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Hijas oscuras

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Vanessa Rosales A.
10 de enero de 2022 - 05:00 a. m.
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Está disponible en Netflix desde hace unos días la película The Lost Daughter, el debut como directora de la actriz estadounidense Maggie Gyllenhaal. El filme es una adaptación de la novela corta de 2006 La hija oscura, de la escritora que publica bajo el seudónimo Elena Ferrante.

(A los detractores de cierta longitud en los textos, les sugiero que no prosigan la lectura. Porque la obra de Ferrante es de gran pasión para mí, se encuentran ante una larga columna. La más larga que he escrito aquí, de hecho).

No creo que sea fácil traducir a la dimensión visual las texturas singulares de la prosa de Ferrante. Esa forma suya de nombrar lo que parece que no puede decirse. Esa viscosidad sensorial de la subjetividad femenina. Esa gloriosa sombra que sostiene sus claridades. Los recovecos en sus formas de relatar. La incómoda materia de su mirada y estampa narrativa. Creo que es muy diciente la elección que ha hecho Gyllenhaal. No sólo por el reto que supone, justamente, llevar a las imágenes en movimiento una de las obras de la escritora italiana; también porque hacerlo da cuenta de las posibilidades de lo “femenino” en la subjetividad fílmica. Creo que es muy revelador que haya sido justamente una obra de Ferrante para adaptar y dirigir lo que haya elegido. Su mirada está puesta en aquellas cosas codificadas – y despreciadas – también como femeninas: lo íntimo, lo doméstico, la experiencia de ser madre.

El filme, destapa, para mí, dos elementos que se sienten agudamente relevantes para la atmósfera que actualmente vivimos. Por un lado, permite pensar un poco más sobre lo que puede implicar una intensa mirada femenina (un female gaze), en campos como la literatura y, en este caso, el cine. Qué pasa cuando es una mujer la que mira, la que narra, la que dirige. Es inevitable evocar, por ejemplo, la formidable realización de Jane Campion, The Power of the Dog, también en Netflix; así como la adaptación de Greta Gerwig, en 2019, de Mujercitas. Algo sobre el espíritu de la época y la “feminización” del canon.

Quiero anotar aquí, -como siempre y antes de seguir-, que referirme a términos como ser mujer y lo que se entiende por femenino se tratan, sobre todo, como construcciones maleables. No se basan en esencialismos. No están ligados a la turbia rigidez de la biología. Estreso que estos términos no se dan por sentado aquí, que sirven para nombrar, para reclamar, para problematizar y para observar su cualidad de fabricación. Se tratan, entre otras cosas, como códigos perceptivos.

Dicho esto, lo segundo que, desde mi mirada, desencadena la película, es un llamado a seguir problematizando otro de los asuntos más asociados a las mujeres, a lo femenino: la maternidad. Ser madre, -que durante siglos se construyó como el único y “natural” destino-, es un terreno viscoso, huidizo, construido largamente por la mirada patriarcal, y que continúa, como tantos otros aspectos de la experiencia de sujetos femeninos, viviéndose y nombrándose en términos más propios. Seguimos encontrando las palabras y las formas.

La maternidad es un tema incómodo. Por varios motivos. Puede serlo si es vista desde la franqueza que escapa del mandato patriarcal, tradicional. También descoloca que sus significados puedan describirse por fuera de tantas visiones que, en últimas, achatan la experiencia femenina, al despojarla de contrariedad, de relieves, de complejidad. La misoginia deshumaniza a las mujeres. Sucede lo mismo con las exigencias y miradas hacia la maternidad.

Desde el primer instante – y tal y como hacen las palabras de Ferrante – la película permite un vistazo a formas que, posiblemente, hablan sobre cómo miramos algunas mujeres. Me refiero a los recursos de la cinematografía que emplea Gyllenhaal. Las cadencias acercadas. La memoria que flota en un presente donde existe una simultaneidad sensorial. La mixtura entre los pensamientos o las sensaciones abarcadoras, untadas de las minucias del presente, prosaico, mundano, mortal. La fijación en el detalle.

Está la precariedad de la soledad que también se goza a sí misma – una mujer sola, llegando a un bonito apartamento, en una isla, dejándose quemar por el sol mientras lee y escribe. Una mujer que experimenta a solas, en la espalda, una herida; que expulsa un insecto de su cama, que experimenta a otros como intrusos en su atmósfera. Una mujer que se fija en otra más joven, donde se reconoce, tal vez, a sí misma, un yo suyo más joven. Están los silencios. Las intuiciones. Los estados anímicos indecibles. Las contrariedades. Los rezagos de culpas no tramitadas.

El personaje es Leda. El escenario es una isla. Ante su mirada emerge Nina, su pequeña hija, una muñeca, y su familia ruidosa, de aire sombrío y posible estela criminal. Su frase “los hijos pueden ser una responsabilidad arrolladora” anticipa lo que oculta la zozobra en la mirada del personaje primordial.

En La hija oscura, Elena Ferrante escribe: “A Bianca la quise, se desea un hijo con una opacidad animal reforzada por las convicciones corrientes. Llegó pronto, yo tenía veintitrés años, su padre y yo estábamos en medio de una dura lucha por conservar nuestros puestos de trabajo en la universidad. Él lo consiguió, yo no. Un cuerpo de mujer hace mil cosas distintas, trabaja, corre, estudia, fantasea, inventa, se agota y, mientras tanto los pechos se agrandan, los labios del sexo se hinchan, la carne palpita con una vida redonda que es tuya, tu vida, y sin embargo empuja hacia otra parte, se separa de ti a pesar de habitar en tus entrañas, feliz y pesada, gozada como un impulso voraz y aun así repulsivo, como el injerto de un insecto venenoso en una vena. Tu vida quiere ser de otro”.

Fragmento feroz. Que nombra, de manera temeraria, estados que pueden ser reconocibles para algunas mujeres que han sido o son madres. Apego y desapego. Antipatía y simpatía. Extrañeza y familiaridad, como escribió en algún momento, sobre Ferrante, Judith Thurman. Oscilaciones. Simultaneidades. Aquello que las mujeres, cuando son madres, muchas veces no pueden, no “deben” decir. Ferrante admite que su sujeto narrador experimente el apetito del desprendimiento, la repulsión incluso, el cansancio, querer huir, ausentarse, querer seguir viviendo, respirar. A veces lo uno, a veces lo otro, a veces el goce, la conexión, pero también la duda, el hastío, a veces, todo, mezclado entre sí.

El cuidado doméstico ha caído históricamente sobre lo femenino. No todos los temperamentos, no todas las circunstancias están dadas para que las mujeres que añoren tener vidas académicas o intelectuales, logren maniobrar las demandas de la maternidad y las actividades que esos oficios requieren. La lógica patriarcal impone jerarquías. En el ordenamiento de polos que se oponen entre sí se es o no “buena” madre. No hay gamas, ni matices, no hay complejidad. Especialmente en la maternidad. A las mujeres se nos prohíbe la complejidad. La contrariedad. Se nos imponen los estados puros, los sentimientos puros, simples. Sobra decir que sobre los padres no recaen requisitos de la misma intensidad o del mismo tipo. Se condona mucho más a los padres mediocres, ausentes o torpes.

Recibimos, las mujeres, desde pequeñas, una violencia tan feroz, que a veces cuesta comprender cómo no es más evidente la manera en que repta en nuestra manera de vivir. A las que somos criadas bajo el influjo del catolicismo se nos dice, desde niñas, que el único, el único modelo al que debemos aspirar es una ficción: una madre virgen. Ese espejismo va más allá del arquetipo de la cristiandad. Ese arquetipo es una exigencia social, ubicua, que habla sobre las expectativas voraces y demoledoras que se ejerce sobre las madres. Habla sobre un ideal femenino de madre abnegada, siempre dulce, felizmente sacrificada, que se entrega dócil, sin quejas, sin sombras, sin iras, sin dolores, sin fisuras. Una mentira.

El filme nos lleva atrás. A la memoria de Leda. A sus instantes de sofocación. La del presente confiesa que cuando sus niñas estaban pequeñas, en esas escenas que la memoria evoca, la asfixia fue mayor. Cuando tenían cinco y siete años, se marchó. Las dejó tres años. Vemos, por ejemplo, a esa joven Leda partir, convocada por un evento académico donde compartir su trabajo, dejar todo organizado, cada instrucción, cada bocado; la vemos en una habitación de hotel, la vemos recuperarse como sujeto erótico, deseante. La vemos sentir y ceder en su apetito por otro varón. La vemos recuperarse como individuo. La vemos restituirse el espacio solitario. Por fuera de la asfixia. La soledad como “lujo”.

Quiero anotar, además, algo que encuentro encantador sobre la singular mirada femenina de Maggie Gyllenhaal como directora aquí. Está el profesor que cita el trabajo de Leda con deslumbrada admiración, que sirve como el vehículo para que ella vuelva a mirarse a sí misma. Ferrante nos recuerda en distintos momentos de su obra que, para las mujeres heterosexuales, enseñadas a adorar en el altar del amor, que los varones son contingentes, pero no lo es el propio trabajo, no el propio ser, la identidad, fluctuante. En este caso, el académico con quien trasgrede el lecho matrimonial es un conducto hacia ella misma, la forma de recordar de lo que puede hacer y ser. Quien hace este papel es Peter Sasgaard, el esposo de Gyllehnaal desde hace más de diez años. Me gusta ese elemento. Me gusta la mirada femenina que conoce a ese hombre, desde el amor, los ritmos de la familiaridad, los cambios del deseo, y la manera cómo lo presenta ante nosotras como un objeto deseable. Hay una sensualidad allí que encuentro refrescante.

Leda ve – o proyecta, a veces los límites se diluyen entre sí – una sofocación semejante en Nina. Aparece la muñeca como ese objeto alrededor del cual gravita el simulacro que hacen las mujeres, siendo niñas, de ser madres. La muñeca es un lugar donde imaginar, donde identificarse. Y es un tropo en Ferrante. Muñecas intercambiables. Hijas que se dejan. Madres que deben quedarse. Niñas que se pierden. Y, también, una forma de oscuridad que no es otra cosa que la recuperación de la complejidad femenina. Ese ser mujer, ser madre, ser todo lo que podemos ser, por fuera del binario.

No todas somos madres, pero todas somos hijas. Y en ese sentido, pensando en que el feminismo también es nombrar el mundo, seguir nombrándolo, muchas, muchas de nosotras también seguimos relatando los vínculos espesos, raros, bellos, contrariados, que hemos tenido con nuestras madres. A quienes a veces juzgamos desde el prisma de nuestro presente. De quienes heredamos linaje lastimado. En quienes han recaído los pesos innombrables de misoginias enquistadas. Nuestras madres, humanas, que han hecho lo que han podido, con lo que han tenido, en sus circunstancias. También madres oscuras, madres crueles, madres violentas, madres enfermas. Madres atrapadas en su padecimiento, como la que narra de manera punzante y bella, en Nada se opone a la noche, Delphine de Vigan. También somos hijas heridas, hijas mirándose, hijas oscuras u oscurecidas por nuestras historias familiares.

Para mí la emancipación feroz que ofrece la literatura turbia y bella de Ferrante es atreverse también a acoger las propias sombras. Es que, también, seguimos luchando para “normalizar” la complejidad en las mujeres. A tener el derecho a ser complejas. En Ferrante, es esa osadía suya de poder decir que atravesar la maternidad no es, no puede, no debe ser cómo han dicho los hombres. Que cada mujer sentirá su experiencia de manera singular. Que esa experiencia admite desesperación, agotamiento, arrepentimiento, brusquedad, el deseo también de largarse, de hacerlo o no, de ser mediocre a veces, de hacerlo como se pueda. De hacerlo como humanas.

En una escena del filme, se cita a Simone Weil: “La atención es la forma más pura y rara de generosidad”. La exigimos de las madres. Olvidamos que las circunstancias históricas, sociales, íntimas, implican que muchas veces ellas no puedan tener esa generosidad consigo mismas. Somos hijas de esos claroscuros. Lo femenino también es el derecho a reclamar lo que se ha castigado o condenado por su supuesta oscuridad.

vanessarosales.a@gmail.com

@vanessarosales_

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Camilo(gibaw)12 de enero de 2022 - 04:34 a. m.
Que cantidad de términos sin sentido. Un memorial de códigos subjetivos. Muy idealista la escritora enalteciendo hechos relatos épicos, todas las descripciones aquí estan fuera de la realidad. Que triste encontrarse uno con personas idealistas que se mantienen incongruentes con el materialismo con que opera la realidad objetiva. La columnista se apoya en un relato histórico incorrecto. Que triste
Alfredo(44610)12 de enero de 2022 - 02:48 a. m.
Hay personas que leen estás columnas para validar modos de pensar e imaginarios particulares,y cuando no están de acuerdo, todo se resume en hablar de ladrillo o en desvalorizar lo que esuy diferente de sus modelos y por tanto malo...para algunas personas todo lo pasado fue mejor y no nos compliquemos, tal vez para esas personas mejor sería haberse quedado een los árboles y no llegar a caminar erg
PEDRO(90741)11 de enero de 2022 - 10:06 p. m.
Cuenta regresiva: faltan 208 días para que termine este hipócrita gobierno. Si le es posible, sea testigo electoral en su sitio de votación.
Dorita(37038)11 de enero de 2022 - 03:49 a. m.
Acabo de ver la película y encuentro su columna. Se complementan y se aprecia mejor la puesta en escena de la directora, quién también es la guionista, el meticuloso trabajo de conservar el alma de la obra en un lenguaje visual. Olivia Colman, excelente actriz. Gracias Vanessa por su apreciación.
Olga(88990)11 de enero de 2022 - 12:19 a. m.
Como espectadora no soporté 15 minutos de la "cinta" de marras. La columnista se pregunta qué pasa cuando es una mujer la que "mira" y "narra". Solo me atrevo a recordar, a mis años, aquella forma de ver y narrar de una mujer como Liliana Cavani, por ejemplo, o si se trata de una fotógrafa, recuerdo a la memorable Tina Modotti: un par de maravillosas "hijas oscuras" del arte de hacer arte.
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