Amor es un algo sin nombre

Vanessa Rosales A.
02 de mayo de 2022 - 05:00 a. m.

Parece no haber mayor hechizo en la experiencia femenina que el mandato del amor. Un embrujo de siglos. Un destino trazado. Las más diversas mujeres, en las más distintas geografías, se suscriben a un pacto inconsciente que se enquista en ellas desde niñas. La escritora Kate Bolick le llama una contingencia dual: con quién y cuándo se casará. Estas dos preguntas, dice, definen la existencia de una mujer, independiente de dónde nace, se cría y la religión que practica o no. Casarse, en nuestro entendimiento, significa amar. Para siempre. La promesa precaria, para toda la vida. Sorprende la manera en que este mandato atraviesa tácitamente lo que se espera de la vida. Algún día, de algún modo, se nos dice, aquello, vendrá, sucederá.

Pero, ¿por qué la asociación entre casamiento y amor? La perspectiva histórica demuestra que lo uno y lo otro no siempre fueron parte de la misma ecuación. Al contrario, revela, por ejemplo, el trabajo de la historiadora Stephanie Coontz. El matrimonio, una sólida institución que juntaba castas y engendraba posibilidades sociales y económicas (muchas veces también políticas), requirió largamente del cálculo cuidadoso, modos para lograr un contrato pensado con rigor. ¿A quién, —se pensó durante largos tiempos—, se le ocurriría incluir en algo tan solemne, la locura del amor? La historia tiene un modo magnífico de revelarnos cómo tanto de lo que hacemos, creemos y vivimos, tiene su cuota de invención. Las épocas inventan sus maneras de vivir. Lo que era cierto en una época no lo es en otra. Así de complejo y, al tiempo, así de simple. Lo que Coontz demuestra es que, efectivamente, la inclusión del amor en el casamiento es un artificio novedoso. No siempre fue así. El amor podía suceder, sucedía, con su almíbar, su tormento y su frenesí, pero no necesariamente en el esquema del pacto y el contrato que unía parejas y permitía acrecentar la descendencia a través de hijos.

Largos fueron los tiempos en que las mujeres recibieron un tipo preciso de información. Había para ellas dos únicos destinos posibles. Casamiento y procreación. No es difícil comprender, entonces, por qué el amor pudo haberse convertido en algo tan colosal en la vida y las expectativas femeninas. Las mujeres tampoco tenían derecho a cultivar intelectualidades u oficios, así que la promesa de un romance furtivo se volvió, tal vez, un mecanismo de compensación. A falta de otras formas de satisfacerse en la vida, el destino amoroso se presentó como la máxima promesa de realización.

No puedo entrar a discutir aquí las muchas maneras en que se usó el amor también para sostener posturas de misoginia. Es decir, como una manera de persuadir a las mujeres de que su lugar era sólo uno, y de que la libertad de ser no era posible. En La tercera mujer, por ejemplo, el filósofo Giles Lipovetsky explica que el mismo hecho de que las mujeres puedan ser madres, el poder de tener vida dentro de sí mismas incentivó a que se construyeran nociones que dictaran que éstas no se poseían del todo a sí mismas; que, condenadas a un estado intrínseco de enajenación, era lógico que estuvieran “hechas” para el amor. ¿A qué se debe la histórica sobreimplicación de las mujeres en el asunto del amor?

Cuando un sujeto tiene como único destino dos rutas posibles, es probable que un tema pueda acaparar amplias parcelas de su vida. Vivian Gornick escribe: “La sujeción de las mujeres, desde mi punto de vista, reside más profundamente en la arraigada convicción —compartida tanto por hombres como mujeres— de que para las mujeres el matrimonio es la experiencia decisiva. Es esta creencia la que, primordialmente, reduce y finalmente destruye en las mujeres el flujo de energía psíquica que es alimentada en los varones desde su nacimiento, a través del ansioso conocimiento que les es dado, de que se está solo en el mundo; que uno nunca está cuidado, que la vida es una batalla desnuda entre el miedo y el deseo, y que el miedo se mantiene en suspensión sólo a través del surgimiento recurrente del deseo, que es renovado sólo cuando se refuerza la capacidad de experimentarse a uno mismo: independientemente”.

Gornick dice también que la mujer que sabe en lo profundo que se casará y “será cuidada o protegida”, la que cree que este es el tema central de su vida, es alguien que de alguna manera vital está concediendo la experiencia de sí misma a su marido. (Por supuesto que esto amerita muchísimas problematizaciones contextuales, en términos sociales y económicos, en geografías distintas). Sin embargo, habla de un condicionamiento ubicuo y feroz.

Las ideas del amor, en la experiencia de las mujeres, en las formas femeninas, conectan con temas tan distintos como la dependencia, económica y también psíquica; con la sexualidad – largamente castigada, en constante busca de definirse a sí misma; con el casamiento, con la maternidad, con la soledad, con la autonomía, con la soltería. En muchos sentidos, el amor es un terreno de disputa formidable para observar desfases y transformaciones, revoluciones y vestigios de estructuras antiquísimas.

El amor, en sus corrientes más espinosas y obscuras, puede también una experiencia de enajenación. De aprender, tempranamente, que seremos elegidas, que el amor llega —en el caso de las mujeres heterosexuales —a través de la mirada masculina, puesta fuera de nosotras mismas. A algunas mujeres tal vez las quiebra el amor porque algunas somos enviciadas, desde pequeñas, a la percepción ajena. A mirarnos a través de ojos que están por fuera de nosotras mismas.

En el emblemático El segundo sexo, Simone de Beauvoir escribía sobre la figura de “la enamorada” como una mujer que, enseñada a concebirse como un sujeto secundario, otro, intrascendente, aprende a ubicar un sentido de realización a través del amor masculino. La tragedia de esa figura está en que, al buscar su sentido de trascendencia por fuera de sí, lo que crea es una voracidad que no logra saciarse a sí misma, un vacío permanente que le devuelve recurrentemente a esa desoladora posición. Lejano como pueda parecer el texto de De Beauvoir, sorprende lo que de sus reflexiones puede resonar o persistir. El amor, en ese sentido, es un aprendizaje, que marca que estaremos realizadas si el amor deviene de afuera, de la voluntad viril. No en vano, la escritora explica que, para múltiples varones, los poetas atribulados, los filósofos más sensibles, el amor no se transforma en la vida misma sino en un componente más en un proyecto mucho más amplio de vida. (No puedo detenerme aquí en la diferencia marcadísima que existe cuando un hombre es el enamorado furtivo y cuando es una mujer intelectual la que cede a las fiebres del amor).

Es esa, justamente, una de las características más espinosas en lo que puede ser el amor en la experiencia femenina. Ya sea como vehículo para disciplinar la libertad sexual o como mecanismo de compensación por no poder llevar vidas con actividades u oficios, que el amor lo acapare todo, que sea la búsqueda más significativa. Hoy, pensadoras contemporáneas y jóvenes, (como la mexicana Aura García Junco y la argentina Tamara Tenenbaum) desglosan, deconstruyen, problematizan, incomodan el concepto del amor romántico en sus lúcidos y estimulantes libros.

En cierto sentido, el amor es también una pregunta con perspectiva feminista. Una mujer que busca y forja una vida libre, una mujer que transita un vivir en términos propios, ¿cómo debe amar? Qué es amar. Cómo amar a los hombres que no se cuestionan a sí mismos. Cómo amar a los hombres que mantienen la creencia viva de que nada en ellos debe someterse a revisión. Cómo amar a los hombres que tienen tan arraigada la noción de que no se tiene en cuenta, ni se valida, ni se legitima la experiencia femenina. Cómo amar a hombres que no tienen solidaridad política con sus pares femeninos.

Qué es amar de manera libre. Cómo se ama hoy, si se es heterosexual, si se es proclive a la monogamia, si se sostienen algunas ideas asociadas a los más sensibles “romanticismos”. Es también Vivian Gornick la que habla, en la vida feminista, sobre las brechas entre la práctica y la teoría. Nos enseña con eso que, el fogonazo feminista - como le llama al entendimiento revolucionario que enciende el entendimiento político – prende un saber que no necesariamente se asimila de manera inmediata. Entre el chispazo de lo que “se sabe” y el campo, concreto, carnal y terrenal, de lo que se vive, se abre una especie de tierra de nadie; una geografía que se transita toda la vida. Integrar lo que sabe es un péndulo que no termina.

Yo escribo estas líneas desde mi propia tierra baldía. Improbable como ha sido que devele en mis enunciaciones públicas un destello de mi vida íntima, escribo estas líneas como un simulacro de integración. He venido a comprender, a estas alturas de mi biografía que, entre la figura pública de la mujer incómoda, -que ha querido toda su vida vivir en términos propios, como los hombres, de manera enteramente libre-, y la mujer prosaica, mundana, la que respira y se va a morir, la que teclea esto con manos vivas, se ha trazado, para ojos ajenos, en perspectivas externas, una enorme dicotomía. Me he pasado la vida subvirtiendo, queriendo desafiar “cómo debe lucir” una mujer que añora la intelectualidad pública, el oficio de pensar y escribir. Me he pasado los años forjando una orilla donde defiendo con fervor la libertad femenina. Voy comprendiendo las consecuencias posibles de esto. Las lecturas, desacertadas, simplistas o estereotipadas, que eso puede generar. Y lo que esa dicotomía puede significar para mí misma. Tratando de mantener los estándares de la pensadora, he podido silenciar o anular, incautamente, aspectos de mis capas contrarias.

También he construido un lugar de enunciación que reside en la idea de que seguimos luchando para que sea “normal” o más ampliamente aceptable la complejidad femenina. Esta es una de las mías: ser portentosamente progresista en las ideas políticas; canalizar la pluma y el pensamiento crítico a la libertad de las mujeres; y ser, de manera simultánea, inesperadamente, insospechadamente, tradicional en el amor. Puedo ver allí cómo caen las sombras de los arquetipos chatos que tanto critico. Se espera que una mujer incómoda, que ha defendido la soledad trabajadora como un lugar también político, tenga prácticas o un temperamento amoroso que sea “compatible” con toda esa libertad discursiva.

Pocas cosas me parecen más emocionantes y bellas en la vida que lo no-binario, lo queer. Tengo amistades con lugares importantes en mi corazón que exploran los modelos del poliamor. Algunas de las personas que más amo tienen experiencias de género y de amor también disidentes. Yo, sin embargo, habito la heterosexualidad y tiendo a ser capaz de amar o querer a un solo hombre a la vez. Me descubro entonces hondamente elemental y básica en los asuntos del amor. Algo que va “en contravía” de la mujer incómoda y libre. Allí está la cuestión. Esa es una de las complejidades y paradojas más humanas que me caracterizan. Esta columna se titula así por un verso de un bolero de Daniel Santos. Porque allí, entre otras cosas, se encuentra, por ejemplo, mi propio lenguaje y romanticismo.

Qué es el amor. ¿Un frenesí? ¿Una práctica? ¿Una decisión? ¿Una forma de amistad con erotismo? ¿Tiene forma? Mantenerlo a largo aliento, ¿es una ficción? ¿Cuánto dura el amor? Si no resulta en un panorama y esquema doméstico – compartiendo espacios, cuentas, asumiendo decisiones terrenales - ¿no es amor? No lo sé. Transito la pregunta, sabiendo que los moldes de antes no me sirven, sabiendo que algo en mí, como en muchas de ustedes, permanece siendo clásico. En la incertidumbre también está el potencial de construido como femenino. No poseo respuestas. Al menos hoy puedo ver con claridad la dicotomía que vivo, puedo empezar a reconocer la ruta de su integración. Ser incómoda, libre, y de modo simultáneo, ser, en el amor, aquello que puede ser visto como clásico o tradicional. Esa compleja dimensión. Lo único que tal vez sí sé es algo que no nos enseñan suficiente y en cuya premisa reside lo verdaderamente esencial: el amor más vital en la vida de una mujer es ella misma. Esa es la dicotomía que sí hay que acortar, ese terreno entre el afuera y el fuero íntimo. Esa es la integración real.

 

Juan(82042)03 de mayo de 2022 - 05:06 a. m.
Santa Librada, Santa Librada, q la salida sea tan dulce como la entrada. Abrazos pero menos referencias ajuuua
Juan(82042)03 de mayo de 2022 - 04:53 a. m.
Buena columna, pero no te vuelvas, como a don Espinoza valderrama. Q viejito tan impotable. Muuuaaa
David(26932)03 de mayo de 2022 - 01:50 a. m.
Dura y enfrentadora la instrospección. Siempre es bueno leerla, columnista.
  • David(26932)03 de mayo de 2022 - 01:51 a. m.
    Eso somos los seres humanos: complejidades, contradicciones, deseos que se pelean con la realidad...
Eduardo Sáenz Rovner(7668)02 de mayo de 2022 - 04:37 p. m.
Vanessita, estás como la tía Lola, te lo meten chillas, te lo sacan lloras.
  • Vanessa(6xvtq)02 de mayo de 2022 - 06:33 p. m.
    Tú no debes ni saber dónde va, poca cosa. Sólo un amante pobre, mediocre, escaso hace un comentario como este. Mal polvo. Poco hombre.
PEDRO(90741)02 de mayo de 2022 - 04:14 p. m.
Cuenta regresiva: faltan 97 días para que termine este mafioso gobierno. Escoja críticamente al mejor candidato, que tenga una comprobada experiencia y honestidad en el trabajo público y privado.
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