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La brújula (es) el deseo (femenino)

Vanessa Rosales A.

14 de noviembre de 2022 - 12:03 a. m.

Me propongo escribir aquí sobre el deseo femenino. Nombrarlo implica, sí, lo predecible. Conduce al terreno sexual, a las formas del erotismo. Pero nombrarlo es entrar en algo más tenue, en el espectro de lo que para una mujer es - o no - posible. Convocarlo es hablar también sobre el potencial de ser un sujeto deseante en libertad. Qué es desear en la vida de una mujer. A qué resquicios, a qué fronteras, a qué fibras dirige. Caleidoscopio que se magnifica.

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Aparece pronto, claro está, la asociación ineludible: cómo ha sido construido, cómo se nos ha enseñado a percibir el deseo femenino. ¿Cómo aprendemos a nombrar a las mujeres que desean y que desde allí se afirman? Parece persistir, como largamente ha sucedido, la incomodidad hacia el hecho de que la mujer exista como un ser sexual. Es curioso – y podría ser hasta cómico si no hubiese allí tanta herida – pero el ser que puede hacer vida es justamente al que se le ha sancionado si, al hacerlo, participa allí de la placidez, el gozo o la alegría. Con pasmosa y sistemática severidad. Incomoda, ciertamente, el goce sexual femenino, sí. Todavía. La taxonomía que existe para clasificar a las mujeres que se entregan a las delicias de esa dimensión de la humanidad suele ser amplia e imaginativa. La encabeza la palabra puta, un término que con frecuencia no conoce medias tintas, especialmente cuando aparecen ante el término que se sostiene como su contrario en una gran y familiar dicotomía, madre (o virgen). Es un término que, por lo demás, no existe en el glosario que define los hábitos similares en lo masculino. No hay términos múltiples para sancionar o condenar una movida o agitada sexualidad masculina.

Miren a su alrededor. Miren atrás. Estamos llenos de arquetipos, modelos, fábulas y moralejas que construyen, astuta e inflexiblemente, toda forma de libertad sexual en la mujer como amenaza de algún tipo. Las cualquieras, las forajidas, las mujeres de vida alegre, las de mala vida, las mujeres que osan habitar su aspecto carnal, esas, en la historia, no han sido celebradas ni exaltadas como las que deben seguirse. A las desobedientes se les disciplina, se les castiga. En un aprendizaje similar, la mujer es un objeto para desear, pero no un ser al que se le haya admitido fácilmente como un ser sexual.

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Para problematizar el tema del deseo, vale la pena repasar algunos rasgos que se le han asignado históricamente a ‘lo femenino”’. Ha sido aquello que no tiene potestad. Que no tiene soberanía sobre la propia vida. Aquello que es pasivo y que está hecho para ser observado, definido por una supuesta mirada, activa y masculina. Lo ‘femenino’, inventado como aquello que ha de ser elegido, que se encuentra fuera de sí; ideado como un ser secundario, intrascendente, sin capacidad para crear significado, una especie de vasija o de arcilla inanimada que existe para ser moldeada por la imaginación masculina. Si se fabrica así, cómo opera el deseo allí.

En una conversación reciente que sostuve (en el podcast que hago) con la radiante Diana Uribe, conversamos sobre cómo la lucha por ejercer libertad sexual fue, indudablemente, un lema importante para toda una generación femenina. La suya lo vivó así. No se permitía que las mujeres tuvieran sexualidad por fuera de los confines del casamiento y la maternidad. El goce, el placer, el jolgorio, el disfrute, la sabrosura en el vivir – nada de eso, en la mujer, era permitido o bien visto. Con su erudición y su embrujadora capacidad para narrar, Diana habla allí sobre las formas en que históricamente se ha castigado el no-sometimiento en las mujeres. Hasta el derecho a la rumba, a vivir la noche, la calle, las sensualidades del festín colectivo, han sido ganancias a pulso, consolidadas por el deseo tenaz que hay en la rebeldía.

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En su novela más amada para mí, la escritora barranquillera Marvel Moreno señala que los hombres inventaron una sórdida maquinaria con la que infantilizar a las mujeres sometiéndolas al mandato de la castidad. A las mujeres que hoy creamos nuestra libertad no se nos pueden olvidar los moldes que subvirtieron nuestras ancestras; lo que enfrentaban mujeres en décadas que nos preceden. No podemos dar por sentado lo que esa desobediencia costaba, la severidad de las normas, la rigidez asfixiante que nuestras antecesoras aprendieron para relacionarse con su dimensión sexual. Entonces, sí, hablar de deseo femenino es pasar también por el despojamiento histórico del erotismo en lo femenino.

Acaba de reeditarse, en Tusquets, En la tierra de Dios y del hombre, un libro escrito por la periodista y escritora de origen barranquillero, Silvana Paternostro, publicado por primera vez en inglés, en 1998. Un libro pionero, oracular. Es otro texto que parece trazar un linaje de insurgencia, escritura e incomodidad a la que correspondería Marvel, pero también Helena Aráujo, y al cual, considero, pertenezco por igual. La simbiosis entre ensayo personal, narración subjetiva y reportaje periodístico arroja una radiografía variopinta de los machismos latinoamericanos. El libro está inscrito en su temporalidad y sigue la posición singular de la mujer que escribe – el punto de inicio es la Barranquilla de los 70, desde donde a los quince partió de manera definitiva para Estados Unidos. La perspectiva contempla ese mundillo en el que le correspondió, aleatoriamente, aterrizar: la élite más encumbrada de la ciudad, los varones que heredaban el poderío político, la atmósfera que incentivaba a que esos niños o adolescentes se ennoviaran con las muchachitas de su casta, con las que habrían de casarse algún día, a quiénes se les cuidaba celosamente la virginidad, a quienes depositaban en sus casas a la hora correspondida para ellos permitirse otras prácticas, donde trabajadoras sexuales o mujeres con las que sí cedían sus propios apetitos, todo lo cual les daba acceso a un mundo hecho para ellos, con nada restringido.

Tanto Paternostro como Moreno parecen ilustrar las maneras en que también se siembra, en los varones, y desde temprano, un deseo contrariado y convulso. Aprenden una división fundamental. La esposa es la mujer de carácter virginal, la madre, la mujer precisa para el asunto matrimonial, pero nunca un ser sexual; sólo a otro tipo de mujer se le desea como para emprender la ruta del erotismo. A esas otras mujeres se les desprecia, en el fondo, por eso mismo. Los hombres que poseen la autoridad de la política y la economía no toman por esposas a mujeres que se sumergen, como ellos, en la carnalidad. Las mujeres, por su lado, aprenden a repudiar su cuerpo, su placer, su deseo, su pulsión sexual.

La historia de las mujeres es, después de todo, también un largo sendero de prescripciones del deseo. Sí, ese que implica el erótico y el sexual. Porque después de todo hemos habitado una tradición, un régimen de lo visible que nos entrega todo tipo de palabras y sensaciones asqueadas ante las mujeres que se atreven a ser sexuales como los hombres lo han sido. O libres. Prescribir el deseo puede ir desde la sensualidad hasta la posibilidad de tener autonomía, poseer propiedad, votar o ser sujeto político.

Pero, el deseo no es solamente una pulsión sexual. Es también la amplitud de todo lo que puede implicar. A tantas nos enseñan a ser deseables. No nos enseñan a desear. Porque desear es el pecado. Es la perversidad. Nos enseñan que el deseo está ligado a la deseabilidad, más puntualmente a ser deseables para cierto tipo de mirada masculina. (En el caso de las que atraviesan, como yo, la heterosexualidad). Nos enseñan que el sentido de trascendencia vendrá de allá, de ese abstracto fuera-de-mí, de esa trampa que es la exterioridad perceptiva.

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Es cierto que los derechos de hoy son distintos, sí, pero también es cierto que hay algo muy obstinado en las maneras en que aprendimos a percibir lo femenino. Si venimos de una tradición que nos legó, inconscientemente, que somos un objeto inesencial, que necesitamos confirmación, que somos un objeto especular que no crea sentido si algo externo no lo concede, ¿cómo mueve todo eso las distintas cosas que puede implicar el deseo femenino?

La sinceridad con el propio deseo, creo, es una brújula vital. Nombraré unos cuantos, pocos ejemplos, que se me ocurren, que destilan de mis entornos, de mis amigas, de mi propio vivir y a los que, espero, puedan ustedes darle continuidad. Qué puede ser el deseo femenino. El deseo de adquirir auto-posesión, de comandar la propia vida, de no deberse a nadie, de tomar códigos diversos de las identidades aprendidas. El deseo de ser compleja. De ser muchas, de ser fluctuante, de cambiar de parecer, de asumirse cíclica, de transitar las paradojas, las inconsistencias, de ser multidimensionales. El deseo de ser una mujer pública o intelectual. El deseo de tener autonomía financiera. El deseo de maternar. El deseo de no casarse pronto o cuando el séquito social lo determina. El deseo de ser un sujeto trascendente, un individuo. El deseo, sí, de casarse, de armar un lecho matrimonial y una mundanidad compartida. El deseo de animarse a otras formas de entender lo que es amar. El deseo de un amor heterosexual, en paridad. El deseo de ser libre pero también de ser amada por un hombre. El deseo de subvertir el status quo de nuestro lugar de origen, sin abdicar a la alegría, al sabor, al gozo de vivir. El deseo que nos mueve, pero también puede cambiar, que nos comprueba que no somos estáticas, ni monolíticas, ni una sola mujer en nuestra vida.

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Una lectora me señaló bellamente que veía en mi libro que, por no ser mirada por los hombres de chica, me convertí como nombra Siri Hustvedt, en “la mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres”. Las no-miradas nos convertimos en sujetos que añoramos mirar de manera activa. Eso reclamaron Moreno, Aráujo, Paternostro: el derecho a nombrar lo que veían, la posibilidad de verbalizar su propia manera de mirar. De la mirada emerge el deseo también. Una vez más, invito a esquivar la literalidad. No es sólo el sexual, aunque también ese, sí.

Mirar es uno de mis placeres. Uno de los sitios donde ubico un sentido de poder. Miro para escribir. Escribo para mirar. En ambas está siempre uno de mis mayores deseos: la libertad. Desear también tiene que ver con mirar. Pero a muchas nos enseñan eso, a buscar, a añorar ser miradas, contempladas, confirmadas por una mirada que nos enajena, que traza un campo por fuera de nosotras mismas. Un sujeto enseñado a existir si es visto por otro siente las medidas de sus deseos como mínimo enrarecidas. El deseo es otra cosa que estamos aprendiendo a nombrar.

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Cuando no miramos activamente, cedemos nuestro deseo a otra fuente, otra mirada, otro lugar. Lo femenino también puede ser esa experiencia de dualidad, de desdoblamiento, de mirarse a sí sabiendo que se está siendo vista. Pero aprender a mirarnos es, tal vez, el peregrinaje de toda una vida. Mirarnos es también asumir nuestra posibilidad de desear.

Me satura por momentos la mirada masculina que, creo, anticipo en el terreno del deseo afectivo. Esas cosas que, tal vez, de pronto, para ser deseada, “debo” cumplir. Comprendo que estoy contenida por mis propias contingencias. Esa suma de especificidad que, no obstante, refracta algo sobre el momento histórico que habito, sobre las estructuras que me rebasan; una peculiaridad donde puede haber, además, algo, pistas, sincronías, similitudes con otras experiencias femeninas. Me agobia por momentos el aprendizaje que parece ser más grande que yo, esa asimilación de una cierta inferioridad ante la mirada varonil en la esfera de lo afectivo. Forcejeo con el vicio aprendido de la confirmación que se extiende allende a mis fronteras, a los contornos de mí misma. A veces, por ser deseable, abdico a la brújula que es atender, ser consecuente con mi propio deseo, con la audacia de la sinceridad.

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Alguna vez, saliendo de las escaleras de mi edificio, en esta búsqueda incesante por dar con las palabras que permitan aclarar los terrenos baldíos que se abren entre la práctica y la teoría, sentí de pronto que todo esto, que esos mismos pasos que daba sobre el entorno cotidiano, en esta vida que me es posible atravesar, que todo, para mí, consiste en ser mujer y vivir la vida en los propios términos. Esos términos, como el ser mujer, varían. Son muchas las formas posibles. Lo que libera a una tal vez no emancipe a otra. La libertad de algunas puede implicar algo de emancipación para muchas. Voy descubriendo – o nombrando de manera más puntual – que, en el corazón de esa libertad, está la posibilidad de desear.

Es la consecuencia con el propio deseo lo que es tan importante y también tan difícil. No todas pueden desear. Y las que pueden hacerlo más, ¿cómo podemos ser sinceras con nuestro propio deseo si no aprendimos que era algo que a lo que debíamos aspirar? Nos enrarecemos en el juego especular. Por ser deseables para la mirada viril, a veces nos extraviamos de nuestro propio deseo. Por asumir nuevas formas de lo que “debemos” ser, se asienta un desfase con el deseo genuino. Creer, por ejemplo, que por ser incómodas y ser libres, no podemos desear ser queridas en los términos que se ajustan a la medida de nuestra autenticidad.

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Acaba de ganar el Nobel de Literatura la escritora francesa Annie Ernaux. En sus letras se cifra justamente cómo puede verse un sujeto deseante femenino. Erneaux no sólo narra su primer deseo erótico y las narrativas ajenas que recibió al perseguirlo, sino que toda su obra parece ser una larga travesía por aprender a nombrar las transformaciones, descensos, formas, mecanismos, de su capacidad para desear y su derecho a nombrarlo. Incluso cuando implica, como en el libro ‘Pura pasión’, asumir la contrariedad, deshacer el “deber ser” de cómo ama una mujer libre, al calcinarse en la espera por un varón que se convierte en la medida misma de su temporalidad. Es su deseo confesar ese estado, escribir para “suspender el juicio moral”. Tal vez desear tal vez sea eso, suspender el juicio moral, permitirnos la caótica necedad, la mortalidad. Porque en esta búsqueda por ser complejas – algo que nos niega la deshumanización de la misoginia – desear es también entrar en nuestra posibilidad, en poder ser muchas a lo largo de una vida, en cambiar, mutar, habitar la sombra y la contrariedad. El deseo femenino es también toda esta amalgama en la que estamos tantas, de construir nuestras propias narrativas. No las masculinas. No las heredadas. No las que castigan. No las que nos separan de la posibilidad de mirarnos, con crudeza, compasión y honestidad. Sino las muchas narrativas posibles de la liberación que sigue siendo y es el deseo femenino.

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