Desde hace unos años voy hilando los retazos para un ensayo dedicado a lo que significa para mí mirar a la ciudad de Nueva York. Digo Nueva York, pero tendría que decir, tal vez, Manhattan. Digo mirar porque mi apego con esta ciudad empieza con los ojos de mi madre; sigue conmigo, mis imaginaciones, con el fervor por las músicas, las ropas, las imágenes; y continúa a través de la percepción presente y la tenacidad maravillosa de mi hermana. De allí, de la intensidad de esas miradas, van brotando mis palabras. Van flotando, como tenues apariciones, en mis retornos, cuando desciendo al subterráneo, y la camino, y la reconozco, y me encuentro navegándola con un sentido que parezco haber dominado, con esa sinuosidad acertada que en ella logro. Camino a mis anchas. Me fluyen sus rutas. Su movimiento se me antoja familiar y añorado. Por momentos, es mi lugar, toda ella me lo exclama. Al menos se ofrenda como un lugar que me pertenece de cierta manera.
Las palabras van fraguando llevando una estela: mujeres, caribeñas, colombianas, que miran a Nueva York. En pleno inicio de los 80. En el segundo año de la primera década de los 00. En estos últimos diez años. También, en los sesenta, en las fotografías de mi abuela, selladas para la permanencia visual en sepia, posando, fabulosa, junto a su madre, su tía, algunos de sus hermanos. Hoy, cuando despunta el invierno y el ocaso cae en medio de la tarde, desamparando a la ciudad, despojándola de resplandor, alzando los vientos del norte, derramando sobre la aspereza y los contornos espléndidos una opacidad que ensombrece el humor urbano. En estos días, cuando el tiempo se hace transición, cuando la oscuridad va llegando temprano, haciéndose predominante. Quiero entonces estas líneas como un pequeño simulacro. Un vistazo al prospecto de ese ensayo. Bosquejos y anotaciones.
Te estoy mirando, Nueva York. Desde cuándo. Existe una fotografía, tomada en enero de 1991, donde aparezco pequeña, de la mano de mi madre, ataviada en un abrigo magenta que ella ha elegido para mí. Ella va con un ensamble color chocolate, abrigo de cuero, lleva el pelo largo, saco mostaza, gafas Wayfarer, bufanda a cuadros y boca pintada. Tengo seis años, mi madre veintiséis. Estamos de pie en la calle 45, cerca de una intersección, sobre la acera, cuando somos capturadas por la cámara. En se instante, en Barranquilla, bajo el cuidado de mi abuela amada está mi hermana que tiene casi un año de nacer. En 1997, a los trece años, declaro que he de estudiar cine en la ciudad, en una de sus escuelas emblemáticas.
Miro a Nueva York en las imágenes en movimiento. En los filmes que repito, insistente. En las novelas que van asentando mi vocación por las palabras. Todo aquello hecho, fabricado, escenificado, dedicado, consagrado, en, sobre, y desde Nueva York: otra insistencia, otra reiteración, una febril recurrencia. Lo acojo con avidez. Lo veo, lo leo, lo consumo, lo devoro, lo miro intensamente. Vine a vivir en ella un tiempo. Mi hermana vino de visita una primavera y no partió. Se hizo sujeto en ella, Nueva York se hizo el sujeto de su vida.
En primavera – o cuando la atmósfera está a punto de azularse, cuando los días deciden extenderse, bañados de luz, -algo en la ciudad emerge. El esplendor se asienta. Cerezos y tulipanes. Las peonías aparecen en las floristerías, suaves y salvajes, rosadas. No obstante, ya sea arrumada por neblinas inmisericordes o estupendamente clara por la apertura solar, aquí hay un lineamiento importante: mira para arriba siempre. Sin excepción. Nueva York es la altura, la grandiosa proporción, el asalto repentino de lo improbable.
En septiembre 2021 escribí: Te estoy mirando, Nueva York. Tú no me miras. O tal vez sí. Había dejado de verte y de súbito, allí estás, toda familiar y, sin embargo, inaprensible para mí. Quiero decir, como nombró E.B. White en un ensayo de 1948, que eres inconveniente e incómoda, que estás aquí así. Pero entonces se alza, como es habitual, la insuficiencia del adjetivo. Danza en torno a ti con esa pátina imprecisa. Eres inconveniente porque son extensas tus distancias y porque habitarte es una negociación sumada en pequeños mecanismos. He retornado a ti en una pandemia que jamás creí posible, me hundo en tu humedad clandestina con la mascarilla que cubre mi boca y mi nariz, que me ampara de la enfermedad, me hundo en la calurosa estancia mientras espero ante las mugrientas paredillas y esos rieles carcomidos donde los trenes vienen y van, moviendo vida.
En octubre 2022: caminamos por las calles. Es negra y de cuero mi gabardina. Miramos las luces, las gentes, los sonidos, los bares. Nueva York es la confluencia de los fantasmas. Cuántos cuerpos vivos la caminan, cuántos cuerpos extinguidos han dejado de habitarla. Los vivos y los muertos entrecruzándose, la porosidad entre temporalidades, las estelas de otras vidas en los lugares, los espectros que rondan los espacios. Así se ve el deseo, de pronto. Un hombre moreno y alto que te mira desde la parte de atrás de la fila que comparten. La calle es una curva oculta y tu hermana relata que en esa línea sinuosa se escudaban, décadas atrás, pandillas chinas, canalizadas en confrontaciones de tiroteos al aire.
Como la mirada es amplia, se acrecientan las posibilidades. Nueva York es furtiva. Los hombres me miran. Hay un destello de deseo en los irises efímeros con que rozo mis propios ojos en las calles. Hay sorpresa. Un asombro hambriento que sabe lanzarse sin intervención arisca. Una mirada fugaz, llena de interés, que no trasgrede con brusquedad. I am gazed at. Con velocidad calculada, en la intensidad breve, en la deliberada forma instantánea. Amo a los hombres, pero no sé cómo quiero que me miren. Acá me gusta esa deseosa distancia. Se palpa, pero pasa, te toca, pero no te invade.
Nueva York es la intensidad. De pronto, como una estela a la que todo se ciñe. De pronto comprendes que no hay modo de cuantificar las personas que has visto. Qué es mirar con intención. Miro la pintura, toda ella ese fulgor dorado, en el Metropolitan Museum of Art. Me duelen las plantas. Tengo las piernas descubiertas. Un cielo azul y soleado sonríe sobre la ciudad. Visto de paño brillante con un ensamble de piezas negras, con destellos dorados que combinan. Me experimento fabulosa. Mi hermana amada está cerca de mí. Recorremos las galerías, nos sentamos en medio de la solemnidad preciosa, rodeadas de pinturas. Me cuesta creer que la pintura exista. La pintura de oro es una quieta mujer. Miro, después, en el tren subterráneo, a una chica, de piel dorada, que mira hacia abajo. Intuyo que tiene el llanto disponible. Mirar es proyectarse. Es ver en la otredad algo de sí. Es descubrir lo que no había sido considerado. Nueva York son las pintas. El set de Chanel, borravino, en chaqueta y pantalón, con su embrujo de vitrina. En la esquina de Orchard se pasean dos mujeres calculadamente vestidas. Tigrillo, magenta, silueta, color. Yo misma procuro hacerme una imagen bellamente vestida.
Nueva York es la proporción. La posibilidad de presenciar la maravilla. Asombrarse. Asustarse. Deslumbrarse. Perturbarse. Nueva York es la posibilidad de la expansión. Las formas amplias disponibles, el entrenamiento para habitar la heterogeneidad, el empujón constante, a veces bello, a veces arisco, que te conduce, te moldea, insistente, a que habites con el contraste. Es verlo todo, son las horas que te presenten todo lo que cabe en este mundo. Es el mundo, acelerado, acumulado, contenido. Gracias por hoy. He visto el mundo, he vivido.
Hay palabras para las que no encuentro traducción. Gritty . Como las calles del Lower East Side, con sus edificios de pre-guerra negros y enrojecidos, las fachadas atravesadas por las escaleras para incendios, los interiores estrechos, sin ascensores, las aceras mugrientas, las pinturas desordenadas en las paredes, el desgaste, la encantadora descomposición. Adentro la suciedad o la espléndida cultivación. Y también allí, todos esos fantasmas, los años extinguidos, las historias idas, los seres que habitaron y se marcharon, las vidas haciéndose y las llegadas inmigrantes, los idiomas mezclándose. Y los recuerdos evocables, el sitio exacto de BCGB, los acordes que sonaron, las juventudes que hicieron la noche, las ondas, los abandonos sensuales.
Y Nueva York es también el arañazo. La súbita ansiedad. Un ansia repentina por acaparar, es la propia apariencia cuestionada, los objetos posibles, la añoranza abstracta de algo que tiene, de seguro, sin embargo, forma precisa, material, claro. Es ropa, mueble, ítem embellecedor, lugar, festín sensorial. Es decir, Nueva York es la modernidad, el capitalismo, la búsqueda frenética por la novedad. Las vitrinas, el deseo, la desproporción, eso que te sisea que consumas, comas, engullas, reemplaces, lo hagas de nuevo, lo añores todo, asocies eso con el dinero y sus propias ansias, sus misteriosos movimientos y formas de acumularlo, sus vicios, sus demonios, sus fealdades. Es la mirada esquiva, el habitarse ínfimo, saberse de pronto como al borde de la anulación, la carencia latiendo en ti, y eso de antes, cierto desamparo, una soledad hueca, una sórdida desolación. El sentido que se escurre de tu encuadre.
Porque Nueva York es, ciertamente, eso, esa posible verdad. Un cierto latir desraizado, una leve desorientación, una dislocación. Y ella para recordarte, con sus arañazos, que el lugar de residencia es el propio pecho, el cuerpo que habitamos, el yo que encarnamos. Un centro que de pronto es huidizo entre sus calles. Una gravedad interior que de repente te esquiva entre sus corrientes incontables. Nueva York es la tempestad, el traqueteo de los cimientos, como los trenes, como sus cavidades, como sus marejadas de gentes. Te sacude. Al cabo de un tiempo, te abandona la sorpresa y se instala en la médula cognitiva el hábito de la dureza. La ciudad en tránsito, la suciedad de las estaciones, la demencia avivándose, los rastros de los setentas, el desenfreno, el salvajismo, la feroz atmósfera urbana de acechos. Nueva York también es lo que fue, el linaje áspero, el verano de 1977. Nueva York es como ver hacerse imagen cierta forma de jazz, la tersura metálica, los acordes aterciopelados. La voz dulzona de Ella Fitzgerald anunciando amores en Manhattan.
La historia de cierto tipo de mirada ‘moderna’ tiene que ver con el anonimato, con la urbanidad hecha de proporciones titánicas. Edificios que “rascan” el cielo. Deambular sin rumbo. Sumirse en ese placer. Ver cuerpos vestidos entrar y salir de la perspectiva inmediata. Vitrinas prometedoras, inalcanzables. Vallas que exhortan a la aspiración. La persuasión visual. El apetito por acumular, enriquecer, ascender. El esplendor oculta la herida. Es la condición habitual. A veces no hay belleza sin espina. El régimen de lo visible enmascara otras realidades.
Miro a Nueva York ahora, en las sombras de su invierno y pienso en Mignolo. En eso de abdicar a la aspiración de ‘alcanzar’ la modernidad. Renunciar a querer ser moderno(a)s es ver, dice, la herida colonial. “Si quieres ser ciudadano de segunda mano”, cantaban Los Prisioneros en 1986. El esplendor moderno enmascara las explotaciones, las jerarquías dañadas. La voracidad materialista. La injusticia fundamental.
Pero, por momentos, cuando me despojo de compañía, soy una mujer sola que camina y que anda, que mira y se mueve, que entra al subterráneo, apacible en su singularidad, que se sienta en un parque a esperar a que llegue el acompañante para su cena, sin perturbación, sobre una banca, al anochecer. Sin miedo, sumergida en el placer de ejercerme como sujeto visual. Por momentos soy la mujer que sale a la fría oscuridad, que avanza por los andenes, en libertad, con pasos veloces pero placenteros, en el sosiego de poder caminar la ciudad de esa manera. Eso es el esplendor moderno, también, indudablemente. Su posible belleza. Ser mujer y caminar, vestida de la manera deseada, que por instantes es contemplada, en la fugacidad del anonimato, pero que mira, intensamente. Las mujeres que miran a Nueva York supieron, han sabido, saben, sabemos, sé, que en ella hay rastros de eso que seguimos haciendo muchas mujeres: crear la posibilidad de vivir libremente. La posibilidad de auto-poseerse. Mirar con intención, y ser mirada sin laceración, eso también es la promesa. Ese caminar sin miedo la calle es una forma de libertad que añoran sujetos femeninos en su amplio espectro. En mi linaje femenino se incubó mirarla, a Nueva York y, por ende, para mí, escribirla todo lo que pueda.