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Práctica intelectual

Vanessa Rosales A.
17 de enero de 2022 - 05:00 a. m.

Una palabra que parece despertar las más distintas gamas de malestar. Intelectual. El término: ¿A qué se asocia? ¿Por qué se repudia de manera tan visceral? ¿A qué se debe el hastío? ¿Por qué se enturbian quienes se enfrentan a la palabra? ¿Por qué la antipatía? Y, ¿por qué, por momentos, pareciera que intelectual colapsara con lo indeseable, lo risible, lo que precisa ser condenado?

En sus acepciones más fundamentales, lo intelectual conecta con la dedicación al pensamiento. A las personas que asumen el oficio de reflexionar. De volcarse a las ideas. A aquellas que hacen del mundo palabras, textos. Este ejercicio puede suponer, claro, ciertos almidones, posibilidades de clase; o, como apunta el argot actual, al acceso a ciertos privilegios. Puede percibirse como un lujo de cierta manera. También es una manera de vivir desde cierta distancia. La misma en la que convergen quienes escriben. Flotar en las abstracciones, si se quiere. Vivir el mundo conceptualizándolo. Observando, en soledad, desde cierto margen.

Es comprensible que, al verse en conexión con formas en que fue surgiendo históricamente, se perciba que el oficio requiera del ocio soldado por el confort material. Y que esto, en contextos como el latinoamericano, tan cruelmente desigual, despierte alertas fundamentadas. Pero el tema no puede someterse a simplificaciones fáciles. Me inquieta y me incomoda que sean reducidas las asociaciones que predominen cuando se juzga, con fervoroso rechazo, esta práctica. Me suscita escozor, también, la forma en que se pretende relacionarla a ciertas figuras que, en mi visión, desmienten lo que ésta debe y puede ser.

Cuando era niña, se me antojaba que así añoraba existir. Quería pensar. Quería escribir. Quería enunciar ideas públicamente. Tal vez esa añoranza brotaba de esa manera temprana de hallar sentido y vida en los libros, de los remansos que ofrecían contra el ruido de la adolescencia y su mundanidad. Siendo una jovencita caribeña, desembarqué en la atmósfera bogotana a formarme en las ciencias sociales. Allí empecé a saborear aspectos que, con el tiempo y mirando atrás, comprendo sembraban en mí otras incomodidades hacia el terreno intelectual.

Estaba, por ejemplo, esa extraña manía de la academia de presentar a pensadores en el vacío. Como si las ideas que les inmortalizaban, las que estudiábamos y debíamos asimilar, hubiesen sucedido sin contexto humano. Como si aquella persona – que teorizaba sobre el tiempo, o la muerte, las mujeres, las vicisitudes del comportamiento fluctuante – no hubiese sido también un manojo de heridas, de especulaciones motivadas por su experiencia vital. Nadie nos indicaba a qué podía deberse la misoginia de Aristóteles o Schopenhauer, por ejemplo. Las ideas sobrevivían sin la carne. Sin el caos y la contrariedad, tan imbricados a la experiencia. Ningún cuerpo teórico existe sin la manera de vivir, situada, de quien lo crea. No se presentaba de ese modo, en esa academia.

Estaba, por supuesto, la ensordecedora y casi singular voz masculina como fuerza predominante. En ese momento, la “feminización” de todos los campos estaba todavía por reventar en el contexto en el que me hallaba. Era un mundo, además, que, descubriría, exigía el abandono de las apariencias. Y que requería semejante despojamiento porque encontraba en el ornamento, en la vanidad, en la cultivación estética un asunto “femenino” y, por ende, desdeñable. Se tejía en todo eso un tono de dicotomía que empezaba a suscitarme resistencias. En parte, porque lo que sucede con frecuencia es que lo intelectual se liga inconscientemente con lo patriarcal. Eso tiene consecuencias en muchas de sus lecturas automáticas.

Entre otras cosas, lo patriarcal es también una noción de autoridad infalible. De presencia omnisciente. Una visión que entiende “la razón” de manera estrecha, bajo la creencia ilusoria de una gran epistemología como una únicamente cierta. Ese tipo de conocimiento se imparte desde un atril. Dictamina, alecciona desde ese tipo de lugar que se cree elevado. A veces intocable. En actitud de estrado. No oye, ni conversa. Esa forma de entender lo intelectual no admite las falencias que entraña el margen potencial de errar. Cuando se emparenta con lo patriarcal, el ejercicio intelectual es una muestra de arrogancia, enquistada en la fábula de la certeza.

Hay, además, algo profundamente político en ser mujer y en declararse intelectual. En asumir ese lugar. Porque durante siglos las mujeres no podíamos ejercer voz de esa manera. Pero si el ejercicio intelectual de por sí despierta fiebres de rechazo porque se le percibe como esnobismo, como una forma de pretensión, una mera altivez, si es una mujer quién se declara intelectual, ese rechazo asume proporciones más encarnizadas.

El antintelectualismo suele ser visceral. Si éste se dirige a una mujer, la violencia se recrudece. Es la misoginia soterrada. Porque históricamente se enseñó que la voz del discurso público era masculina y todavía hoy, en pleno 2022, la voz femenina que asume el conocimiento como una forma de autoridad se percibe como una presencia intrusa que hay que acallar. Desde la reacción misógina, a las mujeres que tienen la osadía de declararse intelectuales, hay que “ponerlas en su lugar”, anular sus “egos grandes”.

Vale decir, sin embargo, que una mujer no está necesariamente exenta de actitudes patriarcales. Que no basta con que sea una voz femenina para que rompa justamente con las actitudes patriarcales. Ni la misoginia, ni lo patriarcal son, recordemos siempre, exclusivas de los hombres. Se inscriben y enquistan en todas las personas también.

La pensadora Bell Hooks – quién falleció recientemente – se enunció, por ejemplo, como una mujer intelectual negra. Al hacerlo, se definía como una que unía el pensamiento y la práctica para entender su realidad concreta. Como escribe Djamila Ribiero, “pensamiento y práctica no son aquí realidades dicotómicas, al contrario, son dialécticas, conversan entre sí”. Ese es el tipo de ejercicio intelectual que me interesa.

Por eso, desde esta orilla se considera que hay muchas confusiones sobre lo que esta práctica representa en la actualidad. Vivimos en un país que nos adoctrina pronto al binario. Es la estela del catolicismo. Es el maniqueísmo que nos marca. Vivimos en un país donde la lógica periodística adora, se alimenta justamente de la dicotomía rancia como manera de interpretar. Donde nuestro linaje bipartidista o maniqueo sólo logra nuevas formas, fondos similares. Las redes abrevian. La complejidad se extravía en todo eso. Va la consigna. Se rehúye el esfuerzo que implica complejizar. La complejidad es una forma de resistencia. Pensar críticamente es una manera de disputar el simplismo que nos sofoca. Ese que maquina ciertas violencias. Que se cimienta en la reactividad.

Y el pensamiento crítico es, entre muchas cosas y de manera fundamental, una mirada compasiva. El ejercicio intelectual auténtico rehúye de la infertilidad que es la supuesta certeza. La duda es el terreno para su fecundidad. Ese lugar de enunciación que mira al mundo críticamente huye de la violencia. Contemplar implica ver la luz y la sombra, no la condena que se comprime en axioma. El pensamiento crítico no reproduce fórmulas patriarcales. Creo, entonces, que la práctica intelectual que me interesa ejercer es una que mira también desde aquello que fue codificado como femenino.

Esa práctica intelectual se sabe situada, limitada, fruto de un contexto. Se reconoce como una voz entre muchas otras. Sabe que no siempre es su turno hablar. Sabe que ocupa una franja, un espacio, pero que no puede abarcarlo todo. Sabe que la certeza es un lugar inmóvil. Que siempre debe andar al ritmo de nuevas preguntas. Que anquilosarse puede resultar en la fatalidad cegadora del dogma. Sabe que el ejercicio de pensar críticamente requiere incomodarse de manera constante. Sospechar de la postura que se ancla. Revisar los mantras que se han utilizado.

Se sabe falible. Escucha. Considera. Rearma. Puede, incluso, malear una perspectiva que parecía distante. El pensamiento crítico incomoda a otros, pero, sobre todo, procura incomodar constantemente a quién lo practica. La postura crítica inicia adentro de quien la ejerce. Luego se extiende hacia al ejercicio que lo exterioriza.

En Colombia se insiste con demasiada frecuencia en concederle ese rótulo únicamente a figuras que desmienten justo esto. Se insiste en asociar el ejercicio a actitudes que son patriarcales, que pierden de vista que el pensamiento intelectual es uno que contempla aristas, gamas, que no se adhiere a los absolutos, que se reconoce limitado, equívoco. En los torbellinos mediáticos, en las marejadas virtuales, se desfigura el término porque se insiste en dárselo solamente a quienes ejercer esa forma de intelectualidad.

Tal vez estas líneas sean entonces una pequeña resistencia. Una disputa. Una forma de llamar la atención sobre un término que necesita mirarse con otros sentidos, más propicios, más actuales. Todo término requiere eso también. Ese recalibrar sus posibilidades según los cambios que ofrece el tiempo. El ejercicio intelectual, desde la mirada femenina, implica otros términos.

Algunas personas miramos también hacia quienes se dedican a pensar para navegar ciertos aspectos de la vida. Nos importan las ideas. Valoramos las palabras. Queremos pensar. Para algunas de nosotras, lo intelectual es político. Es importante. Es un camino. No es correcto que siga siendo patrimonio exclusivo de una actitud obsoleta y patriarcal. La práctica intelectual, en realidad, se reconoce en la humildad, porque cualquier persona que se anima al conocimiento sabe que éste, entre más se extiende, más evidencia que no nos alcanza. Es un camino que desobedece a la ilusión de la supuesta certeza. Es postura de aprendiz, realmente.

Vanessarosales.a@gmail.com

@vanessarosales_

 

Juan(o8ia2)17 de enero de 2022 - 09:50 p. m.
Que buena idea sería que todos los columnistas del periódico actualizaran la foto, ya que la que ha figurado por siempre solo le falta el tetero. ¡Oh, será cuestión de vanidad!
Juan(23954)17 de enero de 2022 - 05:49 p. m.
Me encantó, gracias . Me animó a no desilusionarme cuando me siento cómoda con algún hallazgo ideológico q al día siguiente me parece inútil .
Álamo(88990)17 de enero de 2022 - 05:33 p. m.
Doña Vanessa, a propósito de intelectuales... Como en magnífico resumen de esta villa, dijo de Greiff: "Vano el motivo desta prosa...". O mejor, recordando la gracia de Gracián: "Lo bueno, si breve, dos veces bueno; y aun lo malo, si poco, no tan malo."
cesar(qjluh)17 de enero de 2022 - 03:29 p. m.
Que ladrillazo esta columna.-
  • Lalo(70277)20 de enero de 2022 - 01:40 a. m.
    Totalmente. En una línea, más que intelectual, intelectualoide.
Ccdaw(v9l66)17 de enero de 2022 - 03:04 p. m.
Los intelectuales nos diferenciamos por pensar más en los modelos que en la práctica de lo real y cotidiano. Muchas veces nos desprendemos de la realidad y creemos en soluciones sin sentido. Además algunas veces somos soberbios respecto de nuestras soluciones y nos hacemos soberbios en nuestra actitud.
  • Atenas(06773)17 de enero de 2022 - 04:07 p. m.
    Sí, Camilo, los sedicentes intelectuales, hasta los q’ pregonan y ufanan de serlo, son vagarosos e ilusos y así asordinan la razón. Sus entelequias los lleva a escribir lo q’ no tiene sentido y mucho menos aplicación. Y en un mundo c/vez más pragmático se enredan en el poncho.
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