Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.

Pequeña política

Valentina Coccia

29 de junio de 2018 - 02:00 a. m.

Andrés Salgar se levanta todos los días a las 5 de la mañana. Detesta cuando suena la alarma del reloj. Da miles de vueltas antes de poderse levantar, pero finalmente, piensa en lo que le espera en la terraza de su casa y por fin logra quitarse las cobijas de encima. Se despereza como un oso en letargo,  sus ojos semicerrados, no ven aún el mundo con absoluta clarividencia. Va a la cocina y se sirve un café que había dejado listo desde el día anterior.  Frotándose los ojos abre la puerta de la terraza, y el frío apabullante y vigoroso de las 5 de la mañana le congela los poros de la piel. Cerca de la ventana Andrés tiene colgada una chaqueta de gamuza, ajada en la superficie, que se descuelga del clavo como si fuera un animal muerto. Esta imagen le trastabilla la mente, le perturba el pecho, pero aún así se la pone. Se pone unos enormes guantes de jardinería, unos guantes que huelen a tierra fresca, impregnados del perfume de las flores.  Sus manos forradas abren con fuerza un grifo humedecido, y el agua citadina brota como si fuera un enorme manantial, una fuente de agua pura destinada a nutrir todos los cultivos que Andrés tiene en su terraza. Los tomates ya se ven mejor en esta época del año, las remolachas aún no florecen, pero Andrés, con su diligente mano, toma la tierra, y entre sus palmas, la abraza como si fuera su propia hija (esa niña perfumada que tanto adora; esa que ahora respira acunándose en su habitación). Esa pequeña huerta urbana florece cada mañana, y alimenta a la familia de Andrés durante casi todo el año. Muy rara vez Martha, su esposa, tiene que ir al supermercado por víveres. Cada sábado en la mañana Andrés va hasta Ciudad Bolívar, y le enseña a las personas cómo armar su propia huerta para que la comida nunca falte en sus casas.

PUBLICIDAD

Catalina Ballesteros toma el Transmilenio a medio día. Apiñada entre la gente que sale de trabajar del medio tiempo, piensa en el desorden que dejó en casa, y en como su esposo se enojaría nuevamente al darse cuenta que había salido sin tender la cama. Tratando de agarrarse de la baranda mientras el chofer da tremendo frenazo, también piensa en lo mucho que tiene que hacer hoy y en el poco tiempo que tiene para llegar y planearlo todo. Al bajar del transmilenio y atravesar el puente a Catalina le queda poco tiempo. Abre la puerta de su escuela a trancazos, enciende la luz y se va directamente al escritorio. Hace llamadas a los becarios de los niños y organiza sus archivos. Hace un afiche publicitario de los próximos eventos de la escuela  y luego, con extremada paciencia se dirige al enorme salón. Enciende la luz, y se para en el medio del espacio. Se mira en el espejo, y por un momento tontea con su propia figura.  Haciendo tendu adelante en posición croissée, levanta sus brazos en tercera posición y se mira con altivez. Mientras Catalina devanea con sus recuerdos en los grandes escenarios, el timbre empieza a sonar y hace que se evapore su fantasía. Su corazón se llena de calor, porque ya llegaron los niños: William viene desde su colegio en Soacha, Luisa siempre llega tarde desde Patio Bonito,  Carlos vive en el barrio Santa Fe,  y Daniel viene con creces desde Cazuca. Mientras los chicos se cambian Catalina prende la música, y recuerda con gratitud tantos años de enseñanza, a sus mejores alumnos, que viniendo de los suburbios más recónditos de la ciudad lograron tocar las tablas de los mayores concursos internacionales de ballet, lograron bailar sobre los pisos más  codiciados y lograron entrar a prestigiosas escuelas internacionales. Catalina nunca se hizo millonaria con su escuela, pero sí logró coronar el sueño de muchos que nunca hubieran pensado en tener una oportunidad.

Read more!
Read more!

Antonio es un niño de ocho años. Todos los domingos su madre trabaja en un asilo de ancianos, en uno de esos asilos de gente rica. Durante la semana las empleadas del aseo limpian los apartamentos de los huéspedes, pero los domingos descansan, y por eso llaman a su mamá.  El ancianato es enorme. Tiene un comedor gigante y mesas de billar. Muchos de los abuelos reciben visitas los domingos, otros no. Muchos están muy felices de estar ahí, otros no. Algunos son muy alegres, otros solo quieren pasar del otro lado. A Antonio le gusta mucho hablar con ellos. Uno de los huéspedes se llama Vittorio, y tiene tantos, tantos años que cuenta haber peleado en la Segunda Guerra Mundial. Habla todo el tiempo de una señora que se llama Sofía Loren, una que salía en las películas de después de la guerra. Vittorio le muestra el afiche, pero a Antonio no le parece que sea una mujer tan guapa. Por otro lado está Samuel. Samuel es judío, y no es tan viejo ni tan alegre como Vittorio. Dice que está ahí porque sus hijos son unos tacaños que no quisieron costearle el Beit Avot, que este asilo es una real porquería y que su hija es una tonta pretenciosa que no quiere tener a su padre en casa, como Dios manda. Aunque Samuel es algo cascarrabias, a Antonio le divierte escucharlo. Finalmente (y entre muchas otras) está Julia, una dama muy ancianita que se la pasa tejiendo todo el día en su silla de ruedas. Su única hija murió hace muchos años, pero Julia sigue conservando su dulce sonrisa. Al final del día Antonio se va de la mano de su madre, y contento, piensa en todas las historias que oyó que va a poder compartir con su hermano grande cuando llegue a casa.

Todas estos personajes encarnan a gente que de verdad conozco. En tiempos de elecciones muchos lectores me preguntaban por qué no daba mi opinión sobre las elecciones presidenciales, porque no hacía política al menos una vez. Con estas historias pretendo mostrarle al público que hacer política no es despotricar sobre uno o sobre otro candidato, no es tratar de que la gente elija a uno o a otro, haciéndoles pensar que candidato X o candidato Y hará de su vida algo mejor. Quiero mostrarle a mis lectores que el hecho de que sus vidas o las de los demás cambien depende exclusivamente de ellos mismos, y que todos, de alguna manera, podemos hacer de este país un mejor país. ¿Qué capacidades tiene cada uno de ustedes, queridos lectores? ¿Qué pueden ustedes aportarle a la sociedad? ¿Cómo pueden hacer de la vida de otros una mejor experiencia? Creo que cada ciudadano de este país debería preguntarse las mismas cosas, y sobretodo encontrar una respuesta y ponerla en práctica. De esta forma, todos unidos haremos pequeña política, y así, algún día, veremos el amanecer en una Colombia más humana, en una Colombia que por fin sea para todos. 

Conoce más

Temas recomendados:

Ver todas las noticias
Read more!
Read more!
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta  política.