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Un repaso de imágenes. Un torbellino de postales. Tantas. Una, por ejemplo, con un séquito de mujeres, pelucas color magenta, todas sosteniendo bocinas, plantadas frente a otra comitiva, varones, uniformados de verde. En sus voces amplificadas, denuncias de violencia. Una mujer, rostro encubierto, megáfono en mano, el cuerpo anclado frente a una revista tradicional, la estructura de agua en la respetable entrada de la carrera novena de Bogotá cubierta de un líquido rojo que evoca sangre. La fricción para la mirada. La aspereza de la imagen. Personas no binarias y trans, envueltas en cintas amarillas con señales que leen peligro, bailando gloriosamente, con esa gracia potente y singular del vogueing, ejerciendo la fluidez de sus movimientos al sonido de una guaracha, frente a agentes del Esmad que se apresuran a detenerlas, y ellas, insistentes en su baile, dejando ese momento de belleza indeleble: la resistencia de la danza por encima del miedo a ser dañadas.
Tantas imágenes. Los cuerpos en las calles. Millones. Apenas eso, ese acto mismo como una declaración estética; aventurarse a situar el cuerpo allí, entre la multitud que aclama. Cuerpos vestidos de un sinfín de variaciones de resistencia. Allí para resistir gases, golpizas, fuegos, la mismísima muerte. Y los murales, desproporcionados, abrumadores, grandes. Dicen también: “Resistencia”. “Si aquí la gente para, el Estado dispara, fue la orden del para”. “Todo está muy paraco”. “Digna rabia”. “Fuerza, pueblo”. Las cifras de los cientos de desaparecidos y la pregunta, explayada sobre el asfalto, retratada desde las alturas: “¿Dónde están?’”. Otras tantas. “Sin salud y educación, escogemos subversión”.
En casi dos décadas de habitar Bogotá, algo que implica asimilar en las retinas sus proporciones desniveladas, sus ariscos contrastes, su halo grisáceo, nunca antes, nunca así, los rastros del descontento en la piel misma de la ciudad. Murales descomunales. Escritos de toda índole en toda superficie viable.
La estética, pese a ser un universo que puede ser despreciado por su lazo con las apariencias, puede ser índice de algo que escapa justamente la inmediatez visual. En ella se teje la tensión entre mera superficie y posible significado. Las últimas semanas en Colombia, con su acervo de imágenes, nos hablan también sobre la estética del dolor. La estética de la herida que ha estallado.
Las estéticas en Colombia, además, están atravesadas por el vector feroz que es aquí la clase social. Sus expresiones suelen amalgamar variables que sobrepasan el aspecto de las formas. Lo que se estima estéticamente ideal en un lugar suele estar definido por factores como las imágenes que circulan de manera predominante, la posibilidad material de los seres humanos que componen el lugar. Por eso el sentido de la belleza, del gusto, de lo ideal es fluctuante, por eso también reside en gran parte en las peculiaridades profundamente específicas de un contexto determinado.
Históricamente, la protesta social, la convicción revolucionaria ha tendido a estetizarse. Se expresa de algún modo en las apariencias también. Fidel Castro, pese a toda su retórica antiyanqui, antiburguesa, y con toda la jerga propia de las revoluciones de aquella estirpe, se presentó, si se piensa, y desde temprano, a través una marcada actuación en la apariencia. Uniforme, barba, gafas de pasta, habano. Todos fueron códigos que no sólo expresaban una política que se afianzaba, sino que fueron rápidamente acogidos por su comitiva inmediata. En los 60 estadounidenses, conforme estallaban vertientes distintas del movimiento de los derechos civiles, con la comunidad negra y las mujeres al frente, los Black Panthers también consagraron su lucha alrededor de unas formas de apariencia. El cuero negro, los afros, la uniformidad afirmativa, las fórmulas de la resistencia antirracista y radicalizada.
Históricamente también, la naturaleza misma de la protesta social ha sido justamente la de incomodar. Sacudir el orden enquistado. Revolver las esferas. Remover las fibras. De allí que tantas de sus fórmulas sean confrontacionales, que nos inquieten, nos choquen, que nos rueguen una atención sostenida, que nos interpelen. Y aun así, en Colombia, se ha hecho extrañamente necesario seguir explicando la naturaleza que implica justamente el verbo mismo, protestar. Parar. Confrontar. Resistir. Reclamar. Todos implican necesariamente incomodar. Al orden patriarcal, al sistema inerme e inclemente, a la muerte, a la política de la represión, al autoritarismo que elige maltrato, al clasismo, a la indiferencia.
La evidencia señala que el poder elige de manera constante maltratar a la ciudadanía como una forma de imponer su lógica de potestad. Entonces, están también las imágenes de uniformados que, de manera arbitraria, insolente, inhumana, cruenta, golpean a jóvenes, violan a mujeres, disparan contra cuerpos desarmados. En el fondo, se defiende una autoridad patriarcal, que insiste en desoír el clamor colectivo, el dolor de la gente, que desprecia a los jóvenes, que elige reprimir por encima de oír o considerar. Es, nuevamente, la personificación de todo el orden patriarcal.
También hay algo profundamente estético en el uniforme mismo del Esmad. Aquel negro que camufla al individuo, las armaduras literales de los cascos, los aparatos que van en el torso, esos objetos que marginan daño, el escudo que precede la actuación del cuerpo. Y el contraste. La alarmante diferencia, capturada también en tantas imágenes que han documentado el fragor en las calles, de muchachos y muchachas que se enfrentan a esos cuerpos protegidos, envueltos de negro, armados, pero ellos sin armas, apenas con ira, con piedras, con llanto, con la acumulada llaga de habitar un país que les yergue cercos. La estética de esa desproporción abismal.
El celo con que añoran preservar el orden conocido, para mantener intocado todo esquema que les descoloque de lo que les es familiar, gesta unos sesgos. Exigen una asepsia del levantamiento popular. Exigen que la herida larga e inconmensurablemente honda de un pueblo vasto se ciña a sus ordenamientos estéticos. ¿No consideran, tal vez, que la estética del dolor no puede ser similar a la de sus propias circunstancias? Hay una ceguera allí, una reticencia a mirar y a hacerlo con la solidaridad que implica imaginar una realidad común para tantos.
Los signos de la estética no funcionan en el vacío abstracto. En el mundo de los estilos, las cosas también asumen significado sobre todo según el contexto. El blanco, que es un color históricamente asociado a los ánimos de pacificar, se tornó en días recientes, en cambio, en un tono que revela unas connotaciones contrarias. Es un color que erige clasismo y con ello indolencia. Es el gesto vaciado. El mismo que tienen las iniciativas de señoras burguesas que llenan su vocabulario de palabras como amor y paz, a través de esquemas que alivian sin ningún interés en el remezón estructural. Es la asepsia de unas castas que han sido socializadas por amplios espectros visuales, educaciones foráneas, barrios y atmósferas alentadas por el dinero que, nerviosas, desprecian la protesta, su incomodidad, porque no cumple sus propios ideales visuales.
En la estética de la protesta colombiana, en las muestras visuales de las calles, en las imágenes que nos va dejando el paro nacional hay estelas de la herida larga. Son los signos de una llaga cuya profundidad no sana con gestos superficiales ni con dinámicas familiares. Allí, en lo visual, los rastros dolientes de lo que escapa la mirada. Y en el dolor, también, la resistencia que hay en crear.
