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Mirar

Vanessa Rosales A.

30 de abril de 2023 - 09:00 p. m.

Una de las cosas que más me place en la vida es ser sujeto urbanita que camina. Andar por las aceras, sentir la intemperie de la existencia exterior, atravesar las esquinas, percibir la amplitud espacial de una ciudad inmensa y viva. Deslizar los pasos en el asfalto, arisco, posible; ser cuerpo entre la rugiente multitud citadina. Se comprenderá, tal vez, que al haberme hecho en una ciudad sofocante y húmeda del Caribe -donde aguardaba que las minucias de la modorra se transformaran en puntadas de energía- que mi relación con el andar por la urbe sea una de añoranza, de apetito por ser libre.

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Las cadencias de la temperatura, los ritmos del día en una ciudad así, franqueada por el mar, esculpida por una bahía, condicionan la experiencia con el andar. El clima no es sólo una cuestión de temperaturas. Es, por ejemplo, la afección de las gentes con el espacio público. O ese arbitrario azar y esos sistemas de jerarquías que determinan quién accede o no al aire acondicionado como ventilación, o quién debe desplazarse horas sin tregua bajo el sol feroz. Alguna vez, el escritor y poeta Jorge García Usta le escribió unas preciosas líneas a un árbol de caucho de esa, mi ciudad, Cartagena de Indias. Ese magnífico ser vivo era no sólo un enclave en una vivaracha locación, sino que debido a su profuso, milagroso verdor, cantidades de transeúntes se ancoraban bajo su follaje buscando el reposo sosegador de su sombra. La sombra, en el Caribe, puede ciertamente ofrendar un resquicio benevolente, un margen de alivio. Los soles del mediodía cartageneros ofuscan los sentidos. El contexto, con toda su radicalidad, define los matices que hay en caminar, reposar, andar. Pasa también que muchas personas que nacemos en esferas costeras, en esos sitios denominados de “provincia”, mirando la inmensidad oceánica del mar, intuimos que esa línea –emparentada con la eternidad– es la promesa de otros mundos, otras vidas.

En la temprana adolescencia leí, por el potente influjo de mi abuelo argentino, a Julio Cortázar, a Ernesto Sábato y a Jorge Luís Borges con frenesí. Fueron ellos y las líricas de Gustavo Adrián Cerati las que, sospecho, prendieron mis ansias por ser, algún día, un cuerpo femenino que anduviese con las manos adentro de un abrigo negro, por los andenes argentinos. Me cazaba esa ensoñación futura como una consolidación importante de aquello en lo que quería convertirme. Me rondaba esa fantasía posible: ser mujer, andar por las calles de modo irrestricto. Caminar es movimiento, el milagro de la mente esclarecida, la anchura espacial, saber que se tiene el cuerpo colmado de borboteos de vida misma. Y, cuando se hace en la vastedad urbana es, desde el anonimato, observar cómo se animan, a cada instante, los pálpitos de ese gran organismo de simultaneidades que cohabitan en la urdimbre de la ciudad. Caminar con las manos en unos bolsillos implica acceder al milagro de las estaciones y sus ciclos. Pero también recuerda que los bolsillos siguen siendo un terreno político del mundo vestimentario porque son los resquicios del mundo privado, el confort de caminar con cierto garbo relajado: una posibilidad que fue primero masculina.

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Con los años, sin embargo, he leído intensamente sobre cómo han existido las mujeres en épocas distintas. Hacerlo es asomarse al vértigo de todas las prescripciones que sobre ellas caían. Ciertas mujeres, en ciertos momentos, tenían vedado andar a solas y a sus anchas por las calles. (Pienso en las experiencias de la modernidad europea, y en ciertos episodios de lo latino, por ejemplo, en las damas de alcurnia o encumbradas burguesías, quienes no podían andar sin compañía o vigilancia para mantener su apariencia ‘respetable’). La escala social, el aspecto de la piel, todas podían incidir distinto en la ecuación entre mujeres y andanza urbana. Lo hacen todavía. A la extraordinaria música estadounidense Nina Simone se le adjudica haber dicho: “te diré lo que es libertad para mí: no sentir miedo”. Hoy, ser mujer, transitar por las calles puede ser un roce con los temores más indecibles. Tanto en la corporalidad más encarnada, como en los marcos más simbólicos, ser mujer y transitar a solas por las calles tiende a cifrar perspectivas varias en torno a la libertad. Mujer sola ha denotado largamente: forajida. El derecho a caminar a nuestras anchas, sin temor, a las horas más distintas, sigue siendo una lucha, un espacio de conquista.

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Es interesante pensar en la caminata, en el acto de deambular en conexión con la modernidad. Y, asimismo, me es inevitable considerar cómo se han sorteado las ideas de modernidad en la América Latina. Históricamente, ha sido ciertamente una de las grandes promesas y excursiones en torno al ‘progreso’ como ideal. Pero, ¿cómo ha incidido un modelo importado, un paradigma irresuelto y convertido en negociación constante, en lo que significa ser sujeto urbanita que camina acá? Aquello ‘moderno’, enlazado, por ejemplo, al relato parisino, arrojó un bonito término que conduce a la cacería por la belleza del poeta Charles Baudelaire. El flâneur es precisamente un fruto exquisito de esa idea de modernidad –una figura que puede extraviarse en el deleite de mirar, golosamente, sin rumbo preciso, las cadencias de la sociedad urbana. Un señor que observa con agudeza calculada los trajines públicos del espectáculo citadino. Lo suyo es andar y mirar: a los seres con quien comparte aceras, las vallas, las publicidades, las vitrinas, las vestimentas, los sitios donde reposar con ociosidad. Se ha establecido también su versión femenina, la flâneuse. Virginia Woolf escribió sobre el “acecho de las calles”. Sí, son versiones que encarnan, en sus contextos, aspectos de la psicogeografía. Sí, son figuradas profundamente atadas a ciertas posibilidades concedidas por la clase social. Son figuras que participan y que, al mismo tiempo, miran.

Héctor Lavoe cantaba en una de sus melodías -con su ronquera y nasal y su sabroso dulzor-: “la calle es una selva de cemento, y de fieras salvajes, cómo no, ya no hay quién salga loco de contento, donde quieras te espera lo peor”. ¿Cómo es caminar en una ciudad latina? Las calles bogotanas, por ejemplo, son la experiencia urbana para muchas personas que venimos justamente de las llamadas “provincias”. Yo aprendí a mirar (el mundo) en la bahía de Manga, de Cartagena de Indias. Con sus ocasos encendidos de violetas y rosas extraordinarios, sus oros insólitos, sus azules vespertinos, su belleza apacible de veleros dormidos. Pero en esa modorra del Caribe empecé a mirar, ensoñadora, anhelante, en los filmes, en los videos musicales. Mirar era posibilidad, diversidad escapismo. Las primeras miradas a Bogotá me rasguñaron las retinas. El contraste tendía un abismo. Cada sitio materializa sus formas de belleza singular. Cumplí la fantasía de ser cuerpo andante en los asfaltos porteños. Miré intensamente en Manhattan mientras allí viví. Miro la intensidad de proporciones vastas que es, cuando regreso a ella, Nueva York. Pero es en Bogotá donde, por más de dos décadas, me he consagrado como eso, como sujeto urbanita. Y las calles bogotanas son la hibridez latina: liberan, pero también oprimen. En lugares donde la desigualdad se carcome la vida, deambular por ocio tiene sentidos complicados, mixtos. Es la salsa, que narra la inventiva, el peligro, el salvajismo de un lugar donde millares de personas luchan por sobrevivir.

Caminar es mirar. Y mirar, para mí, también es escribir. Mirar es la potestad intensa para poder nombrar. Mirar es la posibilidad de ser paseante y dejarse deslumbrar por el mundo. Pero mirar también es profundamente político. Está el concepto de the gaze, y más puntualmente, la idea -nacida de las teorizaciones setenteras del cine, desde la perspectiva feminista- the male gaze (la intensa mirada masculina). Un tema tan literal como figurativo. Las mujeres, ordenadas a dejarse mirar como objetos pasivos. Los hombres, alentados a mirar activamente. Quienes detentan el poder de mirar activamente son quienes se encargan de la representación del mundo, de darle forma a los significados y a los símbolos. La intensa mirada masculina representó al mundo durante siglos. Allí, los objetos pasivos sólo tienen significado según la mirada que los ordena y concibe. Aplica no sólo para las mujeres o los sujetos femeninos. Ejercer el poder de la mirada implica decidir qué es la belleza, qué es lo ideal, qué es legítimo. Las élites se creyeron poseedoras únicas de esa potestad. Todavía. La feminista afro estadounidense bell hooks hablaba sobre la mirada “oposicional”, personificada por las espectadoras afro que se enfrentaban al mismo cine que las mujeres blancas que teorizaban sobre la idea de la intensa mirada masculina. Para las mujeres afro que miraban ese mismo cine había caricatura deshumanizante o vacío. La escritora barranquillera Marvel Moreno escribió: “la mirada es el arma de los débiles”. Yo creo que ser feminista es mirar con punzante sentido crítico, pero rehusarse a abdicar al placer o al deleite que algo, problemático y contrario, nos puede propiciar.

Por eso, me emociona tanto la idea de una intensa mirada femenina. Esa, múltiple, que se fabrica desde el cine, la imagen, la política, las artes, las palabras, las narrativas. Mirar es desobedecer y subvertir. ¿Cómo aprenden los varones heterosexuales a mirar a las mujeres? No sólo en el sentido más literal, sino también en lo figurativo. ¿Cómo es la mirada masculina que encuentran millares de mujeres en las calles cuando salen a la vastedad de la ciudad? Conceptos potenciales, campos fértiles para detonar puntos de partida: eso también es para mí todo lo que puede conjurar el acto de mirar. ¿Cómo se miran las mujeres y los sujetos femeninos a sí? ¿Cómo opera la mirada, sus construcciones simbólicas, sus connotaciones, sus signos, en la pulsión viva que es desear? Hay emancipación en la mujer que tiene la posibilidad de mirar.

Lo que miramos está profundamente conectado con las imágenes que tenemos disponibles. Esto era más cierto –o distinto– en otros tiempos, donde el flujo visual era más constreñido porque dependíamos de las narrativas de los dispositivos predominantes. No era lo mismo esperar que iniciara un programa televisivo a la inmensa libertad de buscar cualquier cosa que se nos ocurra en un buscador virtual. No era lo mismo esperar a que, tal vez, el canal musical pasara uno de los videos musicales que amábamos. James Elkin escribió: “mirar es como cazar y como soñar, es incluso como enamorarse. Es un acto enredado de pasiones –celos, violencia, posesividad, y está empapado de afecto– de placer, y ausencia de placer, y de dolor. En últimas, mirar altera la cosa que es vista y transforma a quien mira. Mirar es metamorfosis, no mecanismo”.

Mirar. Una de mis fijaciones. Cómo se hace. Qué significa. Qué entraña para la subjetividad. Qué permite. Qué dice sobre la época en que vivimos. Qué dice sobre la materialidad. Qué estéticas materializa. Los escritores y las escritoras son gentes que miran con intensidad. Desde siempre, sus vidas parecen transcurrir en una especie de margen, un extraño y remoto sitio escindido desde donde contemplan, mientras participan, mientras viven, ansiando hacer de todo eso la arcilla de la palabra escrita.

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¿Cuánto sobre la vida no termina en ese puerto, al fin? ¿No hay mucho sobre esa cosa misteriosa, extraña, caótica de estar en esta vida que tiene menos que ver con lo que nos sucede y tanto más con cómo lo miramos? Mirar es percibir. Es crear el significado. Es hacer el sentido. Mirar es la senda compleja, hecha de ciclos y fluctuaciones, de repliegues y destellos, de todo lo bello y de todo lo terrible. Es, entre tantas cosas, edificar el sentido nuestro, irrepetible. Mirar es el deslumbre, el agobio, conservar encendida la brasa del asombro. La belleza, el dolor, la injusticia, la versión cambiante de liberación, la añoranza, el deseo, el apetito, la afección, la memoria. Mirar es vivir.

Vanessarosales.a@gmail.com

@vanessarosales_

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