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Demonios

Vanessa Rosales A.

28 de mayo de 2020 - 12:00 a. m.

El diablo desembarcó entre nosotros en el preciso momento en que despuntó la conquista de tierras americanas. Venía en los navíos españoles. Se entremezclaba con el entendimiento del mundo que vehiculaba la cruz española. Serpenteó veloz entre aquellos hombres, audaces y brutales, empujados también por el temor. Descendió en medio de aquel inhóspito y deslumbrante encuentro, ese arisco roce entre distancias.

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El trabajo del historiador Jaime Borja es centelleante en su iluminación sobre el tema. “La historia del demonio en la cultura occidental es la historia de una idea”. Esa idea, explica, ha sido lienzo para símbolos e imágenes –variados y exuberantes, fluctuantes y temporales–. Además, una idea que perdura es una que también cambia. “Pero el demonio es también la historia del miedo”, señala. Así, desde el prisma del pensamiento histórico, el miedo, entonces, sostiene una estrecha relación con las ideas que la imaginación occidental ha hilvanado sobre lo malévolo. Lo malo.

Ante una calamidad natural, una tensa efervescencia política, un quiebre material, el encuentro con un “otro”, las formas de sentir y razonar no han sido tampoco estáticas. La forma humana es intrínsecamente fluctuante. Entonces es una invitación a mirar. En este esquema breve, el demonio se remite a la fabricación de una idea fluctuante. En ella confluyen el miedo y el mal. En ella podemos atisbar las formas que ha cobrado la ansiedad humana en el pasado. El demonio se adecúa a los requisitos, temores y carencias del sitio donde es representado. Opera menos como figura y más como concepto. En su idea vemos la potencia de la metáfora.

Y de allí la indulgencia que se solicita como consecuencia de lo anterior. Este bosquejo no pretende discusiones religiosas. Apunta a indicar el mapa de una idea que se desfigura y reformula en sus recreaciones diversas. La forma del miedo humano. La forma de concebir el mal, impuesta entonces por una cultura conquistadora. Impuesta todavía por una perspectiva de orden predominantemente masculino. En el entendimiento de la cristiandad occidental, una conducta distinta se teñía rápidamente de una pátina desconfiable, por ende se asumía como un rostro particular y concreto del demonio.

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En el libro de Borja, entre aquellas “huestes de Satanás” que trazaba el cristianismo del periodo neogranadino estaban indios, negros, judíos y mujeres. Aquellos “otros” cobraban la forma precisa de los miedos del momento. Toda forma de otredad agitaba de manera extraordinaria la solidez de esa manera de habitar el mundo. Así, se conjuraban imágenes para representar a los enemigos de turno de la cristiandad. El demonio es, en realidad, el temor profundo y visceral hacia la otredad.

En mi niñez, cuando una apacible Cartagena de Indias no era aún aquella comarca dispuesta a indulgencias globales y hedonismos foráneos, cuando todavía no cifraba en ella ese lustro de gema glamorosa y deseable, uno de sus museos se llamaba severamente: el Palacio de la Inquisición. En la segunda planta una serie de grabados desplegaban al demonio con especificidad: como una cabra erguida y monumental. A su alrededor, alocadas, danzaban las mujeres que, en teoría y en horas truculentas, lo adoraban. En la niña que fui fraguó entonces una incómoda noción que habría de acompañarme: la sospecha primaria y amorfa de que en esas imaginaciones y formas de pensar, lo femenino, la mujer, se percibía como una otredad. Una que suscitaba también un miedo incalculable.

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La confrontación de lógicas compone el paisaje de nuestro sincretismo estructural. Y sin embargo, uno de nuestros síntomas regularmente expuestos es el repudio a lo distinto. El temor a la otredad. Curioso que los andamios de esa estructura mental destilen del legado filosófico de Jesús de Nazaret, quien se antoja a esta observadora como alguien que acogía, sobre todas las cosas, la otredad. La autenticidad del otro, su reconocimiento amoroso. (Para la muestra, Mateo 7 y Juan 13:34).

Respetar la otredad significa sabernos humildes e ínfimos. No es ese, sin embargo, el aspecto más rentable o perdurable de la figura primordial del cristianismo. Ha predominado más la noción de codificar el mal y los temores que despierta. El miedo suele rechinar sobre los rieles del prejuicio, la máquina demoledora que deshumaniza aquello que rebasa nuestro raciocinio inmediato. Todo lo que escapa el binario, lo cuantificable, todo lo que el régimen de una racionalidad rígida no consigue asfixiar en rótulos simplistas, se convierte en una forma de otredad. Las amplias experiencias de la identidad, milagrosamente humanas en su variabilidad, en todas las afecciones posibles, lo ejemplifican. Los modos amplios de vivir, amar, ser, actuar, pensar son demonizados si escapan una disyuntiva moralizadora e invariable.

Está tan enquistado en nuestro panorama el repudio a lo distinto que para hacerlo concreto, para darle forma, le llamamos demonio. No siempre de manera explícita. La demonización de lo distinto atraviesa un amplio espectro: desde las formas como leyó la evangelización católica los sistemas filosóficos de los indios, las lecturas temerosas que se consolidaron alrededor de los entendimientos africanos, los misterios que parecían desprenderse de las mujeres, la claridad espiritual de los judíos, hasta la forma en que hoy se insiste en comprender y categorizar el amor y la identidad. Solo el varón blanco queda excluido de aquellas huestes malévolas que estudia Borja en tierra neogranadina. Solo la virilidad blanca sigue insistiendo en conservar esa narrativa donde su subjetividad marca todo lo demás como otredad.

En Cartas desde la tierra, Mark Twain consigna la idea de una ideología religiosa cimentada en una Ley Automática, una ley exacta e invariable que no requiere ajuste, corrección u observación. Un tipo de ley que opera en contravía a la naturaleza misma del vaivén humano. En el intersticio que marca esa contradicción –entre una ley invariable y el discurrir del comportamiento humano en el tiempo–, emerge el demonio o la demonización como método. Es lo que permite darle forma al vértigo que nos enfrenta a lo distinto, a lo que trasciende nuestro campo de previsión.

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Lo extraordinario es cómo la variedad de los siglos no ha aflojado el mecanismo. Estructura, metáfora. La ansiedad hacia lo inexplicable, el desasosiego ante lo que no encaja en categorías fáciles, allí están, los demonios que aún creamos. La demonización de lo otro no es más que un temor agudo hacia aquello que nos rebasa. En todas sus formas, sus símbolos y sus imágenes actuales.

vanessarosales.a@gmail.com, @vanessarosales_

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