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El abrigo de Marx

Vanessa Rosales A.

18 de junio de 2020 - 12:00 a. m.

Londres, 1850. Para entrar al recinto donde conducir las investigaciones que irán a convertirse en su inmortal libro, El capital, un hombre joven debe vestir un abrigo. Es la forma apropiada de entrar al British Museum, donde le ha sido concedido acceso al salón de lectura. El abrigo es un signo de la respetabilidad que coincide con los principios del lugar. No entra aquí cualquier individuo. Se requiere cierta característica. Así, el abrigo otorgaba a Karl Marx el aspecto propicio para ser visto, el símbolo visible para dignificarlo, el objeto que permitía su actividad. Sin el abrigo, Marx no podía entrar a investigar, ni podía escribir.

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El mismo abrigo entraba y salía de tiendas de empeño de manera regular. Eran tiempos donde la ropa se valoraba de manera muy distinta. Era escasa y se valoraba más. El empeño era una forma de procurar algo de sustento monetario. Como un intelectual radical en el exilio, Marx combatía la penuria material produciendo periodismo y empeñando con cierta frecuencia sus zapatos y el abrigo. El académico Peter Stallybrass desglosa los significados del objeto en tanto las posibilidades que concedía a Marx. Servía, por supuesto, para resguardarlo ante la gélida temporada invernal, pero también lo situaba como ciudadano, le otorgaba la apariencia precisa de esos caballeros pensantes que tenían paso a la solemnidad de aquel elevado recinto.

Lo que parece un tema insignificante primero nos señala la contrariedad que guardan los temas de lo estético y material —incluso en alguien tan representativo en estos temas como Marx. La estética remite al sentido del que más han desconfiado filósofos varoniles —lo aparente y visual. Aun así, desde cierto lente, la superficie puede ser la senda hacia algo que rebasa toda sospecha inicial. La contradicción. Como aquí.

Y el objeto nos permite mirar algo más —esa irrevocable humanidad que suele haber tras los frutos del pensamiento en sus esfuerzos más encumbrados. Cada libro, cada cuerpo de ideas, cada documento, cada obra, cada hilvanar discursivo, cada forjamiento mental, todos, sin excepción alguna, anclan en un cuerpo, una mortalidad, una especificidad, una singularidad fisurada y bella.

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El pensador citado en las enardecidas luchas por la justicia social, inmortalizado por su revolucionaria e iluminadora forma de abordar la filosofía económica, era el hombre que pasaba temporadas en cama, doliente, sin abrigo, sin poder investigar, esforzándose a veces sin éxito por producir un tipo de periodismo que resanara la convivencia de cinco seres en dos habitaciones, en un barrio proletario, desde la disidencia y el desarraigo del exilio.

Una burda determinación material se imponía en la vida del reverenciado Marx. Ese vestigio humano se lee claramente en El capital. El tipo de fetiche que describía Marx remitía, de muchas maneras, a lo invisible, lo inmaterial. Ese tipo de fetichismo hacia los bienes o las cosas estaba inscrito especialmente en la cualidad simbólica e intangible que éstas tenían. Y allí residían algunas de sus grandes descripciones sobre el sistema capitalista. El abrigo está escrito en esas páginas. Su presencia actuaba como algo definitivo en la práctica intelectual de uno de los pensadores más longevos de la filosofía y la política económica.

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Durante mi inmersión como una jovenzuela estudiante en las ciencias sociales me aturdía la sensación de que las ideas debían ser vistas como imperturbables. Pensadores y teorías solían ser presentados como sustancias inmutables que había que recibir en un extraño vacío. Tenía desde entonces un vago sentido de que había una ausencia allí que me dificultaba entrega o adhesión.

La intelectualidad patriarcal insiste en la grandeza exclusiva de la mente. El conocimiento duro fue fabricado para asociarse perceptivamente con las causas más “nobles”, y por ende, masculinas, del conocimiento: la cacería de la esencia de las cosas, las verdades, lo perenne, la objetividad, el raciocinio excelso, una forma de racionalidad que se extrae de la contingencia y la falibilidad. La intelectualidad patriarcal insiste en no admitir el ser defectible. En esa intelectualidad, el cuerpo, la emoción, los relieves cognitivos de la intuición, las formas de lucidez inexplicables, son relegados al terreno secundario e intrascendente de lo que se ha imaginado históricamente como femenino.

Cuando la realidad es que todo aquel esfuerzo intelectual, elevado e ilustre, consignado en páginas y letras, repetido en aulas de clase y nichos respetables de intelecto también —todos, cada uno de ellos—, está enmarcado en una serie de heridas y de peculiaridades, es la consecuencia también irrevocable de la falencia y la particularidad. Esa presentación del pensador en el vacío nos despoja siempre de los vestigios humanos que condujeron a la elección de sus inquietudes. Marx traza su teoría también alrededor de su propia vivencia mortal y material con el abrigo que le permitía o le inhibía su actividad.

El pensamiento intelectual deshumanizado puede transfigurar en la rigidez de una categoría, anclada en sesgo, un monólogo altisonante que pierde la maleabilidad que entraña necesariamente abordar al mundo como un objeto estético, cuestionarle, trazarle preguntas de manera imparable. El dogma guarda esa estampa también. Es el puritanismo que percibimos en los “debates” de las redes. En los enfrentamientos intelectuales. Es la insistencia, patriarcal, de que la intelectualidad no es humana. Cuando es precisamente el reconocimiento de su mortalidad y su humanidad lo que la hace fulgurar, grande.

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Vanessarosales.a@gmail.com, @vanessarosales_

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