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La notoria diseñadora colombiana Johanna Ortiz anunció hace unos días que salía bajo su sello la publicación de un libro. Los anticipos del contenido dejan ver que se trata de un libro costoso, muy bello, hecho con imágenes arrebatadoras. Fue publicado además por el prestigioso y lujoso sello Assouline y hace parte de una línea mucho más amplia de libros de colección con lema viajero. Es el tipo de libro que funciona como objeto precioso en sí mismo. De esos que están pensados para descansar, atractivos, en la mesa central de una sala por ejemplo. Lleva por título Cartagena Grace. Mi traducción sería algo así como “Gracia cartagenera”.
El libro es una co-creación con otra notoria mujer, neoyorquina, que ha tomado el apellido de una insigne familia del país, que es cercana al glamour, la industria de la moda estadounidense y un encumbrado poder adquisitivo. El libro tiene como objeto de la mirada a Cartagena de Indias. En las imágenes promocionales una de las descripciones dice: “Esplendor colonial. Alma caribeña y orgullo inquebrantable”. La revista Semana replicó la noticia –que un sello de tanta importancia como ese ponga el foco en la ciudad caribeña a través de una de las diseñadoras nacionales más reconocidas. Y también argumentó que Cartagena de Indias retiene una energía “única” gracias a su “esplendor colonial”.
Este término no es aceptable. Es un desacierto.
Yo nací y me crié en Cartagena de Indias. La ciudad es mi entraña. Acabo de verla de modo muy fugaz, intacta en su herida descompuesta. Es cierto también que soy una suerte de exiliada de ella. Que vuelvo, con cierta recurrencia, pero que dejé de habitarla. Que he escrito sobre ella desde el perímetro alejado. Es cierto que me hice en ella con almidones lo suficientemente robustos como para que me favorecieran en muchas formas de estar el mundo. Es cierto que la estoy mirando atenta, intensamente, desde siempre. Quien mira críticamente mira intensamente. Quien mira a Cartagena de Indias puede ver claramente. Porque ella es una hechizante herida. La belleza cartagenera para mí tiene un compás de fealdad muy abrasiva. Hay mucha fealdad para mí tras sus seductoras superficies.
Por todo lo anterior y porque la ciudad es mi fundamento puedo decir justamente que la materia de la que están hechas las fealdades de Cartagena de Indias es, precisamente, su estela colonial.
Mucho de ella lo revela. Las iglesias son el vestigio de un proceso histórico donde una fe se impuso sobre otras tierras para robarle a millones de personas su manera de ver el mundo, su alma, su libertad. La cruz ha sido siempre sanguinaria. El mismo nombre que lleva la ciudad es una pista de que ella es tierra colonizada. La fisionomía de este lugar –como la canción Las caras lindas de Ismael Rivera– da cuenta de un linaje. De una herencia. La fatídica estatua que descansa en la Plaza San Pedro es prueba material de los españoles que llegaron a conquistar, es decir a imponerse y anular.
En Cartagena de Indias, la estela colonial remite directamente a millones de cuerpos de distintas latitudes africanas, esclavizados. Ese espectro, ese fantasma, ronda a la ciudad. Es su vértebra. Una tierra colonizada es también una que reinterpreta. O una que hace resistencia negociando desde donde y cómo puede. Las tierras de andamiaje colonial son lugares de ricas mezclas también. Eso sí es esplendor. Resistencia, hibridez, desobediencia, auto-definición.
Pero miremos el concepto esplendor colonial. Me gusta la palabra esplendor. Significa: “cualidad de espléndido (que destaca)”. Es en sí sonora y lúdica. El sociólogo y crítico Edward Salazar habla sobre cómo en Latinoamérica los procesos alrededor de la vestimenta, el estilo, la moda, la estética pueden verse como tensiones entre heridas y esplendores. Esa pulsión conduce a la negociación que también hay en hacer un conjunto con corrientes distintas y opuestas. Las estéticas latinoamericanas son negociación. Se ensanchan entre lo dolido y lo espléndido.
Pero, ¿hay esplendor en las manufacturas del colonialismo? Está la belleza, el estilo de la arquitectura, todas esas delicias –visuales y sensoriales– que permiten la riqueza, la abundancia material. Si hablamos de lo bello en las elegancias caribeñas algo de eso es lo que se ve. A eso se le da visibilidad. Pero todo lo visible implica siempre lo oculto para que lo primero pueda revelarse.
El orden colonial –que es también el de lo moderno– es un “régimen de lo visible”, nos dice el pensador Rolando Vásquez. Lo colonial es una historia de explotación. De injusticia. De indignidad. De dolor. Y lo colonial es un sistema de poder. Tampoco hay que engañarse. Aunque el término evoca lejanía, la historia, aquello que pasó hace mucho tiempo, lo cierto es que lo colonial se reinventa, tiene nuevas máscaras, se viste de muchas maneras. En Cartagena se ha sabido reinventar, claro.
Por eso Cartagena de Indias ha sido y es el patio trasero de los cachacos adinerados, y de los gringos y europeos que hoy desembarcan en ella, lubricados por la conversión de su moneda, ávidos de consumir cuerpos de “exóticas” mujeres, prestos a consagrar su sentido de poder.
¿De qué “esplendor” hablamos? ¿Quién lo tiene? ¿Hay esplendor en la Perimetral? ¿Hay esplendor en la manera en que los pedazos de tierra carcomidas por la miseria están ocultos y lejos del “fantástico” centro, donde todo sucede? Si “el régimen de lo visible” en Cartagena son las casas de tonos dulce pastel, los balconcitos bañados de veraneras, la luz somnolienta de color miel, los sitios con mobiliario de paja y baldosas exuberantes, los jardines opulentamente verdes, ¿qué oculta ese “esplendor” colonial?
¿Cómo es el sistema del servicio? ¿Cómo está emparentado eso con la geografía de la ciudad? ¿Tiene que ver el color de la piel? ¿Incide el barrio o el lugar en donde al azar se haya nacido en la ciudad? A quién le quedan esos millones obscenos que ciertamente arriban a la ciudad con todos esos sujetos glamorosos, untados de cocaína, las drogas de turno, el ánimo desinhibido, proclives a mantener sus lazos intactos a través de la endogamia matrimonial, conscientes de que han llegado a una tierra donde es posible el desenfreno. “¿Esplendor? ¿Para quién?”, decía hace unos días en las redes la historiadora Teresa Asprilla.
Quiero poner la mirada aquí sobre dos cosas. Sobre el desacierto que hay en este término y sobre cómo la moda no es el fashion europeo y estadounidense. Durante muchos años me dediqué a estudiar la moda. Me formé en un campo llamado fashion studies en una escuela neoyorquina. Era un sujeto latinoamericano, mujer caribeña blanca mestiza, y asimilé –como lo que creo describe Edward Said en sus propias realizaciones intelectuales– que el paradigma del fashion definía las maneras de entender el tema en otros contextos. Como Said también, me volqué a comprender la herida que eso supone, ese mirarse como “subalterno”, queriendo “legitimidad” de esos paradigmas que nos dicen son los “verdaderos”. Como Said también, me he dedicado más a entender qué significa ese tema que tanto me obsesionó aquí, en los contornos puntuales de mi contexto, mi tierra, sus términos.
La exotización es un tema primordial en lo colonial. Lo colonial es patriarcal. Busca organizar el mundo para “dominarlo”. Para que sólo cierto tipo de personas puedan habitarlo con libertad. La exotización es un discurso que ve en otras formas de vida una amenaza. La exotización es principio de colonizadores, pero también es una retórica que repitieron los movimientos nacionalistas latinoamericanos. Con eso se creó un relato de “centro” y “periferia”. Primero, conquistadores de tierras americanas; después estados-naciones buscando formar identidades similares a las que emulaban. El centro es “civilizado”, la periferia es “salvaje”. Pero lo “salvaje” encanta porque está allí para ser consumido. Lo exótico existe sobre la base de que hay una parte superior, una dinámica de poder. Lo “moderno” es la idea del progreso, del mejoramiento, de lo correcto.
Por eso es interesante que la auto-exotización sea una estrategia frecuente a la que acuden diseñadores y diseñadoras latinoamericanas –o de países africanos– para validarse frente a la narrativa del “centro”. Es decir, en los circuitos del fashion europeo y estadounidense.
La moda no es únicamente ese fashion. Me fascina la manera en que ese concepto es una metáfora impresionante para mirar otros temas que parecen distantes. Como la manera en que el fenómeno está conectado con un tipo de temporalidad y una geografía: la búsqueda de lo nuevo (propia de la modernidad) y lo que pasa en Europa y Estados Unidos. Muchas personas al oír la palabra moda asumen rápidamente que se trata del fashion, justamente. Y, por ende, de que se está hablando solamente sobre la industria, la blanquitud, las pasarelas, las revistas tradicionales, ciertos cuerpos, ciertos lugares, la voracidad explotadora, el desperdicio, los círculos del dinero y el poder.
En las narrativas coloniales y modernas hay mucha arrogancia. Han determinado binarios. Centro/periferia; historia/tradición; moda/folclor. En ese relato, la moda sólo puede ser moderna, es decir, buscar la novedad, idolatrar al bien de consumo que se reemplaza y venir solamente de suelo estadounidense o europeo. Lo demás es “tradición”, “antiguo”, “ancestral”.
Eso es lo que explica que el discurso de Ortiz recurra a palabras como “viaje”, “mística”, “aventura”. Eso es lo que explica este white gaze sobre Cartagena. Son discursos típicos en muchos diseñadores que asimilan su propio “exotismo” o que usan lo que es la “periferia” de su propio contexto –puede ser Colombia o Nigeria– para crear algo “auténtico”. Algo que nutra el apetito de novedad del centro del fashion.
“Auto-exotizarse es una poderosa herramienta de mercadeo que funciona bien tanto a nivel nacional como internacional”, escribe la antropóloga Angela Jansen, “A nivel nacional ha permitido que diseñadoras compiten con la moda internacional porque cumple los deseos que ésta tiene de ‘sabor local’ y que las marcas extranjeras no pueden saciar. Mientras, a nivel internacional suple los deseos por lo ‘exótico’ o lo diferente asociado con el país de origen de la persona que diseña. Sin embargo, esta práctica también tiende una trampa a diseñadores, ya que su potencial de marketing se basa en su asociación a la diferencia cultural, y al mismo tiempo esa misma diferencia cultural es lo que previene la membresía completa en una comunidad de moda ostensiblemente universal, compuesta de diseñadores individuales que claman trascender las restricciones creativas que hay al pegarse a una sola tradición cultural”.
Hace diez años, yo misma propuse reflexiones críticas alrededor de la idea acuñada como caribbean chic (lo estiloso caribeño). Venía de formarme de un paradigma europeo y norteamericano. Yo misma incurrí en la noción de que moda tendría que entenderse como fashion. Aunque mis intenciones eran bondadosas y querían dinamitar una conversación sobre lo que estaba sucediendo con la moda colombiana y el lugar que tenía en eso el Caribe, se fueron abriendo frente a mí muchas más complejidades y matices. Los boleros, por ejemplo, tan deliciosamente ornamentales, tan fluidos para esos escenarios de noches festivas en ciertos lugares de Cartagena de Indias, planteaban su seducción. Podían verse emparentados con esas versiones de artistas latinas en el cine gringo, o con formas del cine mexicano, ondulaciones en las faldas salseras, Pero, ¿quiénes y dónde podían usarlos? ¿Qué tipo de mujeritud o feminidad personifica esa estética? Una tensión constante en la moda colombiana: la clase social. Si lo chic caribeño hacía visible ciertos códigos, ¿qué quedaba por fuera? Nunca propongo respuestas finales ni mucho menos certezas. El concepto era un punto de partida, y mis visiones sobre él han cambiado notoriamente.
Para mí mirar la moda críticamente implica también asumir la incomodidad de sus simultaneidades. No se puede negar que la moda de Johanna Ortiz –que este año está consolidando una década de éxito en las esferas globales– tuvo que ver en mostrarnos la manera en que la moda, como imagen, puede ser política también. En su caso, contribuyó a asuntos de política internacional, de eso que empezó a pasar cuando en ciertos lugares del mundo, al mencionar Colombia, dejaran de surgir únicamente las asociaciones con guerra, violencia y narcotráfico. La moda colombiana empezó a tener su momento de visibilidad.
Eso logra demostrar que la moda es fuerza cultural, que tiene, como en este caso, la posibilidad de crear nuevos imaginarios para comunidades que se visualizan a sí mismas. Y esto es importante. Vestirse de Colombia empezó a hacerse una manera de honrar la propia identidad.
Puede que esa corriente de elegancia caribeña haya tenido efectos bondadosos, pero ¿cuál es el costo de esos imaginarios útiles? ¿A qué esplendor se refiere este libro? Porque está el tema de la mirada. ¿Quién está mirando aquí a Cartagena de Indias? Ah sí, las élites, locales y foráneas, las que también recuerdan que sus modas pueden ser vehículos para sus propias ideologías. Derechistas, conservadoras, cómodas y silenciosas ante la injusticia, y así. La moda puede ser política, ciertamente, pero mantener el status quo o reproducir miradas que enaltecen el colonialismo como poder son posiciones políticas también. ¿Cuál es el “esplendor” que pretenden hacer visible marcas como éstas?
Me he extendido y debo detenerme. Esta discusión –cuya complejidad no cabe aquí- nos recuerda que la moda no puede desligarse de la arrogancia epistémica. Es decir, de la arrogancia de creer que se es el centro del universo. La moda nos recuerda que ella también es un lugar para desobedecer. Por ejemplo, desobedecer a la idea de que moda es sinónimo de fashion.
El término esplendor, ese sí que nos permite desobedecer también, crear nuestras definiciones, nuestros términos. Como nos recuerda Salazar, son muchos los esplendores latinoamericanos que existen por fuera de la narrativa del fashion estadounidense y europeo. Nuestro esplendor es la resistencia. No es aceptable ni correcto adjudicar semejante belleza a la llaga que es lo colonial. Lo que las marcas de cierto segmento de la industria parecen no querer entender es que esas ideas de moda hoy son obsoletas. La moda es postura, crítica, cultura, política, significado, sentido. Nuestro esplendor está en definir nuestras propias definiciones, nuestros propios términos. El esplendor está en ver que la moda, el estilo, son lugares para imaginar un mundo diferente, no el que ya no se sostiene.