En 1980 salió publicado el cuento de la escritora barranquillera Marvel Moreno, Algo tan feo en la vida de una señora bien. Se trata del relato espeso y adolorido de una anulación. Una mujer que se extravía en las brumas de un remordimiento que durante años ha ensayado sepultar. Cazada por los vestigios de una jovial transgresión. En su sopor existencial, oscila entre la consciencia de su pérdida y la misión de olvidar lo que pudo ser. El personaje encuentra en el casamiento apropiado y burgués, de acomodaciones y country club, una vía certera de “redención”. Asimila la creencia de que haber desafiado los márgenes de la expectativa y la corrección la manchaba irrevocablemente. Y que por ende tenía que verse como absoluta fortuna haber sido “restaurada” por un varón que, pese a su “infracción”, había elegido casarse con ella. Desde entonces, la vida se convierte en ese letargo allí narrado; en la pérdida de la propia voz. Ella lo observa todo desde la algodonosa materia de los tranquilizantes que la arrullan en una habitación.
Duele leerlo. Hay frases que atraviesan, que demuelen. Es la fábula de una rendición. La sofocante existencia de una vida llevada desde un sometimiento. Si la literatura de Marvel Moreno atraviesa con deslumbramiento devastador es porque las estructuras que narra resultan demasiado familiares. Conocemos sus formas bien. Las hemos visto en los contornos de nuestras casas. Las han personificado las mujeres de nuestro entorno y linaje. En nosotras mismas ha pulsado, tal vez, eso que se encarna en Laura de Urueta (el personaje del cuento): ese negar las propias intuiciones, ese aprendizaje que va calando en tantas mujeres de rendir sus propias ideas ante un orden que busca castigar cualquier gesto de fuerza o determinación. La dolorosa comodidad de callar y anularse, antes que encontrar el ímpetu para ser consecuente.
Una de las cosas que se ilumina dolorosamente el mundo de Marvel Moreno es que tantas de las mujeres allí sacrifiquen su propia voz ante una figura patriarcal. Anuladas ante un orden que las añora complacientes, nada hostiles, quietas, aquiescentes. Cuántas mujeres que nos antecedieron no llevaron vidas de esta manera porque las estructuras dominantes así lo forjaron. Allí, en esa tensión entre la libertad posible y el deber ser impuesto. En ese panorama, ejercer la propia voz es una forma de emancipación.
También es cierto que las mujeres asimilan el orden patriarcal. Y que eso sucede de muchas maneras. Puede ser, por ejemplo -como se ve también en el mundo de Moreno-, la madre castigadora que ha aprendido a leer en la sexualidad un sello sombrío que hay que contener. Pueden ser las mujeres que en el poder político “masculinizan” sus formas de ejercer gobierno. Que son cómplices con el autoritarismo que violenta, con las políticas guerreristas, con las fórmulas de la explotación.
Pueden ser las mujeres que leen a otras desde las misoginias que aprendieron. Las que interpretan a otra mujer con cierta expresión sexual como enseña lo patriarcal: no como un ser que puede buscar deleite sino como una puta. Son muchas las formas en que eso se expresa. Lo patriarcal está en las mujeres también. Comprender esto requiere una mezcla entre humanidad y distancia crítica. Implica tratar de comprender por qué hay mujeres que interiorizan las formas patriarcales de leer el mundo como correctas.
Sucede algo similar con “las señoras bien”. En el cuento de Moreno, el personaje consigue ser una de ellas porque el matrimonio correcto con un industrial redime una aborrecible transgresión sexual. El contexto del cuento podría indicar que no existen, en nuestros días, circunstancias similares. Y, sin embargo, en los últimos días justamente, en medio de los dolores y heridas que en Colombia ha dejado la protesta, el silencio de algunas mujeres, la reproducción de lógicas autoritarias de otras, el clasismo y el racismo que han quedado en evidencia, todos permiten plantear la pregunta por las señoras bien de nuestro presente.
Entre las señoras bien, las “bien casadas”, las que han afianzado el repertorio burgués, las que componen los segmentos sociales más almidonados, las que han consolidado una postura social conveniente, el pensamiento crítico parece tomarse como una afrenta, una forma de hostilidad. Entre ellas han surgido, en cambio, mensajes ambivalentes, o narrativas que se escudan en ciertos códigos de feminidad. ¿Qué nos dice esta puesta en escena que hemos visto, de mujeres contemporáneas, altamente visibles, que se presentan como “madre virgen” ante las audiencias? Rezan. Evocan ceremonias del rosario en sus redes como una forma de eludir una postura específica. Convocan esfuerzos de filantropía. Convocan también fórmulas del catolicismo que no inquieten. Por el contrario, sosiegan. Esa caridad que alivia pero que no penetra las estructuras que las envuelven. Recurren a formas que evocan tradición. El confort del “buen comportamiento”.
Tal vez las señoras bien temen hablar porque pueden ser castigadas por un sistema que las quiere cómodas. Tal vez se deben al dinero que las sustenta. Tal vez son silenciadas por la fuerza con que opera adentro de ellas la expectativa de lo “correcto”. Las señoras bien no incomodan. Rezan. Son bonitas. Hacen caridad católica. Hablan con dulzor. Las señoras bien no contradicen a sus patriarcas. Las señoras bien asimilan las lógicas clasistas que cuidan con celo la jerarquía que las sostiene. Tal vez.
Las formas de anulación son más soterradas, puede ser. Se enmascaran en las puestas en escena de una contemporaneidad que parece eso: actual, moderna. ¿Trabajan? Puede ser. ¿Capitalizan su belleza? Se vale, claro. Pero no enuncian una postura que pueda amenazar el orden patriarcal al que pertenecen. Por temor, por conveniencia. Tal vez las señoras bien que se presentan como la “madre virgen” no asumen una voz política porque ellas mismas son parte de un proyecto político que las requiere cómodas, “dulces”, manteniendo una feminidad que no amenace ni subvierta. O hay otras, que exigen “mano dura” contra los “vándalos”, que defienden con ahínco a la fuerza policial, las que reproducen o replican la lógica del orden que acomoda sus inercias. No contradicen a sus patriarcas, no se dan la posibilidad de ser “hostiles” con el orden en que han sido sacrificadas, por confort, por temor a ser consecuentes, por facilismo, por el motivo o la mezcla de razones que sea.
Vale la pena preguntarse por ellas. Qué las contiene. Qué las anula. Qué comodidades o temores les inhiben de inquietarse. Qué se mantiene a través de ellas.