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Lo femenino al poder

Vanessa Rosales A.
06 de noviembre de 2020 - 03:00 a. m.
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Qué apariencia tiene el poder. Cómo actúa. Cómo se ve. Para qué es. Quién lo tiene. Qué sistemas sostiene. Cómo luce. Una habitación de varones blancos. Un varón que amenaza con entorpecer la cesión del gobierno si llegase a perder en las elecciones donde pretende restituirse en la presidencia. Un varón que enciende los fragores de séquitos supremacistas y armados. Un varón que insinuó alguna vez que se tendría que buscar el modo de usar lejía sobre la misma piel para proveer una solución médica contra el virus. Un varón que se refiere a las mujeres como cosas, animales, que no ve ningún problema en “agarrarles la vagina” violentamente como práctica legítima. Un varón que descalifica el conocimiento científico, que se adhiere a fervores religiosos por mera conveniencia. Un varón que incendia la exclusión, la demonización de todo lo otro que no le sea parecido. Un varón que delira con su propia grandeza, incapaz de sentir dolor por cientos de miles de muertes, por ejemplo. Ese poder.

Pero en sí, la estructura del poder se ha codificado históricamente como masculina. Sus cimientos se sustentan también sobre la exclusión deliberada de las mujeres. De allí que las escasas mujeres que sí han alcanzado lugares encumbrados de figuración política sean todavía excepcionales. Con los sismos que en las últimas décadas han ido sacudiendo esos sedimentos, el paisaje ha ido asumiendo nuevas posibilidades. Las mujeres ejercen mucho más que nunca en campos diversos del poder. Pero la naturaleza estructural de ciertas dinámicas nos muestra constantemente que estamos impulsados a ver en el modelo masculino un modelo expirado de poder.

No es el género el factor determinante sino la forma en que se ha codificado lo masculino y lo femenino en el poder. Las mujeres que tienen autoridad, que ejercen voz, que despliegan conocimiento, son percibidas todavía como intrusas, atrevidas, arrogantes. “Por fuera de su lugar”. Se les ve así en gran parte porque las estructuras han creado unas formas enquistadas de percibir a las mujeres en el poder. Eso conecta con los ataques verbales que le lanzó un representante del congreso estadounidense a una de sus colegas, Alexandria Ocasio Cortez cuando le trató de “loca” y “asquerosa”.

Sobre eso ha escrito extensiva y brillantemente la escritora estadounidense Siri Hustvedt. Sobre los prejuicios perceptivos que están alojados en nuestro sistema de interpretación. Sobre el “efecto del realce masculino”, que dicta que todo aquello codificado así se considera superior y legítimo, mientras que todo aquello que se asocia rápidamente con lo femenino tiende a ser percibido como secundario e intrascendente.

En una entrevista reciente con ella, me explicó que era necesario recordar en todo momento que la llegada de Trump al poder no puede separarse de la misoginia estructural que nos enfrenta. No se puede desligar esa misoginia amplia -y que se extiende a despreciar y oprimir todo lo que considera “femenino”-, de la llegada de un varón de este talante a la presidencia de los Estados Unidos. Por eso la instalación de ese tipo de poder, el prospecto de que vuelva a su sitio, están cargados de feroces símbolos.

Un día después de la posesión presidencial estadounidense en enero de 2017, las marchas de las mujeres se arrojaron a las calles en un exaltado y masivo descontento. Más de cuatro millones de personas salieron a protestar en sitios diversos. Las manifestaciones hacían eco a las movidas del movimiento de liberación femenina que se habían visto a finales de los sesenta y comienzos de los setenta. No era un espejo histórico gratuito. En nuestros tiempos recientes el mundo reclama como vencido el modelo de poder de la virilidad blanca.

Hay muchas evidencias del resquebrajamiento de ese molde de poder. En nuestra atmósfiera se ha colado la certeza de que éste ya no puede sostener sus espinas y oscuridades de la misma manera. Esa rasgadura ha hecho que su estamento se aferre con fiereza ante el prospecto de perder su lugar. (Pensemos en los casos de hombres renombrados sancionados por sus patrones de violencia sexual, pensemos en las escenas donde se han removido estatuas y monumentos que responden a esa narrativa también). El mundo actual reclama algo que traza otro espejo histórico con esos liberadores sesentas: la consigna power to the people, el poder para el pueblo.

Se habla también de lo femenino en el poder. De la feminización del poder. Que no se refiere sólo a la posibilidad de que más mujeres ejerzan en el campo político, sino también a un acervo de códigos. Si contemplamos los desarrollos de la pandemia, puede observarse que algunos liderazgos notorios han sido de países gobernados por mujeres. Pero más aún han sido estrategias donde también hombres han ejercido actitudes codificadas social y culturalmente como “femeninas”: emoción, cuidado, empatía, consideración, credibilidad al conocimiento experto. No sólo por lo que se ha visto en Nueva Zelanda, sino por las fórmulas que han ejercido también hombres con liderazgo político, como el gobernador neoyorquino. Kamala Harris, la fórmula vicepresidencial del candidato a la presidencia Joe Biden, evoca otro tipo de poder, el que reclama el mundo ahora justamente, el tipo de poder que busca reconfigurar las instancias más oscuras del poderío patriarcal: dominio, exclusión, ausencia de emoción, antiintelectualismo, culpabilización, conspiración, simplificación, conservatismo, opresión.

Se habla de concederle al poder unas cualidades codificadas como femeninas. Se habla de la revolución que supondría Kamala Harris como primera vicepresidenta estadounidense, la primera afroamericana y la primera mujer de ascendencia surasiática en ejercer como senadora de ese país. Se habla de lo femenino en el poder también porque las niñas y las adolescentes están viendo. Se habla de un tipo de poder que mira hacia lo que históricamente han sido los márgenes. De un tipo de poder que cree en lo diverso. Que, como el de Harris, busca focalizar políticas que incentiven los segmentos históricamente excluidos de los conductos del poder.

Hemos visto que la derechización del poder ha surgido en simultaneidad a una marejada progresista. Las dinámicas de algoritmos y debates virtuales, encendidos e inmediatistas, han creado una tensión profunda que va jalada por ambas vertientes. La polaridad sí es un efecto comprobable en nuestros tiempos. Las votaciones lo despliegan también.

Y la contienda electoral estadounidense es una metáfora de esto. Se trata de un paradigma de poder. Se trata de lo que representa la llegada de Trump y sus ideólogos afines a distintas presidencias. ¿Qué nos revela la popularidad que ha tenido en esta elección? ¿Qué nos dice que ciertos segmentos de la comunidad latinoamericana se autoperciban como adherentes de esa ideología tradicionalista, que inhibe todo lo diverso, que se pega a la conspiración, a la demonización de la otredad, a la incomodidad ansiosa hacia lo femenino también? ¿Qué nos dice que los latinos se identifiquen con una figura que vehicula la supremacía blanca? ¿Qué nos dice que tantas personas perciban en él su representación política?

El paradigma de poder que entraña Trump muestra una ansiedad estructural también. Por eso el autoritarismo es su insignia mayor. Y el autoritarismo es la falta de compasión. La política del miedo. La búsqueda de un demonio externo a quien endosarle culpas y agencias. La demonización de lo diverso o de lo complejo, de lo que escapa el binario y la rigidez. El vértigo ansioso ante lo que no se ciñe al orden patriarcal. El pavor visceral ante el poder de las mujeres. ¿Qué hace ese paradigma de poder cuando siente deslizar su autoridad? Traza teorías de conspiración, simplifica las cosas para hacerlas demonios y objetos de persecución. Si es vencido, acusa de fraude. Y como en Colombia, ese paradigma viril, patriarcal, que se aferra al autoritarismo, nos sacude no sólo por las figuras o cabecillas que los encarnan sino por quienes los elevan a esa posición, quienes los eligen, quienes les conceden poder. Pero los cimientos de ese paradigma se resquebrajaron. Las fisuras hablan de un proceso. Nada puede detener la fuerza que resiste ese modelo de poder.

@vanessarosales_, vanessarosales.a@gmail.com

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Hernando(84817)06 de noviembre de 2020 - 06:20 p. m.
Muy buena columna y muy bien sustentada. Un ideal que se manifiesta en los deseos y no en las realidades. En relacion con las elecciones actuales en EU escuche ayer un foro en el cual los datos mostraban una abrumadora votación femenina a favor de Trump, cuando se esperaba lo contrario: Identificación con el agresor?. Por otra parte, se hace patético también el maquiavelismo cundo poseen el poder
Julio(2346)06 de noviembre de 2020 - 02:07 p. m.
El binomio Uribe-Duque es el mismo que forman el jinete y su caballo. Es cierto que Duque tiene las riendas... pero sólo como un arnés, puesto que es Uribe el que las dirige. Y aunque el jinete le clave las espuelas hasta los intestinos a su potrillo de paso fino, éste masoquista abyecto exclama como algunas mujeres conformistas y sin dignidad: "abajo también se goza".
  • shirley(40301)06 de noviembre de 2020 - 11:01 p. m.
    Machista, patriarcal, el violador eres tu.
  • Julio(2346)06 de noviembre de 2020 - 02:58 p. m.
    Yo no tengo nada en contra de las mujeres en posición de poder..... pero las prefiero en posición horizontal. No olvidemos que la corrupción no tiene género.
Julio(2346)06 de noviembre de 2020 - 01:53 p. m.
Se dice que bajo un gobierno de mujeres no habría derramamientos de sangre, pero eso es falso porque sí los habrá... aunque periódicos. Sin embargo hay que admitir que ése sería ya un relativo sistema de orden que jamás podrá garantizar ningún gobierno de hombres.
Atenas(06773)06 de noviembre de 2020 - 11:51 a. m.
Columna en la misma linea de la de AnaCris R. hoy, o viceversa. Y cualq. sea el orden el trasfondo del asunto no admite reparos y uno ha de congraciarse con él. Sí, las féminas a las posiciones de poder, y en mi no hay lugar a temer. Salvo q' sean más breves así te me 'embreves'.
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