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Existen, sobre Cartagena de Indias, una serie de rasgos sellados con vigor en la fisonomía sentimental de aquellos para quien la ciudad es nuestra estampa más conocida. Conocemos sus formas como pocas cosas. Toda ella es una inquebrantable y aguda familiaridad. En 1955, Héctor Rojas Erazo escribía que aquella sustancia, ese cargarla como un amor y como una herida, parecía llevarse en los mismos huesos, como si estuviera inscrita en algo que es reconocible pero que no siempre sabemos nombrar. Eso es en parte, para mí, la ciudad donde llegué a existir, donde he retornado toda mi vida.
Entre esos rasgos está, por ejemplo, la resolana amarilla que encandila las retinas en medio de la tarde. El sonido de la maría mulata en el ardor de la mañana soltando a cada tanto su reconocible silbido. Está la manera en que tiene el sol de desparramarse sobre la bahía, los espejuelos danzantes sobre la superficie del agua al mediodía, los veleros que se mecen con tenue ritmo. Está el cielo azulado y limpio cuando todavía es de tarde, está la pesadumbre del aire, los cantos que ofrecen el dulzor de la fruta colorida, la campana que anuncia paletas y helados. La descomposición impávida. Las caras lindas de su gente bella, como cantó el dulzor en la voz de Ismael Rivera. Y en ese paisaje aletargado y espléndido de Cartagena de Indias, también están esos cercos, palpables, pero invisibles. Parecen elevarse entre una materia imperceptible que ha sabido convertirse en algo parecido a códigos tácitos, entendimientos implícitos.
Esos acuerdos son como la humedad que se instala a pasmar las cosas en pleno día. Lo habitual, lo que existe, mecánico, lo que muchos saben, lo que está allí, en los tejidos de lo prosaico, en lo que se vive, en lo que se ha hecho también estampa, pero que no siempre se dice. Esos cercos, podría decirse, moldean la geografía política de Cartagena de Indias. La componen. La forman como una arcilla calcinada. Son cercos que alzan, imperceptibles, pero marcados, entre los barrios. Existen entre sus gentes y sus resortes sociales. Son como vallas incorpóreas que se trazan entre sus terrenos urbanos. En sus colegios, en sus espacios. Están inscritos en un acervo de signos, aceptados, repetidos, reproducidos en cada paisaje que vivifica a la ciudad.
Quién tiene acceso a qué y en qué circunstancias. Quiénes gozan de posibilidades almidonadas. Qué papel juega en todo ello el fenotipo, el barrio en el que se nace, el tono de la piel con la que se ha nacido. Qué arañazos fraguan esos azares de nacer allá o aquí, en aquella u otra parte de una ciudad que ha quedado reducida a exhibir postales cromáticas de una zona ínfima de su geografía. Mirar un mapa de Cartagena de Indias es un ejercicio al que invitaría a cualquiera que añore dimensionar, realmente, a qué se refieren cuando conjuran su “magia”. Es una ciudad pequeña, sí, pero mucho más extensa de lo que insisten en desplegar sus visitantes, que palpita mucho más allá del panorama fotográfico, de postal ahora Instagrammeable.
Pero también, entre esos rasgos inexpugnables hay otro que es potentemente nítido: el silencio de su burguesía. Un silencio que ruge, que cubre con estática esos edificios blancos y altos que bordean su bahía. Hay en ese silencio mucho ruido. Es penetrante. Existe y se impone ese hábito callado desde que recuerdo. Hay algo en ese silencio que no deja de ser arisco. Porque es un silencio que convoca la inercia, sí, la disposición a dejarlo todo en su sitio, todo anclado, pero que también es una mudez que parece aceptar, indolente, imperturbable, eso que se oculta en lo cotidiano. Es un silencio que otorga, que acepta, que no se inmuta ante la fealdad hiriente de Cartagena de Indias.
La élite cartagenera ha sabido forjar por supuesto sus atributos identificables. Su parafernalia social que adora el siseo ancestral de un apellido. Su celosa manera de mantener los esquemas sociales bien cuidados. Su risible manía de concebir blancura en tierra mestiza. Su capacidad para pavonear sus símbolos de status con exactitud calcada, perpetuando linajes en sus endogamias, reproduciendo las jerarquías conocidas, ostentando unas dinámicas inmutables. Sus edificios prístinos, las ayas vestidas de blanco que atienden a sus crías. La iglesia en el corazón del barrio venerable para la que sí hubo, por supuesto, grandes recursos monetarios. Que falte todo, menos ese catolicismo que nutre a una casta que aborrece las sexualidades diversas, o los ascensos de clase con trabajo o ensanchar los límites raciales.
Cuando la protesta social se encendió en la consciencia colombiana, la estrategia de contención fue ágil en materializar uno de esos cercos invisibles. Un camión, un séquito de la fuerza armada prohibía el ingreso de la protesta —así fuese lúdica, musical, simplemente expresiva—, a la insular parcela que es Bocagrande. Un barrio mixto, ciertamente, sí, un barrio atestado por un comercio híbrido, donde habitan además muchos de esos linajes que, sin plata, procuran conservar la dignidad de una convicción de clase, no importa si es de antes, no importa si es ficticia. Pero un barrio cuyos simbolismo es innegable. Donde reside esa indolente e inerte casta que ostenta y se jacta del liderazgo económico, político y social de la ciudad.
Entre los rasgos inexpugnables sobre Cartagena de Indias está, para mí, ese silencio ensordecedor de su burguesía. Una élite que es veloz en defender los principios del mercado, la importancia del turismo, lo vital que es “generar” trabajo. Una élite que se multiplica y robustece a través de sus estrategias matrimoniales, como partidas de un juego donde las piezas solitarias se van juntando, ávidas de proceder a reproducir lo conocido, la vida de nuestros abuelos, de nuestros padres. La jerarquía de clase, el entendimiento de lo que implican los fenotipos.
Es la burguesía que adora las iniciativas caritativas de dama católica, efusiva en celebrar esa lógica de mirar con misericordia condescendiente al “desfavorecido”. La que adora ir de visita a las parcelas de la ciudad donde existe la infamia, las casas desahuciadas, donde hay tierra no hay pisos, donde con frecuencia no hay agua, donde todo es una vileza precaria y exhibirlo en redes sociales, para enmascararlo como algo similar a gran compromiso con servir. Se ufanan de entregar cunas de cartón en esos mismos barrios “desfavorecidos”, se ufanan de repartir alimentos de primera necesidad en esas mismas esferas. No sólo de haberse salido de sus vidas almidonadas para desplegar tan noble sacrificio, es preciso anunciarlo alto en las redes sociales. Encomiable, claro, que las señoras habiliten sus horas amplias en contribuir desde sus notorias ventajas, que alivien dolores, que calmen hambres, que contribuyan desde sus almidones, pero ¿por qué las auto-promociones en las redes digitales? ¿Qué buscan si no es atribuirse esa postura de grandes benefactores cuando en últimas, aquellos remiendos, temporales, son cómplices de las estructuras más amplias?
Conforme pasan los años, encuentro más violencia en ese hábito callado. Ayudas caritativas ante la pandemia, claro, visitas a la miseria infame, también, pero ¿cuándo una voz que desde esa casta que se enuncie contra el racismo sistémico? ¿Cuándo una voz en esa casta que hable sobre el clasismo que perpetúan en sus fincas, y sus showers y en esas reuniones de vino y maquillaje con las que remiendan el tedio de llevar esas vidas que llevaban las mujeres hace treinta años? Las hay, sí, de seguro, pero son escasas, son susurros sueltos, dispersos, ocasionales. Son excepción, ustedes lo saben. Todo ese silencio, toda esa forma de indiferencia discreta, reclama la pregunta, ¿están mirando? ¿Ven esa miseria colindar con sus existencias acomodadas y les basta? ¿Les es suficiente el remiendo superficial de la caridad católica? ¿Son conscientes de la brutalidad de su indolencia impávida?
Ante la pandemia, la preocupación por la economía golpeada. La alarma porque sus negocios, siempre gordos, intocados, de súbito afectados. Ante la miseria, el silencio. Ante el clasismo, la conformidad. Ante el racismo, la aceptación inerme. Porque no vaya a ser que remover ese aire anquilosado signifique que deban ceder a sus comodidades. Esa lógica no es extraña a quienes viven aventajados. De Cartagena de Indias ese silencio ruidoso, ese silencio de años, ese silencio de una casta que en su indolencia, hace que me pregunte cada tanto, ¿están viendo la ciudad que habitan? ¿Son conscientes de las jerarquías lacerantes? ¿Por qué dicen tan poco, nada?
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