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“Parece que los hombres viven las relaciones y son las mujeres las que las piensan”, escribió la chilena Marcela Serrano en una de sus novelas de 1991. Tres décadas después, la línea parece mantenerse viva con asombrosa nitidez. En las construcciones históricas sobre lo femenino y lo masculino se han tejido todo tipo de desniveles.
Una de esas disparidades está en el mundo interno. Y ha dictado que al dominio femenino corresponden los sentimientos, lo privado, lo íntimo, lo doméstico. Lo masculino, en cambio, debe actuar, va hacia afuera, existe en y hacia lo público, no cede a las emociones, proclama una supuesta racionalidad que no puede ser perturbada por los asuntos más humanos.
El desnivel está también en la búsqueda furtiva del amor. Durante siglos, a las mujeres se les dijo que, independiente de las contingencias más diversas de la vida, algún día, de alguna manera, la posición de esposa llegaría. El casamiento, que durante siglos también fue un contrato social, económico y político, fue usado como una manera de ejercer disciplina sobre la sexualidad de las mujeres. Llegarás virgen. Sólo podrás ejercerte erótica si es para cumplir como madre, ese otro gran y único deber. Sólo mucho después, el amor apasionado, de frenesí, llegaría a ser una condición para ese contrato. Antes, era ridículo siquiera considerar que algo tan arbitrario, caprichoso, inexplicable e inefable como el amor definiera un contrato que requería de tantos cálculos. (La historiadora Stephanie Coontz desglosa las fluctuaciones del casamiento a lo largo de la historia humana).
Que a las mujeres se les dijera, desde pequeñas, y por todo tipo de razones, que en el amor estaría la realización existencial contrasta con que a los hombres se les enseñara que había cosas mucho más “importantes” para su identidad. ¿Amor? Tal vez. No mandato, sino elección. Me gusta mirar estos temas de esta manera. Síntomas de fabricaciones añejas, enquistadas tercamente en nuestro fondo histórico. Mirarlas así permite ver que son invenciones. Que cada época fabrica sus mandatos y que en esa empresa ha habido tendencia a construir lo “femenino” como algo ligado a la subordinación y no a la libertad.
En los últimos cincuenta años más o menos, muchas mujeres han venido haciéndose preguntas incómodas. Qué significa ser mujer. Qué significa la identidad por fuera de esos mandatos fijos y avasallantes como matrimonio y maternidad. Qué significa entrar al campo laboral, público, intelectual. Qué significa amar en libertad. Qué significa la feminidad con los sacudones de tantas liberaciones y fogonazos. Desniveles. En muchas de estas mujeres se abre, como indica la escritora Vivian Gornick, una brecha entre teoría y práctica. El fogonazo de la política revolucionaria permite claridad. La brecha se abre. La vida, dice Gornick, es un peregrinaje en esa brecha. Un interminable recordar lo “que se sabe”.
Si a las mujeres nos han dicho, desde siempre, que el amor es el grial de la trascendencia, y si a los hombres les han dicho que es una posibilidad en una identidad mucho más compleja, ¿qué pasa en nuestros tiempos? Parece existir un desnivel. Lo oigo en las conversaciones con gente amada. Lo veo en los desbarajustes que son los afectos. Lo veo en los intersticios que atraviesa mi generación, por ejemplo (conocimos el mundo análogo, entramos en la pre-adolescencia al mundo digital, no cabemos en los moldes de antes, no sabemos bien cuáles son las cartografías de nuestro contexto). Lo noto en la textura de la vida que llevo.
Tantas mujeres que se han ido incomodando, tantas mujeres que se han mirado de frente, que se han preguntado tanto, que se han cuestionado los cimientos de todo aquello que les fue indicado debían ser. Y allí, en simultáneo, parece haber una orilla amplia de hombres que, enseñados a experimentar la masculinidad de determinadas formas, no se han cuestionado de la misma manera. Hombres que no se han incomodado al mismo nivel. Esa brecha. Ese desnivel.
En esa virilidad tradicional, esa misma que enseña que los hombres actúan y no sienten, que piensan “racionalmente” y se desentienden del mundo interno, es común que muchos no se miren adentro. Que no se hagan preguntas incómodas. Que no se cuestionen. La masculinidad, para mí, ha sido también una construcción que promueve la irreflexividad y la indolencia. Se mueve al ritmo de su propio deseo. No se detiene. No se elabora a sí misma, ni se piensa. Es el precio de se “actuar” hacia afuera, de ese colonizar, de esa existencia pensada para la exterioridad.
A veces, también, tengo la impresión de que, así como parecemos estar en ubicaciones contrarias en términos políticos, sucede algo similar en los afectos. Como si estuviesen por un lado los “libertarios” y del otro los “burgueses” – términos improvisados. Términos para nombrar, pero que no alcanzan a pincelar toda la complejidad de esto. En la primera orilla, muchos y muchas no cabemos en las fórmulas del amor tradicional (cásate, procréate, abdica tu identidad, encarcélate, hazlo en nombre de la convención, revive toda la parafernalia social de nuestros padres, por ejemplo). En la segunda orilla, abundan los seres humanos complejos que añoran vivir en sus propios términos, también desear, amar, cuidar y recibir cuidado, pero que no caben en las molduras rígidas que se impusieron sobre nuestros ancestros. Vamos ensayando nuevos métodos, formas inéditas, caminos no andados.
¿Cuál es el precio o la consecuencia del simulacro? ¿Qué tanto de lo que vivimos tiene que ver con esa auténtica expedición de nuevas formas? ¿Dónde trazamos la línea entre el mercantilismo o el consumismo? ¿Qué tanto es libertad y qué tanto facilismo? En estos rótulos más “libres”, más “anarcos” del amor, de lo afectivo, ¿qué tanto se están ocultando facilismos de ciertos patrones masculinos? ¿Qué tanto de estos códigos de “amores más libres” están reforzando esa irreflexividad, esa indolencia, ese consumismo insaciable que también se enseña en la masculinidad? ¿Será que el amor y el deseo son formas actuales de consumismo eterno también?
En esa virilidad tradicional, muchos hombres aprenden a evadir el paisaje de la emocionalidad. Evaden el mundo interno. No van a terapia. Decir eso, “hombres en terapia” puede ser tan literal como figurativo. Se refiere a mirarse. Interpelarse. Incomodarse. El mundo de las emociones es turbio, el terreno del misterio. Muchos hombres aprenden a no hablar de ese aspecto de la existencia. Por el peso que justamente ha tenido lo doméstico y lo privado en la mujeritud o en lo femenino, muchas mujeres, en cambio, hablan, lloran, expresan. Cosiendo, juntas, conversan. Sentadas en mecedoras, se hacen confidentes. En chats, se cuentan sus penas. Esto ha concedido cierta libertad, ha concedido un terreno para explorar lo cíclico y lo volátil del sentir.
Lo trágico del género es que se ha usado más para prescribirnos. Nos somete a roles. Nos instiga con sus expectativas. No nos indica, desde temprano, a concedernos el permiso de ser complejidad. Los hombres fueron criados para actuar. Para vivir en lo externo, sí. Pero esa masculinidad también consiste en el purgatorio de lo femenino, rehúye de la interioridad. Muchas mujeres van a terapia, o tienen recursos en sus vidas que pueden parecérsele. Cuando hablo de terapia, me refiero también a ese ejercicio de discernimiento, de evaluar el mundo interno, de compartirlo con otros, de navegar esa dimensión humana.
No todos los hombres, ni todas las mujeres. Creo en rehuir de las narrativas totalizantes. Pero también es cierto que me interesa lo estructural. Las recurrencias. Y estas líneas buscan reflejar a quienes encuentren en esto alguna medida de identificación. Existen tantos modos, tanta bendita hibridez, tantos matices, tantos claroscuros, tanta vida. Narro, entonces, desde la enunciación situada. Ser mujer. Amar a los hombres. Reconocer los mandatos anacrónicos del mundo que me fue trazado. Y, al tiempo, siempre, incómodamente, tener la habilidad de observar la medida de los propios deseos. Cuando nos miramos de frente, cuando buscamos el autoconocimiento, somos nuestros adoctrinamientos, pero también nuestras insurrecciones.
Tal vez muchas mujeres elucubran una pregunta similar. ¿Se detendrá el varón con el que interactúo, en la especificidad de su tiempo a preguntarse por los significados y sentidos de aquello que se forja entre los dos? ¿Habrá momentos de introspección para él? ¿Ese detenerse un tanto para mirarse de frente y sortear el mundo interior? ¿Se detienen estos hombres a reflexionar, a ponderar sobre cómo conducen sus vidas y por qué? ¿Miden los efectos de sus acciones? ¿Elaboran las cárceles que trazan los mandatos que aprendieron? ¿Se permiten estos hombres que las palabras de afuera les alcancen, más allá del roce de la coraza? ¿Se permiten estos hombres la hondura de la experiencia? ¿Se permiten nombrarla, darle forma, usarla como un modo de comprender las propias fisuras, los mecanismos de compensación, de evasión? ¿Asumen agencia en los efectos que tienen, por ejemplo, en las mujeres con las que se relacionan?
La arrogancia patriarcal desoye ferozmente. El presidente saliente es una personificación de ello. Esa indolencia, esa reticencia a escuchar. Los afectos no están desvinculados de lo político también. Es más, allí, en esas instancias, aparentemente pequeñas, asociadas históricamente a mundos femeninos – lo interior, lo privado, lo doméstico― hay mucho de la revolución que se necesita en términos de paridad.
A muchas de nosotras nos enseñan a navegar las ondulaciones sentimentales. Descendemos y, al menos en muchos ritos de la feminidad, se nos permite reconocerlo. Hablamos. Reiteramos. Somos una caverna auto-observándose. Se nos permite elucubrar. Y esa posibilidad ha generado palabras, términos, modos de decir, siento esto. Incluso, esto ha sido usado, por la misoginia, para condenarnos de sensibleras. Pero, también, para afianzar una experiencia de virilidad que suprime fórmulas similares en su propia experiencia.
¿En dónde nos deja todo esto? Desencontrados. Desnivelados. Mirándonos o encontrándonos a través de brechas. Desfasados. Aunque muchos modelos de anarquía amorosa, de disrupción de los modelos, emergen ciertamente de las teorías que han buscado liberar a las mujeres, a veces tengo la leve sensación de que incluso los simulacros más osados, ―el poliamor, la poligamia, la simultaneidad de afectos y deseos― puede ser un terreno movedizo, proclive a favorecer la irreflexividad de lo masculino también.
También hay otros desniveles, internos, si se quiere. Manojos de mujeres que añoran llevar vidas en sus propios términos, surcando autonomías, creando su experiencia, mujeres que no caben en los moldes sofocantes de los casamientos burgueses, de los amores carceleros, de formatos convencionales (dormir en la misma habitación, en un ámbito doméstico, “para siempre”), pero que tampoco caben en los terrenos de las sexualidades diversas, ni en los afectos simultáneos, ni en las dinámicas “poliamorosas”. Ni aquí, ni allá. No cabemos. Mujeres que añoran ser libres pero que, no obstante, aman solo a los hombres, y añoran un amor, un afecto exclusivo durante un tiempo.
La fraternidad con los hombres ha sido, para mí, un lugar político siempre. Los amo, sí. Pero, también he añorado, desde niña, ser vista como un ser humano por ellos. Para amar en libertad y en complejidad. Para ser escuchada. Para ser considerada. Para crear ese acercamiento, para que el peregrinaje suceda más entre hombres y mujeres, necesitamos, creo, que más hombres vayan a terapia, que más hombres se miren de frente, que más hombres se animen a incomodarse, a escarbar en sus mandatos, en sus cárceles, en sus heridas, en las prescripciones que ha sido también para ellos el género. Más hombres que se animen, justamente, a no purgar lo que se ha concebido como “femenino” en ellos. Que se atrevan a incomodarse. Que se atrevan a interpelarse hondo. Más hombres que nos acompañen en esto.
