Según la encuesta Polimétrica divulgada esta semana en Colombia, el 45 % de los ciudadanos se identifica con el centro político, frente a un 22 % que se declara de izquierda y un 32 % de derecha. Este dato revela una preferencia por el equilibrio, por posturas que reconocen la pluralidad y rechazan los extremos recalcitrantes que promueven la exclusión o la destrucción del otro. En tiempos en que algunos candidatos de derecha deliran con “destripar” al adversario o “darle balín”, conviene recordar que la democracia no se funda en la aniquilación del disenso, sino en su organización legítima. Carl Schmitt, desde una lógica excluyente, sostenía que el pueblo se define por la distinción entre amigo y enemigo. Esta visión conduce a una democracia homogénea, donde quien no comparte la identidad dominante queda fuera del demos.
El populismo de izquierda, por su parte, construye al pueblo como un sujeto político unificado, enfrentado a una élite corrupta. Al erigir un “nosotros” virtuoso frente a un “ellos” corrupto, tiende a simplificar la diversidad política y social. Esto genera una tensión entre la unidad simbólica del pueblo y su pluralidad real. El populismo transforma la democracia representativa al privilegiar la relación directa del líder carismático con el pueblo, debilitando las mediaciones institucionales. Cuando el líder populista se arroga la representación exclusiva del pueblo, busca reescribir la historia, desestima el pluralismo y erosiona las instituciones democráticas.
Cada cuatro años, durante las elecciones, todos los partidos afirman representar “la voluntad del pueblo”. Sin embargo, al final de la jornada múltiples fuerzas obtienen representación. ¿Cómo es posible que todos “representen al pueblo”? ¿A quién pertenece realmente? El pueblo no es homogéneo: está compuesto por múltiples sectores con intereses diversos. Como ha dicho Ernesto Laclau, el pueblo es una construcción discursiva que articula demandas heterogéneas. No está “dado”; se constituye en el acto mismo de su representación. Por eso, tanto la izquierda como la derecha pueden invocarlo legítimamente, aunque se refieran a realidades distintas. Con sus bodegas perversas, su culto al caudillismo y su visión excluyente, los extremos de izquierda y derecha en Colombia comparten rasgos, aunque no estén dispuestos a reconocerlo.
Muchos colombianos parecen cansados de la polarización política, donde los discursos radicales —ya sean de derecha o izquierda— promueven la exclusión, el enfrentamiento y la deslegitimación del adversario. Muchos ciudadanos desean inclusión social pero también orden y seguridad. Desean más pragmatismo en la política nacional e internacional y menos ideología.
En este contexto, un 45 % de los colombianos percibe el centro no como tibieza ideológica, sino como un espacio de reconocimiento mutuo, donde la pluralidad y la reflexividad se convierten en principios, no en amenazas. Una democracia pluralista no busca eliminar el conflicto, sino canalizarlo institucionalmente. Es diciente que un 54 % de los jóvenes, entre 18 y 32 años, se identifiquen con el centro. Esto constituye una oportunidad para convertir al centro en una fuerza política organizada con una casa política propia.
En consecuencia, vuelve la pregunta ¿de quién es el pueblo? La respuesta más honesta es que el pueblo no pertenece a nadie, porque no es una propiedad ni una esencia, sino una construcción política en permanente disputa.
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