Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.

Rockstars

Vanessa Rosales A.

29 de agosto de 2022 - 12:00 a. m.

Lo que Slash, ―el guitarrista de la banda estadounidense Guns N’ Roses― hacía con la guitarra y la manera cómo se vestía fueron dos de mis cosas favoritas en la temprana adolescencia. Era esa figura larga y espigada, con medio cuerpo cubierto en cuero; era ese andar despreocupado, todo crespos negros y alborozados bajo un sombrero, saliendo de una iglesia y, de pronto, arribando a un campo abierto para desencadenar el alarido de las cuerdas. Amaba ese sonido. Esa escena. Y la otra, Slash subiéndose al piano. Toda la cadencia. Los instantes en las canciones cuando era él, con su maestría, quién ocupaba el campo sonoro.

Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO

¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar

PUBLICIDAD

Esa estridencia, magnífica, salvadora, con su hechizo, me parecía que contenía un mensaje cifrado para la adolescente escindida que era en esa atmósfera caribeña. Los solos de guitarra eléctrica parecían informarme, decirme algo así como que la vida libre era esa cascada de electricidad desenfrenada. La idea de una vida libre era, comprendo ahora, todo lo que se le antojaba a esa muchachita. Y la libertad, entonces, tenía forma en eso, el rock n roll y sus imágenes. Sonidos y visiones que consumía ávidamente. En una época en la que la subjetividad se vivía de manera distinta. Se esperaban los videos musicales. Se deseaba que cierta melodía sonara en la radio. Se repasaba ―si se tenía acceso a ellos― los CDs y los VHS. Se sentía ilusión por un afiche. Se iba a mirar, inquieta y alegremente, en las tiendas de discos. El asombro era posible. Había algo de espera en todo eso. Y de hondura. Se pasaban horas con el mismo CD, se leían las líricas, se escrutaban las imágenes, se quería absorber todo cuánto fuera posible de ese objeto preciado que contenía no sólo la música amada, sino algo así como la idea de que la vida valía la pena vivirla. La música era un junco férreo donde asirse en la marejada que puede ser la adolescencia. Concedía la belleza del sentido.

Crecí adorando a esos muchachos, todo garbo con desparpajo, libres y sensuales. Pelos largos, pantalones ceñidos al cuerpo, mucho cuero, ornamentos desbordantes, anillos, cadenas, todo desenvuelto, todo como sin esfuerzo, todo con esa candidez ligeramente salvaje. Crecí mirándolos, oyéndolos, memorizando sus melodías, repasando los instantes más distintos de las imágenes en movimiento que producían, muy atenta, sin saber todavía que lo que quería, fundamentalmente, era ser como ellos. No estaba enamorada de sus formas sueltas. No quería amarlos según esa promesa que me trazaban, esa que dictaba que mi pasión por ellos venía únicamente de la mirada incandescente que debía tener: mero y femenino enamoramiento. Pero yo no deseaba quererlos simplemente. Quería su desenfado, quería sus estéticas, quería su amplitud vital, quería todo eso que expresaban ―que se podía vivir en los propios términos, llenándose de arte, en los escenarios, persiguiendo los serpenteos de sus deseos, siendo deseados, pero también rompiendo moldes, encendiendo libertades.

Read more!

Entre ellos y yo se extendía un cerco que entonces no precisaba. Ellos eran hombres. Yo, una chica que aspiraba a sus posibilidades. Esa distancia es nítida hoy, cuando he adquirido los prismas y las palabras para nombrarlo. En ese momento había indicaciones, ciertos rastros, algo que podía intuir. Un escozor. Una incomodidad. Una cierta melancolía. Amarlos era también ansiar vivir como ellos lo hacían. Estar allí, revolucionando la época, creando cosas, entregándose al deleite y a todo eso que implica vivir sin constricciones, audaces.

Read more!

El rock sembró, además, mis añoranzas estéticas. En el Caribe no era posible el cuero. En esa esfera, ínfima y precisa, mi inclinación febril por esas músicas constituía excepción y rareza. Tal vez era una manera de soñar con otros entornos, lejanos, paralelos. Ciudades grandes, bares rotos donde habían iniciado esos sonidos, habitaciones donde sonaban las mismas canciones, jovenzuelos afiebrados por lo mismo. Añoraba entonces un porvenir donde mi cuerpo, por ejemplo, pudiese formularse en esos pantalones ceñidos, de cuero, con su sensación visual aterciopelada. También quería vestirme de esa manera. Las camisas holgadas y abiertas. Los pelos alborozados. Leopardo, serpiente, mucho negro, chaquetas de motociclista, excentricidad, atrevimiento.

Comprendo ahora que el rock n roll fue también el terreno de mis deseos. A muchas mujeres se nos enseña a repudiar esa palabra, deseo. Se asocia a los castigos largamente impuestos (e inventados de las maneras más diversas) para condenar a las mujeres por perseguir estelas de apetito erótico. Es curioso que las mujeres puedan ser reproductoras de vida y que históricamente hayan sido castigadas por atravesar el terreno del cuerpo para su placer. Se ha exigido que lo femenino sea deseable y bello, pero que no se atreva a ser sexual, libremente. El deseo no era algo aconsejable para las chicas que crecían en ese entorno donde yo lo hacía también. Pero, además de esta acepción común, vinculada a la libertad sexual, el deseo, en lo femenino, en la experiencia de ser mujer, pasa por otros dominios también. El deseo de trascendencia. El deseo de liberación. El deseo de una identidad. Yo deseaba, del rock, el estilismo desenfadado. El pelo largo. La corporalidad emancipada. Las cadencias irrestrictas. La luz puesta sobre mi creatividad. El escenario. El aplauso. Ser objeto de deseo. Pero ser sujeto liberado también.

Tengo un afecto profundo por todo aquello que rodea el tema del rockstar. Lo trato aquí libremente. Sin ataduras “sociológicas” o definiciones académicas. Al escarbar más en esa figura llegarían, luego, las auras, los mitos, los tropos, los arquetipos, si se quiere. Las estrellas de rock eran centro del universo. Punto focal en una tarima que podía encontrarse rodeada por millones de ojos y cuerpos. Faros gloriosos de esas multitudes que justamente se agolpaban para verlos, oírlos y adorarles de cierta manera. Sus ropas hablaban de los bordes novedosos del espíritu de su tiempo. Se entregaban al frenesí de la música, las drogas, el sexo, el acto creador, el placer. Abrían sus consciencias, relajaban las reglas, quebrantaban paradigmas de modos contenidos, rigidez. Sentían mucho el mundo que les rodea. Lo sufren. Lo cantan. Lo gozan. Lo transforman en sonidos, imágenes, espíritus, verbos. Todo cobra dimensiones exorbitadas de sentimiento. Un(a) rockstar suele parecer en la cima del mundo y, con frecuencia, allí están, puertas para adentro, forcejeando, tambaleantes, presas de la falta de autoconfianza. Dudan de sí tremendamente. La melancolía les retiene. Buscan espasmos de evasión. Tienen descensos hacia el sinsentido. Se extravían, se desconectan. Lo superan y continúan en su esplendorosa teatralidad. Van y vienen entre la hesitación más rotunda y la certeza que les permite la gloria de la atención.

Me gusta, por ejemplo, esa mezcla única que sucede cuando se cruzan subjetividad y tiempo. Los conciertos multitudinarios de los setenta, ochenta y noventa proporcionaban una experiencia que sólo era posible en las circunstancias del momento. La experiencia musical y visual no estaba todavía consumida por lo digital. Había que esperar, llevar otros ritmos, se tenía otra experiencia del espacio y del tiempo. La vivencia de un concierto era singular. La adrenalina del encuentro. Las peculiaridades de ese teatro que es recrear una canción en temporalidad real. La llegada de ese sensual abandono al que se refería Charly García. Eso permitía, además, la mística, la construcción de la celebridad. Había revistas y los ritmos narrativos de la prensa. Rockstars apareciendo y desvaneciendo. Camerinos dotados de placer. El flujo de las formas glamorosas. Ropa espléndida y excéntrica, desborde sensorial, cacería por los sentidos eléctricos. Largas noches, abdicaciones de razón, inmersión en la cadencia desbordada de la juerga.

Alguien alguna vez me dijo que el giro que se dio entre un(a) rocsktar y la figura de DJ consistía, entre otras cosas, en una transformación en la manera de mirar. En el primer caso, todo un recinto ponía el foco sobre la teatralidad única y singular de una figura central. En el segundo, esa figura central pasaba a las sombras, a construir, desde una cabina a oscuras, una atmósfera donde quienes asistían tendían más a mirarse entre sí. Eso anticipaba de alguna manera este festín de espectros que es el mundo digital de hoy; donde miramos a otras personas en la retícula de la pantalla que cargamos constantemente; el mismo mundo donde cualquier canción, video o apetito musical puede ser saciado con un clic. El rock n roll está inscrito en esas variables de cómo se percibía el mundo en otros momentos.

También es cierto que el rocanrol fue tan inmensamente liberador que incluso permitió que lo “femenino” fuese aceptable y práctica cosmética en hombres que, de manera simultánea, eran construidos como figuras sexis. Así lucen esas imágenes del glam o cierta cualidad tan propia de Robert Plant, por ejemplo. Sí, ya sé que algunos de mis gustos no logran la prueba de molde impoluto que muchas personas exigen para una mujer que piensa públicamente. Son gustos situados, concretos, que emergieron ante la mirada intensa de una muchachita que crecía en los noventa, en Cartagena de Indias, con acceso a cierta cultura visual y material. Sé que son gustos que reflejan aprendizajes más amplios, recibidos por muchas mujeres, donde se ensalzaba lo viril. Donde eso, como el campo de la música, fue largamente un mundo de y para ellos.

No ad for you

Me gusta la figura de rockstar, lo que entraña y lo que refleja. Me gustan sus connotaciones y sus potencias simbólicas. Quería ser uno de ellos. Las metáforas y los signos en sus mitos iluminan aspectos que inquietan mi propia existencia. Cuando era chica y me topaba con páginas de escritores admirados, de talantes diversos, allí podían estar, en sus relatos, odas a sus gustos más personales, insospechados o disparatados. Fútbol, boxeo. Soy la mujer que mira a los hombres del rocanrol desde pequeña. Este es una de mis odas arbitrarias a uno de esos gustos que me acompañan desde siempre.

Mi concepto de rockstar es un caleidoscopio de temporalidades. Porque estaban, sí, esos muchachos en mi atmósfera inmediata, las figuras del grunge de los noventa, los Unplugged de MTV, pero estaban también las imágenes en movimiento de los sesenta, Jim Morrison, y luego, los repertorios setenteros, Pink Floyd y Led Zeppelin. Imágenes de chicos salvajes, con pelos largos, flacos muchas veces, esos pantalones de cuero insinuando los huesos de las caderas, cadenas, anillos, toques de maquillaje algunas veces, camisas sedosas, chalecos, pañoletas al cuello, cuero otra vez, leopardo, mucho negro. Comprendería que ese mundo estaba poblado de otras cosas que entonces no vislumbraba bien. Como que una mujer que ama a los hombres, como yo, podría haberse encontrado siendo groupie, seguidora, fanática, adoradora y no artista, como ellos. Que eran mundos donde había jerarquía dañada y variadas misoginias. Como tantos otros campos, el rocanrol contiene esa necia manía de purgar a las mujeres, de tenerlas como objeto de deseo y no como sujetos libres también. Pero, para mí, la libertad era eso. Esos muchachos. Esos sonidos. Esas vestimentas. Esas formas, esos gestos.

No ad for you

Ha sido búsqueda febril para mí ser mujer y vivir la vida con rocanrol, es decir, haciéndola en los propios términos. Aquellos solos de guitarra, aquellas ropas eran simplemente la forma concreta de mi deseo. Ser libre como ellos. Parecérmeles. Un(a) rockstar, además, lleva el sello de ese péndulo a veces violento que es crear. La mascarada de la certeza en sí, ese ser confiado y sensual que canta o toca, que aparece, que deslumbra, que sorprende. Aplausos. Ovación. Objeto fotografiado, celebrado, conocido, visible, reconocible. Y también el cráter de sentirse desde la escasez, la comezón de la duda, la sombra de sentirse todo un relieve de carencia, el sinsentido turbulento, la inmersión en la exasperación melancólica, infinitamente triste, las curvas del dolor. Tal vez porque acabo de cumplir años, el empuje vital me conduce por las sendas de la nostalgia leve. Estoy en casa cuando retorno a los bares bogotanos de rock. Somos también la suma de nuestras referencias concretas.

El amor es como un solo de guitarra eléctrica. La desdicha es como la cascada sonora que desciende. Sentir la vida adentro es como el latido iracundo de la percusión. En la figura de rockstar siguen existiendo códigos de mis fijaciones y añoranzas. La libertad me sigue sonando a rocanrol. He estado mirándolos desde siempre, viendo en ellos la libertad de forjar los propios términos, y la hago femenina, a mi manera.

No ad for you
Conoce más
Ver todas las noticias
Read more!
Read more!
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta  política.