Hace un año, en un momento de descenso creativo y anímico, busqué furtivamente documentales sobre artistas musicales. Quería perseguir las estelas de esas melancolías que parecen armarse, como torbellinos, en quienes conducen vidas creativas. Quería comprender algo sobre esas cadencias, sus ciclos, sobre la manera en que se sobrevive a los oleajes, sobre el modo en que del dolor parece florecer justamente arte. Entré al mundo del motown; a las trifulcas internas de Metallica; a las historias deslumbrantes de Tina Turner y Nina Simone; a las recuperadas y eléctricas imágenes en movimientos de un verano que había sido filmado pero cuyo material se había archivado, al final de los sesenta, en Harlem; reviví mi fervor por el singular David Bowie. Y llegué a Elvis Presley: The Searcher un documental de dos partes que salió al aire en 2018.
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
Narrado por Priscilla, la mujer primordial en la vida de el rey, las horas del filme retratan, con preciosas estampas en movimiento de su biografía, la ruta de un muchacho que, desde Tupelo, Mississippi alcanzó, en 1956, una visibilidad alucinante. El documental se mece entre escenas de las entrañas de tierras norteamericanas que primero lo vieron aparecer, súbito, en tarimas de recintos pequeños, un milagro. Las tres horas están colmadas de gloriosas documentaciones en blanco y negro de la atmósfera en que emergió. Más adelante, las imágenes serán todas tecnicolor y nos obsequiarán la espléndida e irreal belleza de ese varón, que además cantaba con honda exquisitez y que desprendía del cuerpo una sensualidad que todo lo que hasta entonces era conocido subvertía. En esas esquelas se da cuenta también de la arisca segregación racial en la que se crió. Revelan su propia precariedad material, las penurias familiares, la pobreza que conoció y cuya memoria y consciencia no pudo arrancarse. Hogares inciertos y paupérrimos. Escasez. La Norteamérica central, carcomida también por la insuficiencia. Elvis creció de esa manera, en esos lugares pequeños, rodeado de campos donde, pese a ser blanco, se encontró en las vísceras de la carencia.
Por eso, se me antoja que hay en Elvis una cualidad fronteriza que explica su canto, su baile y su estética musical también. Porque desde pequeño, Elvis entraba en las iglesias donde no había blancos, a sumirse en el góspel, en el canto enérgico y eléctrico. Desde pequeño, Elvis entró, subversivamente, a aquella espiritualidad que, a través del goce y la musicalidad, buscaba liberar a sus acudientes.
Las líneas raciales no se cruzaban. Pero Elvis, por una mezcla de circunstancias, pero también de temperamento, no sólo las atravesaba, sino que se quedaba en esas transgresiones, se hizo explorador en ellas: entraba a los sermones, absorbía lo que esas atmósferas afroamericanas le revelaban, estaba expuesto al country, el blues, el góspel, pero también los buscaba ávidamente. Y luego, llegaría a Memphis, cuyo efervescente distrito nocturno y de entretenimiento afianzaría la mixtura que lo forjó. Elvis extrajo lo que más sentía le decía algo sobre lo que él era verdaderamente de esa preciosa, amplia y profusa vertiente que empezaba a enraizar en un país segregado, donde la radio iba definiendo el ambiente: todo eso que puede ser black music. La voz de Priscilla relata cómo le gustaban las luces brillantes, oír músicas desde los bares, escuchar a la gente en las calles. Le gustaba, además, absorberlo todo para estudiarlo. El aprendizaje hiriente de separación racial no contuvo a Elvis. Su inmersión en esas esferas, su identificación con ellas lo situó pronto, desde pequeño, como un sujeto diferente. Ese despojarse de las formas arbitrarias que diseñan los hombres para separarse dolorosamente, revela mucho sobre el temperamento precoz de Elvis. Vio más allá. Y esa identificación le otorgó el poder de ser ecléctico, de ver el poder y la belleza en muchas cosas, incluso en aquellas que se prohibían o eran marginadas en su momento.
Las imágenes en movimiento del documental lo muestran como aquello que también era: ese hombre asombrosamente bello, alto, de facciones precisas y tersas, pestañas enormes, ojos claros enmarcados en una mirada espesa, que se subía a las tarimas con trajes satinados, pelo con gomina, guitarra colgada, sacudiendo las caderas, despertando enérgicamente las piernas. Hay un debate entero en torno a cómo el ser blanco le permitió justamente a Elvis penetrar en esos mundos, y extraer de ellos la sustancia de su propia musicalidad. Es bien sabido que muchos cimientos del rock n roll están precisamente en esas insurrecciones afro que sucedían, vibrantes, en el dolor de la segregación. Pero acá sólo quiero señalar su capacidad para penetrar más allá de las superficies que le vedaban, que le contenían.
Había algo profundamente político en esa habilidad fronteriza de Elvis. Le situaba en un lugar que allanaba el racismo que carcomía a su momento histórico, esa tierra estadounidense sureña. Esa claridad, esa nitidez, es lo que empieza a desdibujarse en él justamente. Creo que era eso lo que buscaba con desesperación después. Creo que fue eso, fundamentalmente, lo que consiguió sumergirlo en ese sopor de calmantes, esa obnubilación, y el estado de cráter al que fue descendiendo. Creo que la historia de Elvis ejemplifica lo que puede suceder con la pérdida del yo, con eso que pasa si se extravía la capacidad para surcarlo y definirlo en los propios términos.
Cuatro años después de ese hermoso documental, sale ahora a la luz la película más reciente de Baz Luhrmann, titulada así, sin más: Elvis. Protagonizada por Austin Butler —en un deslumbrante papel— y Tom Hanks —quien personifica al varón que construiría el estrellato consumado y mercantil de Elvis Presley, el Coronel Tom Parker—, el filme marcha al ritmo vertiginoso que es habitual en el director y su lenguaje estético. Es acelerada su lúdica, son intempestivas las saturaciones visuales con las que narra la trama. Todo en la película despliega la espectacularidad habitual, cierta distancia, un brillo titilante, un estado continuamente frenético, un suspenso colmado por una colorida hiperrealidad. Así, la historia de Elvis transita en esa velocidad insigne del cineasta.
Y allí estamos, con la película, en esa aura de estrellato que se cernía en torno a Elvis, en la soledad que ello implicaba, en sus andares fronterizos siendo niño, en su capacidad para traspasar la raza, en su consagración como figura e icono de ese sistema de estrellas tan gringo. Y allí está también esa potencia sexual, casi animal, que Elvis empezó a despertar con sus cadencias y ritmos, su hermosa estampa moviéndose febril, el pelo hacia atrás, las patillas, la insoportable belleza. Esa desinhibición de formas le permitió hacer visible el deseo erótico. Y si a Elvis le fue permitido entrar a ciertos terrenos por ser blanco, si eso le concedió la posibilidad de traer la música negra al mercado masivo, el ser hombre le permitió justamente esa desvergüenza corporal, ese ánimo sensual que inició la tradición de chicas que, al verlo, se permitían entonces dar alaridos. Su baile desarticulaba la moral pacota que también ha sido linaje en los Estados Unidos. Su sensualidad insurrecta fue categorizada por esos prismas como obscena y vulgar, porque incomodaba al racismo que también formulaban quienes deseaban disciplinar a Elvis y sus formas con su sentido de moralismo.
Está la cualidad interpretativa de Luhrmann. La película refleja su singular manera de contar. Está el diseño de vestuario que exalta y hace homenaje a la expresividad estética que sería símbolo de las apariciones de Elvis en los 50, y más adelante esa jugosa excentricidad que permitía Las Vegas, en la caldera de estilos que fueron los 70. Y está, en el centro de la trama, las maneras en que el Coronel hizo de Elvis una especie de muñeco vendible, maleable, que se acomodaba a las circunscripciones comerciales que el Coronel visualizaba. Todo muy estadounidense y fordista, todo muy encaminado a ese modelo serial del capitalismo que sabe, sobre todo, en hacer de algo mercancía. Aunque sé que existen debates variados y ricos en torno al papel que jugó o no el Coronel en la vida de Elvis, el filme de Luhrmann nos enseña el lado más sombrío de aquel vínculo. El saqueo y lo que, en mi mirada es algo esencial: una mezcla entre la voracidad comercial del Coronel y una abdicación de sí mismo condujeron a Elvis a desdibujarse de manera significativa. Cuando iniciaron los 60, con sus revoluciones y torbellinos, mientras el movimiento de los derechos civiles concatenaba las liberaciones de la consciencia, de la política individual, de las ansias desmedidas por libertad, Elvis fue rezagándose, quedando impávido, todo él cómodo y divino, un figurín de películas hollywoodenses, desprovistas las gamas de la incomodidad que había propiciado con su fuerza escénica y su rocanrol desinhibido.
Mi momento favorito de Elvis Presley es, sin duda, el especial televisivo que hizo en 1968. Tenía una década sin presentarse en vivo. Apareció en esa cuadrícula del estudio, ataviado de negro, envuelto todo en un ensamble de cuero magnífico, una preciosa guitarra eléctrica roja, después sentado, con una de madera. Y fue entonces posible percibir el destello de sus chispas perdidas. Es el documental y no la película el que muestra que antes de esa aparición, Elvis sufrió una crisis de nerviosismo: por poco se niega a figurar en el especial. Pero al permitírselo, se dio el permiso de recuperar esa fuerza bruta de insurrección que había encontrado en los himnos de las iglesias sureñas, en esos cimientos mismos del rock’n’roll como un ejercicio de insurrección, de goce, pese a las fuerzas opresivas. La animalidad de Elvis se revive allí, se hace esa criatura de cadencias que se inventan, se entrega al fervor que surge del instante que se improvisa.
En ese especial está el milagro de su belleza, sin duda, más madura ya, pero también la visceralidad de esa voz, honda, robusta de espeso dulzor, y está, para mí, aquello que le fue despojado por el Coronel y lo que a él mismo abdicó: su don para penetrar en los trances de la música en vivo. Su capacidad de soltura e improvisación, su facultad para encarnar justamente eso del rock n roll, esa cadencia que serpentea sin cálculos, sin medidas y que no es otra cosa que la materialización del sujeto que es, sobre todo libre. Ese fue el Elvis que a medias brilló, noche tras noche, en los especiales que el Coronel diseñó en Las Vegas, donde atravesaría esos últimos años en la nebulosa de las pastillas, en el sopor espectral de días adormilados, despertando sólo en esa tarima, su jaula de oro, su lugar para ser, pero también para estar perdido. Es el sino de su tragedia, de su hermosura, de su fulgor. Todo lo que pudo ser y no fue posible por los tentáculos de la comercialización y porque entre ellos, perdió algo de su yo, algo de ese espíritu. Esa contrariedad, de libertad y subordinación.
@vanessarosales_