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Los ojos detenidos en el marco de Instagram. Es este, ciertamente, un mundo doblegado por los caprichos de algoritmos desconocidos. Lo que aparece, como posible novedad, como gancho, es probable que esté ordenado por las maquinaciones obscuras del universo digital. Esa máquina viva que nos espía, que acumula lo que miramos, que sabe qué mostrarnos, cómo estimularnos y qué desear para consumir. En Instagram, además, el buscador es un sitio para el azar. Se presenta como un arreglo de marcos minúsculos que nos arrojan a la dinámica visual de la virtualidad: un mar interminable de imágenes. Imágenes que llevan a otras, derramándose hasta un infinito plano, siempre cambiante, que parece no acabar.
Cada tanto, el buscador que a mí me corresponde se presenta como un caleidoscopio de imágenes femeninas. Incontables mujeres retratadas, capturadas en la pantalla digital. Aparecen frente a espejos, con las ropas que dominan la lógica de los estilos deseables del momento. Están en las calles de ciudades latinas o europeas, casualmente sorbiendo un café, o en movimiento, luciendo, otra vez, ropas en tendencia. Posan. Están allí para ser imagen. Con increíble frecuencia, están en playas o piscinas. En escenarios que permiten el despliegue del cuerpo. Lucen cuerpos trabajados. Lisos. Cultivados. Compaginan la imagen con eslóganes de aceptación. Mensajes alegres, optimistas. Sobre la libertad de ser. Sobre los retos de la vida. Los likes escalan a cientos, a veces a miles de miles. El rango de edades parece amplio también. Algunas son realmente jovencitas. También son diversos los puntos de la geografía. Pero hay lemas que reinciden. Se ven complacidas en el acto de posar. Los cuerpos más distintos encuentran confluencia en el uso de bikinis. Lo que Instagram parece endosar, en estas mujeres, son miles de formas de aparentar.
Lo que vemos nos educa. Esto es especialmente cierto en la tradición de lo que ha sido construido como femenino. Las imágenes hablan sobre lo que es posible. La belleza es política. Esquemas – como los que se encuentran en las industrias de la belleza y la moda - que dictaminan lo que es bello, ejercen poder; hablan sobre lo aceptable y lo deseable. Nos sumerge en temas de representatividad. Puede ser terreno de contestación en temas raciales, de clase social.
Pero hay algo más aquí. En ese tipo de fabricaciones, a las mujeres – o a todo aquello percibido como ‘femenino’ - se les creó también como un objeto especular y supuestamente pasivo ante una mirada activa y masculina. Esto palpita de manera constante en las formas cómo se construyeron las prescripciones y expectativas más rígidas en ese gran binario masculino/femenino. El mandato de la apariencia, las asociaciones entre belleza y feminidad, tienen a su vez, sus propios pesos y espinas. El mundo digital parece incentivar a mujeres de todo tipo a convencerse de que lo más importante está en ser imagen, en aparentar.
El tema, entonces, amerita un cuidado significativo. Nos llama a evadir los moralismos. A esquivar los mecanismos de la condena. A mirar ambivalencias que a veces no tienen salidas rígidas. Pero sí conjura incomodidad y la necesidad de plantearle al asunto algunas preguntas difíciles. No me remito, además, en estas líneas, a fenómenos más actuales como TikTok. Tal vez por asuntos de edad, una parcela de mí se rehúsa a ceder a cada expansión devoradora y caprichosa del neoliberalismo mediático. Así que comprendo que esta mirada contiene, por muchas razones, una serie de límites.
Que las redes permitan que millares de mujeres alrededor del globo se posicionen como sujetos estéticos, intérpretes del estilo, creadoras de sus versiones de belleza no es una novedad. Pero el fenómeno ha escalado. Y ha creado, además, formas diversas de celebridad. Ha generado formatos de influencia. Abunda, desde hace un tiempo ya, esto como una modalidad de trabajo. Se han complicado los formatos. Pero se ha exacerbado de manera feroz la apariencia como vector de una posible identidad.
Aparentar. ¿Una delicia? Ser imagen. ¿Una libertad? Sí hay, por ejemplo, una emancipación significativa cuando se busca complejizar el binario que se ha impuesto sobre las mujeres de tener que elegir entre estética e intelecto. Es, de hecho, una de mis propias expediciones en la vida. La reducción de la identidad a una disyuntiva de este tipo es síntoma de la forma en que la misoginia deshumaniza. Rara vez, y como escribía la estadounidense Naomi Wolf, se cuestiona que un académico o un intelectual, por ejemplo, sean bien parecidos, bien vestidos y vibrantemente brillantes al tiempo. Con las mujeres, por el contrario, y como ha afirmado la escritora Siri Hustvedt, la presencia de la belleza pone bajo sospecha las capacidades del pensamiento o de la autoridad que es también el conocimiento. “Nadie espera inteligencia de una mujer guapa”, ha dicho.
La apariencia seductora y el intelecto radiante, en los varones, se percibe como algo irresistiblemente sexy, la confluencia de variables distintas que, sumadas, aportan riqueza, complejidad. El derecho a esta complejidad, enteramente humana, sigue siendo un terreno de disputa para las mujeres.
Entonces, no se trata de cuestionar el derecho a expresarse estéticamente. A auto-representarse en el dominio digital. A deleitarse en el potencial que hay en la expresión visual. Ni mucho menos de reprender o condenar el despliegue corporal. O la voluntad por ser bella. Lo inquietante es el peso que adquiere, en la balanza, el tema.
¿Qué peso, justamente, está teniendo la apariencia como gran y definitivo vector en la identidad femenina? ¿Quién gana realmente en esa construcción? ¿Es libertad poner la identidad y sus fuentes en un solo lugar? Y en uno que, además, ¿ha sido también un sitio de espinas para las mujeres? ¿Que ha sido exigencia e incluso deber? Las liberaciones femeninas se trataron también, en determinados momentos, de permitir que las mujeres tuvieran justamente identidades más complejas. Por fuera de rótulos largamente impuestos como grilletes y deberes: maternidad, casamiento y belleza. No como opciones sino como destinos ineluctables.
Hay, además, formas de emancipación en la sexualidad. En la desmoralización del cuerpo femenino. Ese es otro terreno que no sido enteramente resuelto todavía. Muchas personas abogan, además, por el poderío que otorga asumir el propio cuerpo sexual. Y como la sexualidad femenina, libre, ha sido tan incómoda a lo largo de la historia, se percibe en asumirla una forma de emancipación con gran potencial. Pero las fronteras entre la auto-cosificación y ese supuesto poderío siguen siendo difusas. Complejas. Movedizas.
Por eso, vale la pena preguntar si todas estas formas de expresar y construir la identidad, toda apariencia, todo cuerpo, todo imagen, todo afán de posar, toda ansiedad de la aprobación (en forma de corazoncito, de me gusta, de likes), ¿son realmente fortalecedoras para las mujeres? ¿Qué pasa con las más chicas? Si las imágenes nos educan, ¿qué están diciendo las de nuestra era? ¿Qué pasa, además, cuando esas imágenes son tan vertiginosamente accesibles y muchas veces, pareciera, que un requisito mismo para operar socialmente?
No tengo las respuestas porque también yo, en mis propias circunstancias, habito algunas cárceles de la belleza femenina. Pero la pregunta me instiga. Me hala, una y otra vez, a enfrentarme a ese marco, poblado de imágenes infinitas, de mujeres que están afianzándose en la lógica de la aprobación que yace fuera de ellas mismas. Porque el asunto con el acto de aparentar como gran fuente de identidad es que remite a buscar la trascendencia por fuera, en otro lugar. En una mirada que tal vez ya no es enteramente masculina, pero sí digital. En una serie de mediciones numéricas, ese numero de me gusta, que alimentan la complacencia, que generan audiencia, que ponen el sentido del valor por fuera del fuero íntimo.
Las mujeres seguimos luchando por ejercer el derecho a ser complejas. Por existir en términos propios. Sigue siendo increíblemente incómoda la sexualidad libre. También la misma autonomía corporal. Seguimos transitando procesos históricos. Vale la pena preguntarnos qué rol está teniendo aparentar en estos caminos. Si el exceso de imagen puede ser, realmente, una fuente de libertad. Lo difícil es que no podemos leer estos temas con los lentes que nos ha legado el conocimiento patriarcal. Necesitamos navegarlo desde la fluidez, la simultaneidad, las respuestas que no se resuelve en tesis y antítesis. Pero necesitamos preguntarnos, sin parar, ¿qué peso está teniendo el ser como imagen, el aparentar como mandato? Seguir atravesando la pregunta con incomodidad.
