incluso permitiéndoles llegar a una posición cómoda a nivel económico y social ofreciendo así una alternativa de resistencia al sistema corrupto. Sin embargo, los bellos finales de las obras Dickensianas, si bien dicientes a nivel literario, son bastante fantasiosos como para esperar que ocurran milagrosamente en nuestra sociedad; pero debemos tener en cuenta que la literatura, como ningún otro invento, nos ayuda a ponernos en los zapatos de los otros. Tal vez los libros de Dickens puedan despertar nuestra compasión, para que desde nuestro entorno podamos contribuir a la protección de los intereses de la infancia.