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Hombres incómodos

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Vanessa Rosales A.
03 de enero de 2022 - 05:00 a. m.
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Estudio y escribo en abundancia sobre lo que se ha organizado y entendido como “femenino”. Hacerlo implica enrarecer, diseccionar, desglosar. Tomar distancia. Estar adentro. Volver a mirar. Hacer eso permite ver que una categoría de este tipo presenta un estado particular de simultaneidad. En la medida en que busca sujetar, nombrar y definir, al mismo tiempo reclama, problematiza y busca deconstruir. Es una tensión peculiar.

Lo “femenino” se entiende aquí y sobre todo como una fabricación social y cultural. Se asocia, claro, a las mujeres, pero no se queda sólo ahí. Escritoras como Siri Hustvedt indican que se trata de una codificación. Lo femenino se traduce en códigos, asociaciones y también, prejuicios perceptivos, asimilados por todo tipo de personas. Por lo general, y de manera histórica, muchas de las cosas construidas como femeninas han sido tratadas con desprecio, con aversión. Como inferiores, indeseables, incluso indignas. En esta travesía he aprendido, incluso, que cualquier cosa que se le asocie ha resultado agudamente incómoda.

Escritoras como Susana Castellano explican, por ejemplo, que lo femenino se ha asociado a temas como la noche, todo lo inexplicable, ligado a las turbulencias de la naturaleza y a lo que no es cuantificable por el raciocinio (codificado como masculino). En los 70, Hélene Cixous explicaba que, en las distintas organizaciones del discurso, el pensamiento ha tendido a funcionar por oposición. “palabra/escritura; arriba/abajo”. Somos educados a pensar el mundo así – en binario, en conceptos que se oponen entre sí. “En todo (donde) interviene una ordenación, una ley organiza lo pensable por oposiciones (duales, irreconciliables).

Y una de las dicotomías más potentes que se instala entre nosotros, de maneras que ni siquiera alcanzamos a medir, está allí. Por eso, estudiar lo femenino parece conducir, de manera inevitable, a mirar también lo masculino. En ambos casos, este ejercicio es difícil porque busca nombrar patrones y, al mismo tiempo, rehúye de caer en las categorías monolíticas. Las generalizaciones achatan la diversidad y las texturas de la vida. Y, sin embargo, los conceptos dan nombre a elementos que se repiten.

Me pregunto, desde hace años, desde ese campo que es entender qué códigos han sido inventados para asociarse con lo femenino. ¿Cómo son educados muchos hombres? ¿Qué significa ser varón? ¿Por qué serlo implica también cierto egoísmo que bordea muchas veces la desconsideración? ¿Por qué parece que tanto de lo que se ha concebido como viril implica tomar por la fuerza, insistir, dominar, no considerar a otra persona y su sentir? ¿Cómo aprenden tantos hombres, además y justamente, a evaluar lo femenino?

Si lo femenino enseña, por ejemplo, a entregarse al reconocimiento de una mirada ajena, primordialmente masculina, de manera similar hay una masculinidad que abunda y que es educada a no mirar a las mujeres como seres humanos. En esa dicotomía se marcó, entre muchas cosas más, que existía una mirada masculina y activa, versus un objeto femenino y pasivo. Esa fórmula de lo visual opera como símbolo para muchas otras cosas. De una manera también amplia y común, lo masculino enseña que lo femenino está allí para ser consumido, para ser silenciado, para imponérsele.

Lo masculino hay que nombrarlo en plural, sí. Pero tampoco podemos ni debemos perder de vista las variables que sujetan los códigos que también han sido fabricaciones asociadas a esa categoría.

Conozco hombres que no entran en binarios que achatan las posibilidades que hay en los intersticios, en las complejidades que escapan la rigidez de esa dicotomía. Pero también soy una mujer heterosexual que navega el paisaje actual y que presencia, como tantas otras mujeres, lo que denomino un desnivel importante. Porque pasa que, en la carne, en el vivir, ese es un desnivel que estamos empezando a nombrar. Muchas mujeres venimos haciéndonos preguntas incómodas, justamente para entender qué se nos dijo era idealmente femenino. Muchos varones no están revisándose con la misma intensidad.

Una consigna de militancia chilena en los 70 rezaba: “los hombres quieren mujeres que ya no somos, las mujeres queremos hombres que todavía no existen”. Hay una sentencia totalizante en eso, lo sé. Sí existen hombres así, que se permiten explorar su ser, su identidad, su deseo, su sentido de autoridad, de poder, de conocimiento, por fuera de las formas en las que el género las prescribe. Hay varones que se resisten a las imposiciones de un binario que asfixia así. Pero también, vamos señores, con un poco de sinceridad, un poco de autocrítica, sabemos que es mucho más cómodo permanecer en esa autoridad asumida que les ha sido concedida de manera estructural. Sabemos que muchos, muchos hombres todavía rigen su ser por los mandatos que exigen ciertas formas de masculinidad.

Porque, recordemos que lo que muchos antifeministas acérrimos no entienden es que la mirada feminista también es eso: es liberar a todos los seres humanos de las formas en que el género nos obliga a ser determinadas cosas. Como la perspectiva feminista sigue siendo históricamente novedosa, se ha centrado bastante en darle nombre a un tema histórico, donde mujeres y sujetos femeninos fueron largamente codificados como pasivos, secundarios e intrascendentes.

Quisiera poder compartir aquí todo el conocimiento que ha iluminado mis preguntas y que ha producido la gran doctora Mara Viveros. Quisiera poder compartir todas las cifras, los hallazgos que ha tenido, por ejemplo, el doctor Gary Barker en la organización Promundo. Mucho más sobre cómo las fábulas dictan que los varones, en teoría, no “nacieron” para el cuidado, pero cómo, cuando éste se impulsa en el entorno no sólo es capaz de disminuir violencias sino permitir experiencias más felices, más libres. No alcanza en estas líneas.

Por eso este texto es sobre todo una invitación. Va para los hombres. De todos los tipos. Les llama, les convoca a incomodarse. Incomodarse significa descolocarse. Tomar distancia. Hacerse preguntas desde la silenciosa subjetividad que permite verse con un poco más de sinceridad. Es tener humildad.

La incomodidad que aquí se conjura no es castigadora. No es simplificadora. Tampoco es punitiva. Busca el intersticio. Se ubica en la ambigüedad para que, al menos, puedan cuestionarse qué significan ciertas cosas que son difíciles de precisar. (Por ejemplo, qué sienten las mujeres cuando la miro así, qué misoginias me habitan, por qué hay tantas mujeres heridas, por qué tantas mujeres apenas empiezan a nombrar experiencias que de repente se hacen ubicuas). La incomodidad piensa en los lugares intermedios, los bordes, el in-between. Y se centra en la experiencia humana. En ese desorden que es vivir. Equivocarse. Intentar.

A mí siempre me ha interesado el híbrido. Más que tesis y antítesis, justamente, me interesa la síntesis, o mejor aún – y lo adjudico a mi estampa Caribe – el sincretismo. El híbrido es mucho más incómodo que la dualidad jerarquizada, que la mera dicotomía. En ese campo posible, entre lo femenino y lo masculino, aflora la potencia de lo que puede ser.

Necesitamos que muchos más varones se incomoden más. Incomodarse ustedes mismos. Entre ustedes. Las mujeres estamos buscando maneras de nombrar las cosas todavía. Navegando esos modelos provisionales entre las estructuras añejas y las posibilidades que siguen siendo novedosas. No hay respuestas fijas. Pero sí un desnivel significativo. Necesitamos hombres incómodos. Que se pregunten, con humildad, con entereza crítica, qué aprendieron es masculino, cómo aprendieron a mirar lo femenino. La misoginia, entre muchas cosas, lo que hace es enseñar a mirar a las mujeres y a los sujetos femeninos sin humanidad. ¿Lo han asimilado así?

Lo cierto es que hay prisiones profundas en los mandatos de ciertas formas de masculinidad. Hay cárceles. Mírenlas. Hay imposición. Hay violencia. Hay herida que no ha sido atendida. Hay obligación de imponerse. De acallar. De proveer. De insistir. De consumir sin considerar la voluntad de la otra persona frente a sí. Necesitamos que muchos más hombres asuman la postura de aprendiz. Que oigan. Que se descoloquen. Porque el desnivel que hay es una brecha, el desnivel es lo que nos impide encontrarnos, como seres humanos que pueden ser ante nada complejos y libres. Necesitamos el sincretismo. La complejidad. Es el momento preciso. Es el tiempo para su incomodidad. Cuando pensamos en el campo intermedio, cuando nos animamos a pensar y a ser por fuera de la dicotomía, está la promesa de la heterogeneidad. La complejidad nos hará a todos y a todas más libres.

Vanessarosales.a@gmail.com

@vanessarosales_

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Harolt(4566)11 de enero de 2022 - 07:01 a. m.
Creo que el machismo y la misoginia correspondiente, así como el esclavismo y sus religiones, aparecen con la propiedad privada. No sólo la mujer, sino también la naturaleza y el esclavo, son vistos por el esclavista como cosas o recursos disponibles y aprovechables. No puedo dejar de ver cierta paranoia en los discursos feministas cuando generalizan la subyugación como cuestión de género.
Manuel(66071)04 de enero de 2022 - 01:58 p. m.
El feminismo se va convirtiendo en un lenguaje especializado tipo Mandarín.No hay un feminismo , hay mil que varían con las épocas, y con los países, y con sus ideólogas. El consejo al sindicato de hombres es : nunca te metas a opinar porque siempre la llevas perdida.
Diana(30293)04 de enero de 2022 - 01:41 p. m.
Aplausos de pie
Jorge(53826)04 de enero de 2022 - 01:37 p. m.
Excelente comunicación sobre lo que la mujer es y lo que el hombre debe comprender...
Felipe(97456)04 de enero de 2022 - 01:06 p. m.
Que pena con la columnista pero... y la mujer no necesita replantearse ella también? Esas mujeres estilo hombres, que creen que todo lo que ella decida está bien, una tirana, una manipuladora? Su columna es binaria donde los hombres deben y las mujeres ... ahí esperando el cambio del hombre... la veo mal columnista... incomodese y replantéese mejor el problema!
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