Amores incómodos

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Vanessa Rosales A.
12 de septiembre de 2022 - 05:00 a. m.
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“Amor es el pan de la vida, amor es la copa divina, amor es un algo sin nombre”, reza el bolero “Obsesión”. La salsa es un acervo amplio de sabrosas sabidurías que, con su habilidad para hacer simultánea la melancolía y la alegría, ilumina mi vida. En “Dolor y amor”, en voz de Ismael Miranda, toda la constelación sonora, gloriosamente encendida, salpicada por la percusión y animada por una voz felizmente estridente, dice: “Dolor, qué significa el dolor. Dolor es cuando uno está penado o le duele el corazón. Amor, qué significa el amor. Amor es un hondo pensamiento de querer, aunque no te quieran”. Y luego, “y yo, yo sí sé el significado, no es porque lo haya estudiado, del amor y del dolor. Si el corazón te palpita, despacio es el dolor, si palpita agitado, es el amor traicionero”. Y luego, la cadencia de improvisación de Miranda que estalla así: “Amor es una cosa divina que proporciona el corazón, tú ves. Dolor, dolor, dolor qué pena, y ahora yo siento dolor”. Y habla: “Amor y dolor son cosas diferentes”, remata en un fragmento. ¿Lo son?

Amor, espejismo, frenesí. Lacan escribió: “Mas es el nombre propio de esa grieta de donde en el Otro parte la demanda de amor”. En “La enamorada”, de Simone de Beauvoir, amar, en la mujer, es un acto de extravío. No compone, como en la experiencia viril, una capa más del vivir sino el cráter de la existencia misma. Es señal de un aprendizaje: que lo femenino es intrascendente, secundario, y que un sujeto que se aprende a percibir así desarrolla una especie de voracidad por el reconocimiento, la validación. Esa trascendencia llegaría, en esa lógica, desde la mirada viril.

El amor fue ofrecido como un artefacto de realización en tiempos en que a las mujeres no se les permitía la formación de una identidad compleja. El Amor, con a mayúscula, el santo grial, la promesa ulterior. Qué fácil perderse en los vapores del amor cuando el único destino viable implicaba sellar un pacto con un varón y hacerse de vidas en el vientre. Esa búsqueda, clara, furtiva, era compatible con tiempos en que había poco para elegir. De Beauvoir escribía en la década del cuarenta. Ha pasado el tiempo, sus sismos. Se han multiplicado las formas de liberación. ¿Cómo aman ciertas mujeres que buscan vidas de autoposesión?

En la novela “Nosotras que nos queremos tanto”, Marcela Serrano escribe sobre la experiencia de ser habitada por la vida; la experiencia de la otredad que implica la maternidad en la subjetividad femenina: “Desde lo imaginario, el juego entre el vacío y el lleno acompaña la vida de las mujeres. Tú no has resuelto ese juego. (¿alguna lo ha hecho?). Tampoco has caído en las tentaciones de lo conocido. Te preguntas seguido: ¿esto es lo que tengo que ser?, y el cuerpo se te aparece como forma de dar respuesta. El lleno: el embarazo. Como si a partir de la maternidad la mujer se asumiera milagrosamente como tal. Funciona un tiempo, suprime la angustia. La mujer está llena, hasta estallar. Duerme su embarazo. El nacimiento del hijo la despierta, a veces brutalmente. El hijo ya está en el mundo, no lo tiene más y esto amenaza su equilibrio. Quedan los agujeros del cuerpo y allí se sitúa la depresión. De nuevo está sola con su vacío. Y vuelve abrirse la pregunta: ¿qué es ser mujer? Solo mediante el vacío se es mujer para así poder imaginariamente llenarse, en la búsqueda eterna de la respuesta”. El amor de madre. El amor que, se enseña, deben exudar las mujeres, no sólo paciente, ni contemplativo, sino una forma de abdicación. La entrega, la renuncia, la enajenación.

La palabra mujer se ha colapsado largamente con la palabra madre. Históricamente, como dice de algún modo Elena Ferrante, no se percibe a la mujer como una persona sino como una función. En los aprendizajes del amor está también ese mandato tácito de cómo, se supone, “debe” ser la madre. Abnegada y serena, dispuesta y, ante todo, resistente. Dulce y sacrificada aniquilación. Está modelada tras la imposible madre virgen que erigió el cristianismo como único gran modelo a seguir. Un arquetipo imposible. Una ruta de enajenación.

En la misma novela, Serrano escribe: “Por movilizar afectos ajenos, olvidó movilizar el propio. Eso se lo repite diez veces a sí misma a ver si se convence. Por generar sentimientos en los demás, olvidó generarlos en sí misma. Por estar atenta al sentir del otro, no se sintió ella. Algo le taladra el corazón al comprender que, por mirar a través de otros, no vio. Por encender a los demás, se apagó. Y ahora no sabe qué hacer con tanta desolación. Como si el desgarro no tuviera fin. Ahí, cada día. Ese dolor callado. Ese que no es espectacular, pero que siempre está. Y, al no ser extremo, no se excusa a sí mismo. Ese silencioso, humilde, ese dolor anónimo. El que humedece, pero no empapa. El que envenena y no mata. Ese dolor, ese de los duelos que llevo. Ese dolor”.

El amor como enajenación. En una línea que encuentro afín, Annie Erneaux escribió: “Todo lo que haces es para el Amo que has elegido en secreto. Pero, sin darte cuenta, al trabajar para acrecentar en tu valor, te alejas inexplorablemente de él”. Memoria de chica es un texto tan desconcertante como deslumbrante que traza al sujeto femenino que aprende que el deseo está muchas veces, en el afuera, en ser deseada. Ese aturdimiento de desear y no saber cómo hacerlo sin situarse en la órbita encarceladora de la deseabilidad de la mirada masculina.

Actualmente hay mujeres desde distintas orillas de enunciación incomodando el asunto del amor. La pensadora franco-israelí Eva Illouz desde la sociología ensayística. La británica Anna Machin desde la curtida antropología y la psicología evolutiva. La mexicana Aura García-Junco; la argentina Tamara Tenenbaum —ambas con apuestas híbridas, ensayos personales pincelados de filosofía y literatura clásica—. La pluma que consigna estas líneas. Y en las esferas íntimas; en las conversaciones mediáticas y visibles tanto como en el susurro de los chats entre amigas y amigos; en las mesas de los restaurantes y los encuentros en casas. El tema está allí, como inquietud, como índice, como signo, como una pista de los desniveles, los intersticios, las tierras baldías que han abierto las revoluciones de la liberación femenina y los efectos que éstas han tenido en unas masculinidades que no necesariamente están nombrando las transformaciones que se han precipitado sobre órdenes que solían ser mucho más rígidos.

“De hecho, en la esfera amor, los hombres y las mujeres siguen poniendo en acto las divisiones profundas que caracterizan sus respectivas identidades”, escribe Illouz justamente.

El amor es un vestigio de la inestabilidad, incómoda, dolorosa, bendita, que dejan los sismos para lo masculino, lo femenino y los modos en que se han fabricado. Es Marcela Serrano la que escribe también: “Parece que los hombres viven las relaciones y son las mujeres las que las piensan”. ¿Se hacen más preguntas ciertas mujeres sobre el asunto del amor, porque en sus subsuelos palpita la herencia de ese gran mandato como modo último de realización? Yo quiero aventurar unas pinceladas brumosas, atravesadas por chispazos de claridad y, sobre todo, colmadas por el estado quemante de la pregunta.

Qué raro es querer a otro. “Amor, festín de espectros”, escribió Octavio Paz. El amor es también eso, un encuentro con la otredad. Ese asunto. ¿Cómo aprendemos a mirar lo otro? En ciertos aprendizajes de lo femenino, como decía, se enseña que la trascendencia llegará a través del reconocimiento ajeno. De la percepción foránea, allende a las propias fronteras. En desposeerse. Es curioso, en ese sentido, la manera en que la lógica patriarcal ha construido “lo otro” como una amenaza. La subversión de eso es una mirada “femenina” que observa en lo otro una posibilidad. Eso, sin embargo, combinado con la herencia de alienación en lo femenino, puede resultar en un tipo extravío sin reservas. Amar como desposesión. Porque, además, para disciplinar a las mujeres, se les adoctrinó con gran eficiencia en la culpa. Cuando un afecto falla, cuando una rotura llega, es frecuente que ciertas mujeres se pregunten qué hicieron ellas, qué faltas cometieron. Mientras, por contraste, muchos varones han sido enseñados a no asumir agencia, a endosar afuera, o a no detenerse mucho tiempo en asuntos que desemboquen en incómodas miradas internas.

El amor es el recuerdo de nuestra propia frontera. Y, también, un espejo. Siempre un espejo. ¿Qué nos ofrenda el mirar al otro sobre nuestro propio reflejo? En el precioso documental “El leopardo de las nieves” se habla del amor como atención y paciencia. Una forma de contemplar. Amar es contemplar. Y amar es interlocutar. Encontrarse con otro. Mirar y ser mirado por otro. Siempre me ha gustado la larga conversación como una forma ideal de amor. Así han descrito Siri Hustvedt y Paul Auster su longeva historia de cuatro décadas. Y Vivian Gornick escribió: “Además del sexo, la forma de conexión más vital que existe es la conversación”.

El amor es mirar, encuentro con la otredad, espejo, frontera. Pero el otro no puede ser amo en ese encuentro. Amores turbios, tempestuosos. Amores que dejan su estela de fulgor. Amores que nos traicionan o donde nos traicionamos a nosotros mismos. Amores que nos recuerdan que no se sabe nunca vivir. Charly García, cantando “sabés que no aprendí a vivir”. Amar al otro es, finalmente, llegar al encuentro de sí. ¿Qué es amarse a uno(a) mismo(a) por fuera de los protocolos neoliberales de la felicidad prístina como motor? No lo dudo, no hay integración ni asimilación más vigorosa en la experiencia femenina.

Cada momento histórico tiene sus “mujeres nuevas”. Son las que van nombrando las formas de ser libres, de vivir en los propios términos. Tanto la epistemología feminista como la corriente decolonial nos enseñan a sabernos situadas. No escribo para todas las mujeres. No todas se encuentran en mis letras con un espejo. Hablo, ciertamente, de unas experiencias específicas. Para mí, son las mujeres incómodas. Las que atraviesan justamente los intersticios que va dejando la liberación, la búsqueda de autoposesión. El amor es nuestro terreno de disputa. No cabemos en los moldes de antes. Algunas o muchas no cabemos en las anarquías relacionales. Los hombres no se revisan o incomodan en la misma dimensión. Surcamos esos desniveles. Estamos haciendo nuevas cartografías. Pero, no sabemos exactamente cómo son. Para ellas, las que sí se encuentran en este texto, el amor puede ser el terreno de las penetrantes paradojas, el sitio donde las prácticas no coinciden impolutamente con las prédicas, el campo donde se escurren las consignas y las supuestas certezas. Mujeres que aman a los hombres y que avanzan en el escarpado terreno del desnivel. Amando, incómodamente.

Está, sin embargo, ese modo de amor con el que añoro circular esto. Es el amor que para tantas personas es político, elevado, y salvador: la amistad. Es amistad, justamente, lo que falta muchas veces en las interacciones heterosexuales. Es la amistad la que se enrarece cuando el afecto erótico e íntimo cae en el tercer campo que se hace entre dos personas, entre un hombre y una mujer. Pero, ahora, lo que quisiera es dedicarle estas líneas a ellos y a ellas: a ese acervo de amistades que con alta frecuencia me recuerdan que la amistad puede ser la forma amorosa más elevada, la más bella. Me miran y los miro. Son la plétora de maneras de amar que permite esta vida.

En sus presencias surgen los modos más variopintos de consuelo: sentarse en una barra por celebración cumpleañera y que te suelten “donde está tu atención está tu alma”; que abran sus casas para que suenen los vinilos, y te enseñen músicas nuevas y esté lo que quieres beber, y haya risas y recuerdos; que te llamen el domingo a la mañana como si intuyeran que la exasperación y el desconsuelo rondan tus almohadas; que te acojan en sus nuevas casas y conversen en la habitación nueva hasta tarde, sobre lo prosaico y lo inmenso; que te permitan ordenar, en palabras, los mecanismos de tu fuero interno; que sepan exactamente qué pasos serían pertinentes para abandonar el extravío y retornar a eso que es tu centro; que te busquen y te quieran, con las fronteras de la adultez, con las temporalidades que se mecen entre ausencia y encuentro; con esa sensación certera de que al volver a su presencia, con temas nuevos, con acontecimientos recientes, es como si no hubiese habido ausencia, se retoma desde el punto más reciente; que te regalen objetos musicales que habías soñado siempre; que cedan márgenes de tiempo a las tempestades de tus ánimos; que te recuerden el panorama mixto de quién eres; que te interpelen críticamente y te incomoden cuando erras; que se sumen al festín cuando el ciclo vital allí se encuentra.

En mi corazón laten ustedes. Su atención y su paciencia. Las líneas no alcanzan para le epístola que querría hacerles. Con esa manera que tienen de erigir espejos benévolos, no exentos de las sombras que me atraviesan, pero compasivos y animados por reconocer la complejidad que somos, todas las personas, adentro. Amar románticamente es la incomodidad que se va nombrando, gozando y doliendo. Pero a mis amigos y mis amigas, en su amor, la vida florece.

@vanessarosales_

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