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Desear

Vanessa Rosales A.

23 de abril de 2023 - 09:00 p. m.

Tengo calcada en la memoria adolescente lo que sólo con el tiempo he conseguido apalabrar. Es común esto. Algo muy vivo y claro nos atraviesa el pecho en un momento. Sólo con el lenguaje –adquirido, forjado con el tiempo– acaso un día, nos asomamos al retrovisor vital y logramos, al fin, darle nombre a aquello. Quienes somos buscadores de las palabras para la vida experimentamos esto. En el entorno caribeño en el que me hice, la mayor promesa, la aspiración suprema en ser mujer parecía ser la belleza. Poseerla. Ser vista, a través y por ella. Nada parecía moldear como eso la identidad deseable. Ser bella no era sólo una especie de exigencia, de manera ‘correcta’ para ser mujer, niña, adolescente, sino que por momentos parecía ser la única ruta para existir. Cada época, cada lugar, inventa su ideal de estéticas exaltables. En los míos, ser bella implicaba resultarlo, sobre todo, para los varones con quienes compartíamos la atmósfera y la vida. Eran los noventa, se veneraban los paradigmas venidos de Estados Unidos; la parabólica había expandido la realidad visible; la cirugía plástica y las maniobras de la edición habían intercedido en las apariencias de las mujeres que aparecían, como íconos, en las imágenes que definían ese ideal de belleza. Pieles bronceadas y elásticas. Pechos grandes que brincaban en pantallas playeras y aparecían estampados en cuadernos escolares. Pelos rubios, naturales o a la fuerza.

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Y, sin embargo, algo parecía contradecirse. Expulsada entonces de la categoría de las bonitas, empecé a mirar un fenómeno particular. (Aquello vivo y claro se instaló en mí sin saber nombrarlo todavía). Aquellas chicas que sí parecían cumplir el ideal despertaban, como consecuencia, el deseo de los muchachos. Eran las elegidas en gran parte porque eran ellos quienes lo decidían. Eran, entonces, las bellas, las celebradas y, por ende, las deseables. Alcanzaban la promesa máxima de ese entorno mío. Despertaban el deseo masculino.

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Sin embargo, empezó a hacerse inevitable notar que, si estas mismas chicas emprendían camino hacia su deseo, si ellas también –como esos muchachos, atravesados por las burbujas nacientes de la libido– ejecutaban los llamados del cuerpo, entonces, muy pronto, aparecía una taxonomía amplia y diversa para categorizarlas de una manera muy distinta. Su belleza se veía de pronto opacada por una pátina de castigo. Y pasaban pronto a ser “las fáciles”, las zorras, las coyas, las perras, las zánganas, las de “mala reputación”. Marcadas, vistas, percibidas con una suerte de halo ‘sucio’ que empañaba su belleza o que la convertía en algo distinto. Mientras que yo añoraba ser bella, algún día, observaba en eso una trampa sin salida que me prendía un desasosiego, un escozor. ¿Para qué servía ese santo grial si no permitía ser dueña de sí misma, si trazaba una diferencia entre lo que a nosotras no se nos permitía, pero a ellos sí? Ningún muchacho que decidía ser sexual recibía condenas de esa índole.

Comenzaba lo que ahora puedo nombrar es una brutal disociación. Se instalaba en el mundo interno de las mujeres. Una fuerte tensión. El deber de ser bella, deseable, pero la dolorosa paradoja de no poder ser activa en el propio deseo. No había lugar para el placer propio. Sólo se debía ser placentera para otro, masculino. Las mujeres sexuales eran putas, simplemente. Los nombres variaban para sancionarlas de ese modo, pero la idea permanecía intacta. Esto generaba una importante dislocación. Una simultaneidad muy difícil en la manera de experimentarse a sí misma. Un jalón hacia afuera, un definirse desde términos ajenos, una estática, un ruido incesante en el proceso de hacerse persona. Un constante y agotador definirse desde narrativas que no pertenecían a esas chicas.

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Del otro lado, la misma partición empezaba a hacer de las suyas en los varones. La disociación empezaba a suceder en las formas de percibir y estimar a sus supuestos objetos de deseo. Hoy puedo nombrar cómo aquello gesta una feroz división. Las mujeres debían ser objetos deseables, y no, bajo ninguna circunstancia, sujetos deseantes. Al otro lado, los varones aprendían que las mujeres con las que debían consagrar, por ejemplo, un estado matrimonial no podían ser las chicas “fáciles” con las que empezaban a navegar los brotes torpes y crudos de su erotismo. Así crece, oscura, una tragedia que no se ha diluido: que muchos varones, que se dicen heterosexuales no gustan realmente de las mujeres. Sólo las desean o las quieren si éstas son íconos, arquetipos. Escritoras como Jane Ward le han dado un nombre preciso llamándolo la “paradoja de la misoginia”. Es decir, el hecho de que muchos hombres heterosexuales clamen amar y desear a las mujeres en el marco de una cultura amplia que les enseña a despreciarlas o deshumanizarlas.

Hegel, por ejemplo, ese venerado patriarca de la filosofía occidental, concebía que el deseo masculino es social. Que existe en lo público, en las instituciones, en lo “real”. Por contraste, el deseo femenino estaba definido por lo sexual. Existe, para él, como las mujeres mismas, en lo privado, en lo doméstico y, por ende, el deseo femenino adquiere una connotación moral. ¿Cuántas veces hemos oído en la vida que el deseo femenino es exaltable, una cosa magnífica? Los varones desean poder: son asertivos. Las mujeres desean sexualidad: son unas putas atrevidas, enfermizas. Así transcurren, todavía, de manera inconsciente (o deliberada claro está) esa forma de percibir los deseos, cuando se parten en clave masculina y femenina. El deseo ‘masculino’, público, encomiable. El deseo ‘femenino’ moralmente condenable, reprobable.

Desear. ¿Qué significa? En muchos sentidos, se nos dijo también que el deseo masculino es el activo. Y, sin embargo, ¿qué es lo que realmente desean muchos varones heterosexuales? Los muchachos con los que me crie –hoy ya hombres, esposos, padres, cumplidores de la convención que se nos exigió en esa soporífera burguesía de Cartagena de Indias– aprendieron a segmentar. Están las ‘esposas’, las mujeres con las que habrían de casarse, y esas ‘otras’, un espectro de féminas con las que se permitían carnales delicias, pero que no clasificaban en el molde de su mujer ‘ideal’. (No en vano algunos se casaron creyendo que eso detendría sus apetitos por chicas ‘prepago’, no en vano son entusiastas de ir ‘donde las putas’ como un modo de ocio masculino). Esto, por supuesto, no se limita a ellos. Estaba en la generación de mi padre. Se extiende en temporalidades. Se esparce en geografías.

Me lo reprocharán, dirán que es absurdo, que es mentira. Me hice entre ellos, los estoy mirando desde niña. Y a mí no me deja de parecer increíble que, a los hombres de una casta como esa, con la que yo crecí, fueran entrenados para tener esposas que no fueran sexuales. Porque las “chicas de bien”, porque “las señoras bien” no tienen amplios pasados amatorios; porque son ‘virginales’ –si bien no literalmente, sí en su manera esencial de comportarse ante la sexualidad. Hay, claro está y como siempre y todo en este país, una cuota significativa de clase social. Los recuerdo. A esos muchachos. La manera en que leían a las chicas de otros colegios, de otra extracción social, de otros barrios. ¿No es interesante que, en el lenguaje coloquial del Caribe, la “otra”, la mujer paralela al mundo correcto, burgués, matrimonial, se refiera muchas veces como “la querida”?

Así, una de las realidades más hirientes sobre la experiencia heterosexual es esa: que son muchísimos los varones que dicen gustar de las mujeres, pero que son trágicamente educados para no verlas como seres humanos, no son enseñados a identificarse con ellas. De hecho, gran parte de lo que implica afirmarse ‘varonil’ pasa justamente por extirpar todo aquello remotamente asociado con lo ‘femenino’. ¿Qué desean los hombres heterosexuales cuando están llenos de convicciones dictadas por la misoginia? ¿Qué formas puede tener ese deseo si destila de esa importante tragedia en el centro de la heterosexualidad masculina? Desean ficciones. Muchos hombres heterosexuales se jactan de que su deseo es feroz, activo, externo, ¡insaciable! Es la caricatura del mujeriego empedernido. Pero qué difícil pensar en un deseo que surge, muchas veces, desde la repulsión o la des-identificación con eso que clama desear.

Escribí antes, aquí, sobre mi gusto o inclinación por pensar en ciertos conceptos o términos como puntos de partida, campos fértiles, lugares de inicio. Traigo ahora eso, ideas sobre el deseo, a este sitio. Las multitudes que contiene desear. Qué pasa, una vez más, cuando miramos la pulsión vital que entraña desear si es vista en clave ‘masculina’ o ‘femenina’. ¿Cómo resuelven las mujeres que aprenden esa disociación siendo chicas en su posibilidad para ser sujetos deseantes? ¿Cómo nos libramos de lo hiriente que puede ser, efectivamente, el aprendizaje de un deseo masculino que puede llegar a niveles cruentos de inhumanidad?

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Cazo también, desde hace un tiempo, los ribetes de esa idea, esa pregunta, ese otro campo posible: el deseo femenino. ¿Cómo desear cuando nos inscriben en una red de narrativas apabullantes que nos lo prohíben? Antígona fue emblema de desobediencia, sí, pero también de un tipo de deseo que no puede ser clasificado dentro de los rótulos que asignó Hegel o la tradición narrativa que castiga a las mujeres por desear. Desde la academia también hay pensadoras que nos revelan que el deseo en clave femenina es tan inclasificable que requeriría un lenguaje que desafíe los paradigmas dicotómicos tan propios de lo patriarcal. Un lenguaje distinto.

Pienso en el deseo erótico, sí. Todavía como un terreno de grávida incomodidad. ¿Cómo se les llama a las mujeres que son apetitosamente deseantes de los varones en su experiencia afectiva? No existe un término homónimo para mujeriego, ¿verdad?. Y aunque sí hay aún muchos lastres ante ese tipo de apetencia, la erótica, cuando viene de las mujeres, aunque sí sigue reinando una cuantiosa incomodidad hacia el deseo sexual, desear, sabemos, va mucho más allá. Es la potencia de la vida. Se desea el poder. La autoridad del conocimiento. Ser sujeto soberano, trascendente. Se desea la libertad. Se desea (o no) maternar. Se desea distinto según la fluctuación del yo. Se desea autonomía. Auto-posesión. Posibilidad financiera, soberanía social. Yo deseaba, de chica, ser bella, lucir glamorosa, pero también deseaba una vida donde pensar la vida desde la palabra escrita.

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Reconsiderar, replantear, renombrar los lugares habituales del deseo ‘masculino’. Navegar los misterios y lo inclasificable de lo que está pensándose como el deseo ‘femenino’. La pregunta por el deseo. Ese laberinto. Punto de partida.

Miro las redes. Veo todo ese arsenal de imágenes, chicas jóvenes, de edades distintas, desplegando sus cuerpos magníficos. Tonificados, trabajados, esculpidos. Tatuajes, lencería, poses que ofrendan el deslumbre corporal. Y me asedia la pregunta, ¿es esto lo que desean ciertas mujeres de verdad? ¿Son estos sus relatos genuinos? Imágenes para ser comentadas y consumidas por esos hombres-niños que como muchachitos pueriles expresan su entusiasmo desmedido. ¿Dónde delimitamos el poderío de la corporalidad auto-poseída con la herencia de la cosificación que nos aliena de nosotras mismas? No tengo ningún tipo de claridad. El deseo es un obscuro enigma, impregnado por lo inexplicable, por eso que no sabemos cómo o por qué surge, lo que nos presenta también como misterios ante nosotras(o)s misma(o)s. Desear: perseguir la estela rara, misteriosa, de aquello que nos afirma que estamos en la vida. El deseo, ojalá, como un lugar para ser la gracia humana, la complejidad, mixturas, amalgamas, sujetos vivos, libres. Que los hombres puedan desear a las mujeres como iguales. Que las mujeres puedan desear ampliamente, en sus términos. Eso, desearnos entre iguales.

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