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Por qué tumbar a Pedro de Heredia

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Vanessa Rosales A.
02 de octubre de 2020 - 03:00 a. m.
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Esa luz que parece flotar como una estela ámbar, una especie de espesura de miel que baña los contornos de las noches. Tengo inscrita esa luz, las calles sobre las que se derrama, adentro, hasta la médula recóndita, y sólo he podido hallarla de forma concreta en lo que proporcionó Héctor Rojas Herazo cuando, en 1955, escribió:

“Cartagena es un sufrimiento, un vivir en pena por ella, un melancólico enamoramiento. Se ama su sol y sus portales y sus beaticas de cinco de la mañana y sus borrachitos tenaces y sus perros y sus gatos y su olor de pétrea falda y la parrilla de sus murallas a las dos de la tarde. Se ama todo esto, se lleva muy hondo, se muele entre los nervios y las vísceras, se vuelve zumo de nostalgia, o corremos el riesgo de perderla para siempre. Porque no conozco otro sitio donde las horas sean tan precisas, donde el aire y el tiempo y el polvo y los ramajes, varíen con tal intensidad, reclamen de nosotros tal atención de la sangre, tal expectativa del corazón, como en esta ciudad donde no ocurre nada”.

El yo que me habita se hizo en ella. Frente a su bahía, entre sus ondulaciones e inercias. Su herida me colma, pero antes de la circunstancia pandémica volvía a ella con recurrencia, como he hecho siempre. Tal vez por eso tengo inscrito también, hasta los huesos, un punzante escozor cuando evoco ese pedazo embadurnado por la amarilla tibieza. Porque es que Cartagena de Indias, pese a su aparente esplendor, ha sabido forjarse como patio trasero para el centralismo cachaco desde que recuerdo (y existo hace más de tres décadas). En los últimos años ha sabido tallarse como un desencarnado prostíbulo, al servicio del deseo extranjero, del dólar fácil, del euro que promete, del foráneo apetito. Cartagena es un burdel vívido, el terruño de saqueo, de la vida humana explotada, la parcela de delicias intoxicadas, el sitio donde rincones ocultos, casonas magníficas, parecieran albergar una similar sustancia a la que destila una fantasmagoría tórrida de El Bosco. Pero tanto de ella, sus otras vistas, sus comarcas imperceptibles al ojo que visita, las casas sin pisos, sin letrinas, todo hundido y carcomido en esa inexplicable manera de existir, la pasmosa miseria. Una precariedad tan lacerante que no logra hacerse concebible.

Ah y su burguesía, tan ágil para la desidia, tan envalentonada siempre por esa isla cercada y protegida, bañada ella en esa viscosidad de indolencia que ha sido su halo insigne, donde las cosas son blancas, los edificios, los uniformes de las mujeres negras y morenas que cuidan a los infantes. Esos críos que parece van entrenados desde ya para perpetuar ese estamento imperturbable.

Pero no es sólo que Cartagena de Indias se haya establecido como un fortín para las accesibles y viles delicias, haciéndose así, metafóricamente, un renombrado prostíbulo, sino que hay pedazos de ella donde se ha inscrito, sin más, la presencia de todo lo que puede ser prostituido. Las jovencitas, las chicas, las sustancias vendidas. Allí, en una de sus plazas, frente a la Torre del Reloj, todo ese aire ungido por la luz amarilla, se ha establecido un portentoso símbolo de lo que es también Cartagena de Indias. Donde es profusa la prostitución, la explotación de criaturas que no alcanzan la adultez, donde todo varón blanco, alentado por la moneda de cambio y su asimetría, puede saciar el más sórdido de sus apetitos. Un emblemático monumento a Pedro de Heredia se erige justo allí. En esa plaza carcomida por la trata y la desidia.

Cuando estalló el desasosiego y el fogonazo ante la recurrente brutalidad policial hacia afroamericanos en Estados Unidos, los símbolos históricos se volvieron un objeto de discusión y de conflicto. En 2011, - mucho antes de que la mirada colectiva y digital viese como allí y en ciudades europeas se iniciara una secuencia de desmontes, decapitaciones, hundimientos y remociones a monumentos asociados a periodos de esclavización, a la Guerra Civil, a los procesos de conquista, a figuras de la realeza reconocidas por su despotismo-, en Cartagena, el colectivo Pedro Romero orquestó una actuación (al tipo que refería el escritor cubano Antonio Benítez Rojo). Era una intervención, un gesto lúdico, donde se cubría con plásticos a varios monumentos visibles. El de Heredia estaba incluido. Las imágenes en movimiento capturan la llamativa intervención. “Frágil o embalados”, se ubica en YouTube.

En el video publicado hacia esa época se capturan las afirmaciones de un varón local, de edad avanzada, que en el fragor del día y de la calle, con ese acento de cadencias y pequeños golpes dice – junto a una mujer – que es a Pedro Romero (gestor subversivo e independentista cartagenero) a quien correspondería ocupar ese sitio. “No se puede tener a un Pedro de Heredia, ladrón, asesino, criminal”, afirma. Un exterminador. Cristalizado en piedra, imperturbable, omnipresente, y además dueño de una mirada que se impone, desde arriba, sobre la ciudad misma, sobre la plaza, toda esa tierra bajo su subyugante escrutinio. Así como fue. Así como sucedió en el exterminio que fue la colonización. Su ejecución y designio.

El actor Jhon Narváez – premiado por su personificación de Moisés en el filme Pájaros de verano – y quien lideraba el cubrimiento de Heredia en 2011, supo leer hace años la espina de esa representación. Entre las imágenes de los próceres, notó Narváez, el recuerdo de Pedro Romero era un marco vacío. La inquietud por los monumentos está ligada a cómo ha sabido ver que no puede, que no debe ser un fervor momentánea o el reflejo de fogonazo efímero discernir, realmente, ampliamente, qué significa que Heredia esté allí. Qué significa lo que dice el hombre en el video. Qué significa para un pueblo aún agobiado por la herida racial que sus plazas primordiales, saqueadas, envilecidas, se alce ese símbolo.

Mirar tiene poder. Puede ser una forma de resistir. A los seres esclavizados se les vedaba, entre tantas cosas, mirar a los ojos a quienes los tiranizaban. Lo que se mira puede ser una forma de rebeldía. Bell Hooks escribió en los setenta sobre cómo, siendo una niña afroamericana, no había en qué mirarse en el cine. No había mujeres como ella y las que sí había cumplían un rol simplificador y servil que reducía la identidad posible a una serie de estereotipos. Habló sobre la mirada oposicional negra. Habló sobre el poder que tiene en la formación del sujeto la iconografía. Que Heredia mire, desde su insolencia, esa parcela de ciudad prostituida, saqueada, carcomida, parece ser una metáfora de la misma indolencia con que la población mira la normalización de la infamia que se contiene en esa plaza. En la misma Cartagena de Indias, carcomida hasta su propia médula, por un enquistado y lacerante racismo.

La discusión sobre remover el monumento de Pedro de Heredia es un debate sobre la representación. Es similar a la que induce a preguntar si existe, por ejemplo, memoria de los navíos esclavizadores en las memorias del Museo Naval. ¿En quién se mira Cartagena de Indias? ¿Por qué debe observarla desde un atril un emblema de su subordinación?

El doctor en historia Orlando Deavila explica que el monumento a Heredia, erigido en 1963, fue impulsado por el tipo de memoria histórica que articulaba el popular historiador Daniel Lemaitre. El tipo de criollo que creía en la supremacía de la tierra conquistadora, portadora de la cruz, pero también genocida y saqueadora. En esa memoria histórica se rinde homenaje a lo europeo, a lo blanco, a lo foráneo. Es el tipo de visión que exalta la marca española y no los frutos de un singular mestizaje o a personajes que no están inscritos en el relato histórico que sigue la concepción de Lemaitre.

Unos días después de que la comunidad indígena misak derribara una estatua de Sebastián de Belalcázar en Popayán, unas rejas policiales adornaron súbitamente al monumento de Heredia en Cartagena. No importó que días antes en Colombia también se agitaran los ánimos y los dolores ante la brutalidad policial. Las verjas recordaban a las que se instalaron en noviembre para salvaguardar a Bocagrande de la protesta que entonces se diseminaba por el país, cuando se exacerbó el alarido doliente de un pueblo hastiado. Se cercó la protesta a la altura de un terreno que simbólicamente habla también sobre la segregación que es Cartagena como herida, la turbia concepción de clases sociales, la asimetría racializada que compone su tejido. Ambas imágenes, ambos gestos autoritarios están cargados de símbolos. Nos recuerdan que la inercia sostiene que aquella institucionalidad patriarcal y explotadora debe permanecer intocada.

El cerco policial alrededor de Pedro Heredia margina la posibilidad de lo importante - la discusión que debe darse, el debate que tendría que hilvanar a la voz popular, la voz académica, la voz política, la voz local. No es un tema para fogonazos. Cartagena debe discutir por qué remover el monumento es una posibilidad de recuperación simbólica, la promesa de asumir, tal vez, una memoria histórica que se reconozca en su sincretismo.

Es la resistencia. La contienda. La oposición. Cartagena está adormilada en su hambruna, en esa viscosa y conveniente indolencia, pero también anquilosada en la exclusión de las voces, de la representación de su gente. La violencia la ejerce aquella presencia. La violencia es Heredia. La violencia no está en removerla. Tumbarla es permitirle a Cartagena la promesa de una rebelión que también hierve en ella.

Vanessarosales.a@gmail.com

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usucapion1000(15667)02 de octubre de 2020 - 06:45 p. m.
Me encantó la referencia a Pedro Ramos, el grito de independencia de Cartagena se dio en el Getsemaní, barrio de esclavos, afros y mulatos, al que pocos historiadores le dieron la trascendencia que se merecía. Así de incrustado está el racismo en esta blanqueada Colombia. No hablar de ello es un insulto a la Historia, aún más grande que eregir bustos a nuestros foráneos torturadores.
Luz(50513)02 de octubre de 2020 - 05:33 p. m.
Al responder que yo solo hablaba un idioma europeo, mis amigos africanos, asiáticos y del Medio Oriente quedaban aterrados. Tampoco puede responder exactamente a qué etnia indígena correspondían mis antepasados...
Javier(17568)02 de octubre de 2020 - 01:17 p. m.
EXCELENTE, PRECISA Y CONTUNDENTE COLUMNA..,No. obstante Cocientes de que estamos en tiempos de: La KGB,La Gestapo, El III Reich, o sea en,!LaCosaNostraColombiana!,de, “MATARIFE, él Genocida Innombrable", toca, ESPERAR, no salgan los: Tontos de Capirote, Mal Pagos Operarios de la ,"BODEGUITAFURIBESTIA",a Insultar, y tergiversar la OPINIÓN y, COMENTARIOS!!!, cierto Señores del DEMOCRÁTICO FORO?.
luis(89686)02 de octubre de 2020 - 12:55 p. m.
Los libros de historia patria decían y ahora en WIKIPEDIA: El "aguerrido" Pedro de Heredia fundó a Cartagena en 1533. Falso de toda falsedad, Cartagena ya existía se llamaba Calamarí.
luis(89686)02 de octubre de 2020 - 12:55 p. m.
Los libros de historia patria decían y ahora en WIKIPEDIA: El "aguerrido" Pedro de Heredia fundó a Cartagena en 1533. Falso de toda falsedad, Cartagena ya existía se llamaba Calamarí.
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