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A veces contemplo lo más habitual para recuperar algo parecido a la capacidad de asombro. Enrarecer lo conocido, ¿qué permite? Volver a mirar. Revisar, justamente, aquello que se ha hecho paisaje familiar. Ese panorama puede ser bidimensional. Lo que se suma, por ejemplo, en nuestras pantallas. Bodas en todas partes. Casamientos en todas sus modalidades. Parejas en playas o salones fastuosamente ornamentados, mujeres de blanco, el muestrario de personalidades que revelan los vestidos. O las imágenes, ya ubicuas, de manos femeninas que extienden un anillo de compromiso ante la cámara. Decir que sí. Los relatos del compromiso. La grandeza del gesto. Las evocaciones de todas esas enseñanzas de las que ha sido artífice el cine en sus fábulas románticas.
En la serie televisiva Scenes from a marriage, se nos alza la imagen del casamiento como gran destino. El lugar a donde, como se nos ha adoctrinado, hemos de arribar. La historia, precisa, que nos arroja a la intensidad de un caso específico, está llena de una mundanidad demoledora, de un desgarro realista, y nos muestra también que los amores no son necesariamente lineales, que pueden desbordar los contornos de sus marcos establecidos, que el deseo es misterioso, los apegos feroces, insondables. Y que la monogamia nos jala de manera constante a pensarla, a contemplar sus posibles ficciones.
Bodas ubicuas, divorcios constantes. El casamiento es un sitio aturdido, un modelo, como mínimo, cuestionable. ¿Coincide con la volatilidad intrínsecamente humana? ¿Con identidades fluctuantes? ¿Debería ser para siempre, la fundición en una sola carne (qué miedo de imagen), o tendría que ser una especie de contrato renovable, a cada tanto verificado?
Uno de los grandes faros de la literatura colombiana, Piedad Bonnett, acaba de publicar Qué hacer con estos pedazos, una novela cuyo escenario es justamente el de un casamiento longevo, un terreno de violencias soterradas para una mujer; un campo de silencios, de mecanismos asimilados, de resignaciones que permiten, no obstante, otros funcionamientos en la vida que se hace. Negociaciones. Abdicaciones aquí, ganancias allá. Y allí el casamiento es también un sitio desde donde preguntarse por los padres. Sus “amores”, sus afectos, sus identidades. El primer molde del amor que como sujetos miramos.
¿Por qué casarse? ¿Qué es un matrimonio? ¿Por qué debe ser “para toda la vida”? ¿Y por qué nos sigue pareciendo que debe ser un pacto con lo estático, como si apostáramos a inmovilizarnos, a permanecer en el mismo estado durante décadas, años, hasta la muerte que separa? Para aminorar el peso económico, sí; para contar con alguien en eso que hace el vivir, la cotidianidad, lo prosaico. ¿Por qué seduce tanto? ¿Por qué, pese a la inmensa ampliación de las posibilidades, sigue pareciendo un destino inevitable?
En su libro Solterona: la creación de una vida propia, Kate Bolick escribió que hay una pregunta tremendamente clara, que parece rondar la vida de todo tipo de mujeres; una pregunta común, que palpita, con frecuencia, al margen de la cultura, la geografía, la procedencia. Esa pregunta es un fenómeno singularmente unificador, y dicta: con quién ha de casarse y cuándo sucederá. Parecemos designadas, sin cuestionamiento, a ese acontecimiento. Llegará, pensamos. Tarde o temprano, habremos de asumir ese sol deparado. Crecemos sabiendo que aquello vendrá. Que hemos de convertirnos en esposas. Es una de las creencias más increíblemente enquistadas en el subconsciente colectivo. Desde hace unas décadas, esa premisa ya no se da por sentado y se interpela desde muchos frentes.
Hablar sobre el matrimonio es hablar también sobre las construcciones simbólicas de la mujer. Es hablar sobre cómo históricamente se trazó una ruta donde el gran destino femenino pasara a ser la dupla de procreación y casamiento. Esposa y madre. Cuando se habla de liberación de las mujeres, se remite también a la problematización de este destino, único, restringido, sofocante.
No dispongo del espacio para repartirme en todas las minucias y complejidades que implica hablar del matrimonio como fabricación histórica y de lo que éste ha representado o ha sido para las mujeres a lo largo de los siglos. Pero sí, tal vez, para abreviar y señalar cómo pensar en el matrimonio puede ser una manera de enfrentarse a la manera en que se forjan verdades humanas. Como lo muestra el hecho de que el amor romántico no fuese siempre la razón social para casarse. Esto lo desglosan historiadoras como Stephanie Coontz con hondura detallada. En El fin del amor, la escritora argentina Tamara Tenenbaum hace una labor extraordinaria por mostrarnos, además, cómo las liberaciones y las elecciones del mundo contemporáneo no han disuelto los andamios sobre los cuales se han forjado estas ficciones.
¿Qué ha sido el matrimonio en la historia femenina? Tantas cosas. Una construcción. Una forma de negociación y de acumulación de poderío entre familias que veían en sus hijas una pieza clave. Una forma de existir económica y socialmente. El lugar donde poder activarse sexualmente. La dignificación máxima. El destino trazado. La figura de la chica soltera, se instala sobre todo a partir de la década de los 60, cuando la píldora permitía, supuestamente, que las mujeres se experimentaran como seres sexuales por fuera del lecho matrimonial. Como suele pasar con ese tipo de fogonazos, la posibilidad no diluía siglos de estructuras que conciben a las mujeres que persiguen su deseo erótico como criaturas reprochables y condenables. La figura de la mujer soltera tiene múltiples capas. Su historia es fascinante. Si se cruza en ella cierta subjetividad de raza o de clase, la narrativa debe verse desde otros ángulos. Existen muchas mujeres que ejercen como madres solteras, en estructuras cruelmente desiguales. Hay que abordar esa figura con complejidad y cuidado.
Y, sin embargo, ¿por qué han sido tan incómodas y hasta amenazantes las que tardan en hacerlo o las que no se casan? ¿Por qué en torno a ellas se teje un aire lúgubre que contrasta con el halo jovial, sexy y seductor del bachelor (término que se le da a los varones que no se han casado)? Históricamente, las mujeres que no entran pronto o no están prestas al rótulo matrimonial han sido forajidas, extranjeras, sospechosas, raras, condenables. Pocas figuras han sido tan inquietantes como la mujer sola, o la mujer soltera.
El solterón guarda un cierto encanto: se “escapó”, esquivó la convención, se le romantiza, se le observa como el partido inasible, el sujeto que se escurre, por voluntad, porque encarna el máximo sentido de la vida emancipada. A la solterona, sin embargo, se le endosa la condescendencia de la lástima, se le estima como aquella “pobre” mujer que “no pudo” alcanzar el destino trazado.
No se puede romantizar la soltería femenina porque existen muchas mujeres que deben ser madres y llevar hogares en soledad dentro un sistema que condona el abandono paternal y que no permite condiciones de igualdad o dignidad laboral y vital. Me refiero entonces a las que pueden, en determinadas circunstancias, aplazar el terreno matrimonial o las que escogen llevar una vida de otra manera.
Lo han dicho muchas, de maneras deslumbrantes, en muchos lugares. Lo dijo Marvel Moreno cuando indicó que los hombres habían fabricado un sistema brutal que buscaba infantilizar a las mujeres imponiéndoles la castidad. Lo han dicho docenas de teóricas. Lo dice con elocuencia Tenenbaum en su largo ensayo. La manera de imponer subyugación a las mujeres ha sido, justamente, suprimiendo su libertad sexual. Si la mujer soltera personifica también esa amenaza, esa persistente incomodidad, es justamente porque si nos enfocamos en eso, en ese tipo de mujer soltera, ésta puede ser una que lleva la vida en términos más propios. La incertidumbre es su terreno también.
Nos sigue incomodando esa libertad en una mujer. Nos sigue incomodando que una mujer exista por fuera de esos dos destinos trazados también: maternidad y casamiento. En esa incomodidad se teje algo simbólico. Son los fantasmas, los miedos, las ansiedades que persisten ante la mera idea de que una mujer exista en otros términos, de otras formas, dentro de los vehículos de sus deseos. La incomodidad ante la mujer soltera es una metáfora feroz. Lo que incomoda, en el fondo, bien adentro, en ese largo inconsciente de misoginia, es que las mujeres sean libres, que sean humanas, que sean complejas.
Y en esa incomodidad, brota la pregunta que sigue siendo desconcertante: qué es el matrimonio, por qué se entra a él con la noción de la certeza. Atravesar la pregunta, movediza, abierta.
