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                                                                                                                              La disociación heterosexual

                                                                                                                              El filme de 1996 Sobreviviendo a Picasso narra un pedazo de la vida íntima del portentoso pintor. Es un vistazo al paisaje de algunos de sus afectos. Permite una mirada hacia las mujeres que llenaron sus cuadros, las que habitaron los periodos fluctuantes de su vida. Relata, sobre todo, su amorío de más de una década con la pintora Françoise Gilot, con quien, sin casar, tendría dos hijos y cuyo lazo terminó cuando ella – haciendo algo sin precedentes – lo dejara. Las memorias de Gilot sobre aquellos años fueron publicadas en 1964.

                                                                                                                              La película también es un atisbo a esa idea del artista como una especie de dios. La idolatría efervescente que su celebridad genera. Los imaginarios que se tejen en torno a lo que implica su briosa genialidad. Al verla, emergían en mi propio interior pequeños picos de asombro ante más: ver al varón a quien se le concede la potestad irrebatible de mutar de deseos, encender sus arrebatos, perseguir sin restricción sus caprichos, pues la grandeza, como se entiende allí, parece requerir licencias absolutas, voluntades incuestionadas, un mundo ordenado para las propias voluntades (poco importa si son hirientes o erráticas). Poco importan las consecuencias que desaten. No se cuestiona la voluntad varonil de una suerte de deidad mundana. Qué asfixiante, sentí, ser mujer, querer ser artista bajo la sombra colosal de tanto despotismo, y sobre todo en un entorno que de manera tácita parecía aceptar sin más que las cosas debían ser así. Que al “genio” había que permitirle todo margen, que el “genio” estaba justificado en su ira si se le interrogaba por sus pasos y andanzas. Que al “genio” no podía reclamársele o reprocharle tiranías o ultrajes.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Esa personificación fílmica de Picasso es un recuerdo de eso. Que es posible amar a las mujeres - o clamar amarlas - y ser, no obstante, abismalmente misógino. La misma Gilot referenció que el artista declaraba creer en la existencia de sólo dos tipos de mujeres: eran diosas o esteras. Divinidades o alfombras – en eso consistía la tipificación bifurcada de Picasso. “Las mujeres son máquinas para el sufrimiento”, le habría dicho en 1943.

                                                                                                                              Aún así, las mujeres que cruzaron su vida fueron rastros en su arte, grandiosa, también – aparecen allí como estampas del afecto, del tedio, de la monstruosidad, del interés, de la excitación, de la transición. No hay obra sin sus presencias. Era posible saber si el artista tenía algún nuevo interés u objeto de deseo a través de lo que sus manos convocaban en las horas de trabajo. En las formas en que hacía imagen pictórica a esas mujeres. En lo que quedaba materializado en lienzos. Un cambio de deseo o de afecto podía propiciar un cataclismo a su alrededor, la ausencia, la trituración de un corazón, el abandono sin remordimiento. Irse sin considerar el sentir de la mujer. Desprenderse de un afecto que ha sustituido por otro, fresco, novedoso, prometedor. Pero el varón no se detiene a ponderar en lo hecho, continúa, avanza; lo suyo, aprende, es el movimiento. Actuar. ¿Acaso la acción sin sentimentalismo no es un signo frecuente en las fabricaciones de lo masculino?

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Y sin embargo, esa cualidad irreflexiva es curiosa si se piensa que uno de los grandes alardes en la fabricación de la masculinidad ha sido justamente la racionalidad instrumental. Las codificaciones que conocemos como masculinas, se encargaron, entre otras cosas, de hacer de todo lo relacionado al interior, al afecto, a lo íntimo, al apego, asuntos extranjeros para los “hombres de verdad”. Esa irreflexión en las enseñanzas de lo viril parece generar otras formas de disociación.

                                                                                                                              La disociación que quisiera plantear aquí, una de las más estruendosas para mí, una de las más comunes, es aquella que la escritora barranquillera Marvel Moreno supo nombrar con lucidez: “la gran contradicción del hombre que no puede respetar a la mujer deseada, ni se atreve a desear a la mujer amada, o más precisamente, a la que pasa ante los otros por su esposa y madre de sus hijos”.

                                                                                                                              Esa disociación en el varón heterosexual. (No se alebresten, señores, no se pretenden categorías monolíticas aquí, pero sí arrojar luz y foco sobre asuntos estructurales, arraigados, visibles, y sobre todo, relatar lo que muchas mujeres viven). Se habla del varón heterosexual socializado también, por supuesto, dentro de las turbiedades del catolicismo.

                                                                                                                              Qué puede esperarse de un sistema de creencias que concibe a una madre virgen como gran modelo para emulación femenina. Las mujeres tienen que parecerse a ese molde ficticio. Así nace, en cierto modo, esa disociación. La tipificación. La mujer que se desea hace posible los deleites de la carne; más la esposa, la madre de los hijos, no debe participar en ese tipo de mundanidades, debe en cambio ser “correcta”, prístina. Querría enunciarlo con un adagio que circula y nos es conocido, ese deseo varonil de que una mujer sea una dama en la calle y una puta en la cama. Ese deseo – que, según he visto, es criterio para los varones heterosexuales cuando deciden “enseriarse” y atravesar el umbral del compromiso – implica de manera implícita una división imposible. Denota que las mujeres no son seres complejos, seres humanos, con cualidades mixtas, relieves, así, como ellos, que sí pueden gozar, sin problema, del espíritu rico de la contradicción. Como Picasso, cuyo despotismo y misoginia no obnubilaba la nobleza de su hazaña artística. Como tantas otras figuras viriles, a quien se le celebraba el dolor del desamor de una manera muy distinta a como se percibe la desolación amorosa en la experiencia femenina. La mujer allí es desquiciada y loca, el hombre es poeta benigno.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Esa disociación puede ser así de rampante o más sutil. En Colombia está viva. Cuántos varones heterosexuales escogen no casarse con la mujer que estiman como el objeto de sus deseos, (“la puta” y sus delicias). Cuántos no se desaniman si una mujer es sexualmente activa, cuántos no escogen como esposas o madres de sus hijos a las “bien portadas”, que jueguen el rol de la ficción que les adoctrinó el catolicismo. Cuántos varones están lejos de medir la sexualidad femenina con la misma vara que usan consigo mismos. Es una especie de tirón, una tensión invisible. No siempre es tan literal como en las líneas de Moreno en la novela En diciembre llegaban las brisas. Pero está allí. Existe también cuando la tipificación inconsciente de lo femenino es lo que guía al varón. Es la misoginia que tiende al estereotipo. Es la disociación común, de ver a las mujeres así, no como humanas sino como arquetipos. Es no identificarse con ellas. Dividirlas en trampas imposibles. Decir amarlas, y desearlas, pero negarles aquello que bien puede celebrarse cuando sucede en lo masculino. No se puede ser dama o puta, se es mujer, simplemente, con la humanidad caótica y mixta de los deseos, las afecciones, las facetas y los matices.

                                                                                                                              @vanessarosales_

                                                                                                                              El filme de 1996 Sobreviviendo a Picasso narra un pedazo de la vida íntima del portentoso pintor. Es un vistazo al paisaje de algunos de sus afectos. Permite una mirada hacia las mujeres que llenaron sus cuadros, las que habitaron los periodos fluctuantes de su vida. Relata, sobre todo, su amorío de más de una década con la pintora Françoise Gilot, con quien, sin casar, tendría dos hijos y cuyo lazo terminó cuando ella – haciendo algo sin precedentes – lo dejara. Las memorias de Gilot sobre aquellos años fueron publicadas en 1964.

                                                                                                                              La película también es un atisbo a esa idea del artista como una especie de dios. La idolatría efervescente que su celebridad genera. Los imaginarios que se tejen en torno a lo que implica su briosa genialidad. Al verla, emergían en mi propio interior pequeños picos de asombro ante más: ver al varón a quien se le concede la potestad irrebatible de mutar de deseos, encender sus arrebatos, perseguir sin restricción sus caprichos, pues la grandeza, como se entiende allí, parece requerir licencias absolutas, voluntades incuestionadas, un mundo ordenado para las propias voluntades (poco importa si son hirientes o erráticas). Poco importan las consecuencias que desaten. No se cuestiona la voluntad varonil de una suerte de deidad mundana. Qué asfixiante, sentí, ser mujer, querer ser artista bajo la sombra colosal de tanto despotismo, y sobre todo en un entorno que de manera tácita parecía aceptar sin más que las cosas debían ser así. Que al “genio” había que permitirle todo margen, que el “genio” estaba justificado en su ira si se le interrogaba por sus pasos y andanzas. Que al “genio” no podía reclamársele o reprocharle tiranías o ultrajes.

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              Eso, puntualmente, me atravesó. Esa aparente falta de conciencia. Ese involucramiento absoluto consigo mismo. Esa ausencia de reflexión. Esa expectativa de poder ir y venir, mutar, considerar, disponer, sin ninguna otra brújula que la medida, fogosa e impredecible, de sus necesidades, sus apetitos, sus veleidades. Y también una dualidad: la posibilidad de ser un empedernido mujeriego sin desprenderse de una intensa misoginia.

                                                                                                                              Esa personificación fílmica de Picasso es un recuerdo de eso. Que es posible amar a las mujeres - o clamar amarlas - y ser, no obstante, abismalmente misógino. La misma Gilot referenció que el artista declaraba creer en la existencia de sólo dos tipos de mujeres: eran diosas o esteras. Divinidades o alfombras – en eso consistía la tipificación bifurcada de Picasso. “Las mujeres son máquinas para el sufrimiento”, le habría dicho en 1943.

                                                                                                                              Aún así, las mujeres que cruzaron su vida fueron rastros en su arte, grandiosa, también – aparecen allí como estampas del afecto, del tedio, de la monstruosidad, del interés, de la excitación, de la transición. No hay obra sin sus presencias. Era posible saber si el artista tenía algún nuevo interés u objeto de deseo a través de lo que sus manos convocaban en las horas de trabajo. En las formas en que hacía imagen pictórica a esas mujeres. En lo que quedaba materializado en lienzos. Un cambio de deseo o de afecto podía propiciar un cataclismo a su alrededor, la ausencia, la trituración de un corazón, el abandono sin remordimiento. Irse sin considerar el sentir de la mujer. Desprenderse de un afecto que ha sustituido por otro, fresco, novedoso, prometedor. Pero el varón no se detiene a ponderar en lo hecho, continúa, avanza; lo suyo, aprende, es el movimiento. Actuar. ¿Acaso la acción sin sentimentalismo no es un signo frecuente en las fabricaciones de lo masculino?

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              Pensaba viendo el filme si tal vez toda esa identificación con la acción no sería precisamente lo que ha ayudado a delinear cierta forma de irreflexión. Esa que también hace parte de codificaciones predominantes de lo masculino. En inglés, la palabra es thoughtlesness. Una suerte de desconsideración, de desapego, de insensibilidad - todas características frecuentes en lo que implica aprender a ser varón. La acción sin tregua y la convicción de poder ir y venir sin cuestionamientos ni restricciones, ninguna deja margen para el sentimiento. Se endiosa la introspección solitaria del artista en su centro creador, más no se pide de él ningún tipo de consideración a los seres que le rodean. La mujer es musa que se celebra en representación o tapete que se pisotea. Empatía, esa palabra, manoseada y vaciada en nuestros tiempos, está en la médula de la misoginia. Es la “participación afectiva”, la conciencia de que la propia acción interpela a otro, afectándole, tocándole. No es común en los aprendizajes frecuentes de lo viril que se enseñe a tener en consideración la experiencia ajena.

                                                                                                                              Y sin embargo, esa cualidad irreflexiva es curiosa si se piensa que uno de los grandes alardes en la fabricación de la masculinidad ha sido justamente la racionalidad instrumental. Las codificaciones que conocemos como masculinas, se encargaron, entre otras cosas, de hacer de todo lo relacionado al interior, al afecto, a lo íntimo, al apego, asuntos extranjeros para los “hombres de verdad”. Esa irreflexión en las enseñanzas de lo viril parece generar otras formas de disociación.

                                                                                                                              La disociación que quisiera plantear aquí, una de las más estruendosas para mí, una de las más comunes, es aquella que la escritora barranquillera Marvel Moreno supo nombrar con lucidez: “la gran contradicción del hombre que no puede respetar a la mujer deseada, ni se atreve a desear a la mujer amada, o más precisamente, a la que pasa ante los otros por su esposa y madre de sus hijos”.

                                                                                                                              Esa disociación en el varón heterosexual. (No se alebresten, señores, no se pretenden categorías monolíticas aquí, pero sí arrojar luz y foco sobre asuntos estructurales, arraigados, visibles, y sobre todo, relatar lo que muchas mujeres viven). Se habla del varón heterosexual socializado también, por supuesto, dentro de las turbiedades del catolicismo.

                                                                                                                              Qué puede esperarse de un sistema de creencias que concibe a una madre virgen como gran modelo para emulación femenina. Las mujeres tienen que parecerse a ese molde ficticio. Así nace, en cierto modo, esa disociación. La tipificación. La mujer que se desea hace posible los deleites de la carne; más la esposa, la madre de los hijos, no debe participar en ese tipo de mundanidades, debe en cambio ser “correcta”, prístina. Querría enunciarlo con un adagio que circula y nos es conocido, ese deseo varonil de que una mujer sea una dama en la calle y una puta en la cama. Ese deseo – que, según he visto, es criterio para los varones heterosexuales cuando deciden “enseriarse” y atravesar el umbral del compromiso – implica de manera implícita una división imposible. Denota que las mujeres no son seres complejos, seres humanos, con cualidades mixtas, relieves, así, como ellos, que sí pueden gozar, sin problema, del espíritu rico de la contradicción. Como Picasso, cuyo despotismo y misoginia no obnubilaba la nobleza de su hazaña artística. Como tantas otras figuras viriles, a quien se le celebraba el dolor del desamor de una manera muy distinta a como se percibe la desolación amorosa en la experiencia femenina. La mujer allí es desquiciada y loca, el hombre es poeta benigno.

                                                                                                                              No ad for you

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                                                                                                                              @vanessarosales_

                                                                                                                              Ver todas las noticias
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