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Asilo

Vanessa Rosales A.

21 de mayo de 2023 - 09:00 p. m.

Sobre la avenida Caracas, a la altura de la calle 40, al borde de una esquina, se encuentra, como saben tantos noctámbulos de la ciudad de Bogotá, un bar y bailadero llamado Asilo. Al arribar, una noche del fin de semana, la mirada puede acariciar la amplitud de los carriles, la noche es perforada por las luces amarillas de la calle, sobre el borde del andén hay venta de comestibles y cigarrillos. Los cuerpos vestidos pasan por allí. Pueden verse pequeños séquitos que aguardan para ascender las escaleras de hierro oscuro que conducen al lugar, elevado sobre la acera, en un segundo piso.

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Asilo es amplio, un espacio colmado de stickers y graffitis, mensajes e imágenes por doquier, rastros incontables, como si la piel vestida de la ciudad -esa que lleva la seña de la pintura dejada en las fachadas públicas- cobrara vida en este recinto. Ese aire descompuesto, de ferocidad urbana, me hace recordar - como melómana empedernida e historiadora del estilo- a un enclave histórico del Bowery de los 70, en Manhattan. Era la materia del punk, del caos, de la subversión, de las marejadas de juventudes que han canalizado la inconformidad en imaginerías oposicionales. CBGB fue el sitio mugriento y gastado donde se presentaron bandas como Television, The Ramones, Talking Heads, The Damned, Blondie, Patti Smith. El sitio donde se concentraron las amalgamas que se agudizaron en la década del setenta. Es decir, el tiempo en que se fragmentaron las apariencias y los sonidos.

En ese entonces, a la vista, estaban tanto los rastros todavía notables de los hippies, el poder floral, la beligerancia contra lo burgués y acartonado, las nociones del amor libre y de la psicodelia. Pero, también se instalaba la estética revoltosa –destilada del movimiento Black Panther y de otros proyectos de resistencia latinoamericana, donde había boinas y cuero negro; la estética de la convicción revolucionaria. Y se hacían porosas las líneas entre los géneros radicalmente segmentados; múltiples gamas del rock estallaron, llamándose glitter, glam y donde los varones lucían ambiguos, con pelos alborozados, zapatos de plataforma, escarcha, maquillaje. La androginia se mecía hacia todos los lados, porque estaba también el modernismo subversivo del punk, con sus apariencias dramáticas, narices y bocas perforadas, taches, algo que a primera vista hiciera convulsionar a las ‘buenas costumbres’ de antes. El metal adquiría sus relieves, variados, estridentes, oscuros, inflamados.

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El movimiento de las mujeres impregnaba las retóricas de las modas con discursos que buscaban lo ‘natural’, poco maquillaje, la posibilidad de elección, los pelos largos, métodos para expresar una apariencia femeninamente liberada. El disco empezaba a marcar el glamour aspiracional y arribista de los yuppies, jóvenes que le apostaban a oficios que los hicieran adinerados, anticipando el consumo conspicuo que iría a ser propio del espíritu ostentoso de los 80, con sus apetencias por lo despreocupado, por vestirse con sofisticación y gozar. Estaban el funk y el soul, y todo es milagro de la música negra que afinaba en sus tonos lo sabroso, lo sintético, lo vanguardista, lo festivo y resistente, todo por igual. Algunas historiadoras como Valerie Steele han decretado que la década del 70 es, de hecho, la época de la “anti-moda”; una plétora de modos disgregados y disímiles que empezaron a coexistir.

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Por eso, los 70 fueron el semillero del eclecticismo. Es decir, de la mixtura exacerbada, el punto inicial a que hoy existamos entre estilos muy diversos que conviven entre sí. Marcaron el fin de una posible homogeneidad vestimentaria y cultural. En consecuencia, hacia su final, las atmósferas se llenaron de mezclas, intersticios estilísticos y musicales: new wave, post-punk, punk rock, dark wave, tintes góticos, talante industrial, gamas sonoras que incluían un elemento de aquí, otro de allá. Esa Manhattan, que albergaba el interior raído de CBGB era en sí un paisaje salvaje, de trenes pintoreteados y aire descarnado. (No sé cómo traducir la palabra gritty, que encuentro tan idónea como recurso descriptivo).

Asilo me hace fantasear y ensoñar con estas ideas que registro. Su estela es de talante oposicional y disruptivo. En su halo creo que se refractan códigos de esos submundos, del ajetreo clandestino, de tribus insurrectas y distintas, de la contracorriente que, en música y estilo, me entusiasma, me anima.

El gran salón del lugar ofrece a quien llega y entra una pequeña tarima, a la derecha, para la persona encargada de musicalizar la noche; detrás, un pequeño salón iluminado, para fumar, con paredes también atiborradas de mensajes, pinturas, palabras, gráficas de todo tipo. Está la barra, con sus luces prendidas; aquí y allá proyecciones visuales, pantallas televisivas, algunos sillones de cuero oscuro; mesas de madera contra otras paredes también pintadas. Y en el centro, contenida entre pequeños muros que la enmarcan, una pista de baile con pisos de ajedrez y una bola de disco. Hay noches donde un cúmulo de gentes distintas se aglomera allí, a bailar. Puede suceder bajo el influjo de la sabrosura melancólica y nasal de Héctor Lavoe, tanto como bajo los sonidos del más sombrío, espeso y sintético ritmo del new wave en sus inicios. Pueden ser cuerpos meciéndose bajo el furtivo y acelerado punk, o propiciados por los contoneos de músicas más encendidas. A veces, el sabor de la salsa, otras el tono duro de formas variadas de rock.

A comienzos de los 00, mi mirada joven y caribeña veía en una parte de mi generación una cierta nostalgia justamente por el new wave y el post-punk. Ese tipo de dinámicas añorantes –de una cohorte en un determinado tiempo que recicla, rescata o re-imagina una época anterior– solían explicarse bajo la regla de una mirada regresiva que sucedía, supuestamente, cada 20 años. Los 90 evocaron a los 70. Bajo esa lógica, los 00 tenían que volcarse hacia los 80. Aquellos ritmos sonaban en sitios nocturnos de la ciudad que a mí me tocó. En las estéticas había reconfiguración de ciertos códigos del estilo –se usaban los Converse, modos de peinados ligeramente levantados, siempre mucho negro y chamarras tipo motociclista, botas Doctor Martens, una onda que hacía sinergia con taches, y brillos, un guiño a los primeros tiempos de The Cure, pero también a The Smiths, Echo & The Bunnymen, The Clash, New Order, Flock of Seagulls, Depeche Mode. Entre ciertos segmentos también podía notarse una fuerte resucitación del punk, en la literalidad de sus estéticas, y también se vivió una leve presencia del psychobilly.

El florecimiento de bandas neoyorquinas como The Strokes, Interpol, Yeah Yeah Yeahs, daba cuenta de una reescritura –tan sonora como estética– de las formas que adquirieron nombre de indie en sus vertientes rockeras, bailables, oscuras, melancólicas y festivas. De cierto modo, esos 00 invocaban puntadas de imaginarios de los 80, y en Bogotá eso implicaba asirse a referentes que describieran de alguna manera la experiencia de una ciudad fría, opaca, emocionante, lluviosa, gris, inhóspita, posible.

Creo que Asilo recoge tanta belleza para mí porque en sus entrañas palpitan códigos de la experiencia y de las estéticas de uno de los máximos esplendores de esta experiencia situada, citadina: Bogotá de noche. Muchas personas hemos llegado a esta ciudad para ampliar los horizontes de la educación, de la vida, añorando algo similar al anonimato, a la experiencia urbana latinoamericana, a la posibilidad de habitar por fuera de la uniformidad que a veces imponen las ciudades pequeñas. Bogotá, arisca, feroz, estruendosa, puede ser turbia, pero también, para muchos y muchas, puede ser la delicia de la vida libre. Y en un país –como tantos otros de Latinoamérica– donde existe ese relato de ‘centro’ y ‘periferia’, ella representa la gran urbe, la promesa de la amplitud, a veces amenazante y cruda pero que, vasta y variada, se puede volver también la extensión del vivir.

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Una de las grandes promesas de progreso en los proyectos de Estado-nación latinoamericanos ha sido la búsqueda por la modernidad. Nuestra subjetividad, creo, es una negociación con ese paradigma importado. En la idea de la modernidad europea y estadounidense, la gran ciudad puede ser la libertad del paseante que se sumerge en la multitud, cargada de elementos visuales: vallas, vitrinas, vestimentas, edificios, fachadas, signos, bellezas. También es la experiencia de quien materializa algo sobre su yo en ese teatro público que es la calle, a través de la apariencia, el lenguaje instantáneo del estilo. En Latinoamérica ninguna experiencia está desligada de la clase social. Y nuestros cimientos, como sabemos, están hechos de feroz desigualdad. Una que divide espacios y posibilidades. Una que hace que una amplia cantidad de personas no accedan a la dignidad. Por eso, caminar una ciudad latinoamericana es ver hecha imágenes y escenas esa demoledora desigualdad. El pensador Rolando Vásquez llama a eso ‘el régimen de lo visible’. Protegemos nuestros bienes, nuestros celulares, nuestra seguridad, porque habitamos ciudades donde quienes han sido desposeídos buscan el modo de tener también eso mismo. Bogotá, siento, es metáfora de esa subjetividad de la urbanidad latinoamericana: andarla es sentir la opresión –de la desigualdad, de la violencia, de la injusticia arbitraria–, pero también la libertad, ese encuentro con tantos desconocidos, la posibilidad de gozar, de ser un ser entre millones, de experimentar con la identidad, de encontrarse con cosas que nos resulten distintas.

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Con frecuencia -lejos ya de ser una veinteañera- pregono mi gusto por “ir a ver lo que está haciendo la juventud”. Pienso en la estrofa de la canción de The Smiths, “sácame esta noche, donde hay música, y hay gente, y están jóvenes y vivos”. ¿Qué buscamos de la noche? ¿Qué resguarda el festín? Cuando el mundo fue asediado por la gran peste, se oía el silencio rugiente de esas noches. Los bares, bailaderos, discotecas, estaban clausurados por el prospecto de la enfermedad, de la muerte que, entonces, nos acechaba. Me fustigaba una melancolía en ese tiempo. Pensaba en que mi juventud no implicó privarse de las aulas de clase o de los sitios de fiesta atiborrados. Comprendí que tal vez no podía tomarse esa posibilidad, la de gravitar por las corrientes de la noche bogotana, por sentada. La juerga, la noche, son la desenvoltura, el acecho vital, es el baile, la descompresión, los deseos, las músicas, morigerar la mente, ser goce, ser cuerpo. Mirar y dejarse mirar. Es enamorarse por un instante, la electricidad, la promesa, la apetencia. Son las ropas, las expresiones, los modismos, las desinhibiciones. “Y un sensual abandono vendrá”, cantaba Charly García con su garbo de titán.

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A veces, disculpen, lamento que el régimen visual y sonoro del reguetón obstruya a ciertas partes de la juventud del raudal que es la música en su extenso espectro. Es triste entregarle el deleite a sólo un género musical, en la vida y durante toda una noche. Por eso, cuando la pista de baile en Asilo se convierte en una marejada de cuerpos muy jóvenes que bailan al ritmo de músicas de los setenta y de los ochenta, sonrío. Seguramente por mis propias nostalgias, porque la noche, se supone, deja de ser el patrimonio de quienes avanzan en edad, porque la juerga es parte de las apetencias joviales, de los descubrimientos que hacen de sí ciertas personas cuando todavía se sienten un poco inmortales, intocados por las conciencias y preguntas que sí pueden florecer cuando se ve la vida desde el filo del final de los treinta. Seguramente también porque la jovenzuela caribeña y mirona que fui empezó a escribir sobre música y vestimentas por observar la noche bogotana, esa materia que cambia y se transfigura, pero que retiene lugares como éste, con su estela de hermosa contracorriente y festín. Un lugar que da cuenta de cómo la experiencia latinoamericana también es negociación, reordenar los referentes foráneos, volverlos una paleta de formas fronterizas.

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Un sábado por la noche, en Asilo, uno de mis amigos amados susurra de repente, con toda su extraordinaria y deliciosa sabiduría verbal algo como, “muchos de los que estamos aquí fuimos los bulleados (matoneados) en el colegio”. Son frecuentes sus agilidades para amasar palabras precisas, para esculpir el lenguaje e iluminar con él un pedazo de la realidad que juntos podemos estar viendo. Miré alrededor, elevada de pronto por el sentido de esa afirmación. Fijé la percepción para encontrar lo que es habitual en ese lugar: seres de edades diversas, almas con inclinaciones por ciertas músicas como ésas, sombrías, sintéticas, de estridencias eléctricas, obscuras, las que nos consolaban cuando algunos de nosotros y nosotras éramos eso, marginales, diferentes, raros, nerdos, ñoños, pensativos, sensibles, disidentes. La serie Stranger Things -que también es un ejercicio de nostalgia ochentera- tiene mi cariño intenso porque se trata, también, de los forajidos, de los llamados freaks, de esa gente que no encajaba en los moldes, que estaban en los márgenes de los ideales populares, que relucían por formas que eran percibidas “raras” en sus terrenos.

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Asilo, siento, es el recinto que hoy nos concede saber que nuestra desobediencia era compartida; que, en esta senda, algunos y algunas terminamos encontrándonos, en las sombras de la fiesta, en la música que nos ha vivificado y consolado, en el apetito mirón que observa a cuerpos desconocidos, vestidos, danzantes, en el relámpago que hay en cazar los ribetes sensuales y sensoriales de la libertad urbana. Un hermoso sitio donde tantos y tantas restauramos la chispa del inconformismo que encontramos, con alivio, en los sonidos musicales, en los estilos, en los sentidos subversivos.

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