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El 18 de abril del 2004 unos cuarenta hombres armados perpetraron la masacre de Bahía Portete. Este acto de una crueldad extrema conllevó muertes, mutilaciones, profanaciones de tumbas, torturas, saqueos de viviendas, violencia sexual, desapariciones y desplazamientos de centenares de indígenas wayuu hacía Venezuela. Fue un plan siniestro deliberadamente dirigido contra mujeres indígenas. En este hecho no solo participaron paramilitares sino miembros del Ejército colombiano adscritos al Batallón Cartagena. Ellos transportaron en vehículos oficiales a los paramilitares, les dieron protección a los ejecutores e intentaron tergiversar los hechos presentándolos como un enfrentamiento entre familias wayuu.
Algunos homicidios que precedieron a la masacre de Bahía Portete fueron ocultados por las autoridades como la muerte de tres miembros de la policía aduanera por parte de los hombres del llamado Bloque Norte. Los jefes de los grupos de narcos locales fueron torturados y ejecutados en Palomino por órdenes de Jorge Cuarenta. Luego murieron comerciantes, transportadores, indígenas de la Sierra Nevada, corregidores, sindicalistas, agentes del CTI, exalcaldes y centenares de personas que jamás simpatizaron con la guerrilla.
Los paramilitares se apoderaron mediante la intimidación de las tiendas de barrio y de las existentes en los pequeños poblados. Luego ejercieron una especie de violencia simbólica. Impusieron indumentarias extrañas como el poncho. Este era una forma tácita de identificación con las acciones despóticas de una especie de cofradía siniestra.
El discurso justificatorio que emplearon en Córdoba y el Cesar para presentarse como un ejército de liberación de los abusos de la insurgencia y de la defensa de la propiedad carecía de sentido en un resguardo de más de un millón de hectáreas. Los únicos ganaderos eran los wayuu. Por eso fueron vistos por la población como un ejército de ocupación y como enemigos no honorables que desconocían los principios humanitarios más simples de la guerra.
Entre las personas muertas se encontraban dos niñas de cinco y siete años de edad. Otras eran mujeres maduras y ancianas. Quizás el objetivo era desarticular la organización social de las familias wayuu al asesinar mujeres en una sociedad en donde el parentesco se rige por la matrifiliación y en donde la tierra a la que está adscrito un individuo es la de la madre. Tal vez quisieron mostrar a los varones wayuu que no estaban en capacidad de proteger a sus mujeres, hermanas e hijas. Sin embargo, la guerra puede ser el paraíso de un asesino en serie y Arnulfo Sánchez, alias Pablo el señor del desierto, era abiertamente un misógino. Hay testimonios de sus propios hombres que describen como disfrutaba al abofetear y torturar a las mujeres en público.
¿Por qué un pueblo con experiencia guerrera como los wayuu no pelearon con los paramilitares? En parte por la tradicional carencia de unidad política y en parte porque consideraron que enfrentar a los paramilitares era iniciar una guerra desigual con el Estado colombiano que abiertamente protegía a estos últimos. El pasado jueves se cumplieron veinte años de ese acto depravado e inicuo. Las masacres de civiles fueron, y lo siguen siendo, acciones calculadas para modular el terror y garantizar el sometimiento de la población. Ellas generan un gran impacto emocional derivado de su propia inhumanidad, pero también pueden actuar como biombos que ocultan la extensión y la sistematicidad con que operan las maquinarias del terror.