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En la literatura moderna sobre diplomacia, las emociones son percibidas como una manifestación parasitaria y peligrosa que puede incidir perniciosamente en las relaciones entre Estados. En la concepción occidental clásica, los diplomáticos son idealizados como funcionarios fríos, racionales y distantes. La acción del Estado es, por su propia naturaleza, colectiva, deliberativa, coordinada e intencional; esto significa que las motivaciones emocionales deben competir con intereses y preocupaciones institucionalmente arraigadas. Esto afirman Barbara Keys y Claire Yorke, profesoras de las Universidades de Durham y de Yale, respectivamente, en un ensayo sobre la influencia de las emociones personales y políticas en la mente de los diplomáticos.
Los Estados no son en la realidad máquinas calculadoras gigantescas; son grupos de personas emocionales organizados jerárquicamente. No se espera que quienes puedan tomar decisiones sobre política internacional actúen como niños o adolescentes dispuestos a reaccionar al menor roce de su epidermis. Actuar bajo un estado de indignación, aunque esta sea justa, nos puede llevar a la llamada diplomacia de la ira, como sucedió el pasado domingo entre las comunicaciones que se cruzaron entre el presidente norteamericano Donald Trump y el primer mandatario colombiano Gustavo Petro.
No mostrar enojo ante afrentas flagrantes puede indicar aquiescencia ante la violación de los derechos de los ciudadanos. La criminalización generalizada de todos los ciudadanos deportados es en extremo injusta e incivilizada. Sin embargo, para expresar esta indignación existen mecanismos diplomáticos como los empleados por el gobierno de Brasil para condenar el trato denigrante dado a sus connacionales.
La llamada diplomacia de la ira ha sido objeto de estudio y teorización por parte de investigadores como Todd Hall, de la Universidad de Chicago. Hall considera que el valor estratégico de la diplomacia de la ira radica en la imagen que los actores estatales transmiten a los demás sobre lo que tolerarán o no, dónde se trazan las líneas rojas del comportamiento aceptable. Ella busca poner en evidencia la voluntad de cumplir los compromisos trazados públicamente por una administración. En materia migratoria, esta voluntad había sido anticipada por Trump a diversos países. Solo faltaba que se ofreciera un voluntario para el castigo. Algún gobernante incapaz de dominar sus emociones que levantara la mano a las tres de la madrugada de un plácido domingo.
La crisis deja un nuevo marco de las relaciones entre Estados Unidos y Colombia, antiguos aliados, basados en el potencial uso de medidas coercitivas cuyas consecuencias serían devastadoras para la economía colombiana. La coerción, en su definición más básica, es el uso de amenazas de fuerza para moldear el comportamiento de un objetivo. Ella busca detener o revertir una acción, como ocurrió con la reanudación de los vuelos de los colombianos deportados.
El abuso de la ira puede también tener sus riesgos para el país que la emplea. Esto puede dañar la relación con un aliado histórico que se considera ahora un posible objetivo. Adicionalmente, deslegitima la imagen del Estado que se excede en su aplicación, pues su uso debe limitarse a una respuesta inmediata ante una situación concreta. Con el paso del tiempo, otros Estados, igualmente advertidos, pueden rechazar colectivamente y formar alianzas frente al empleo sistemático de una diplomacia coercitiva.
Quedan varias lecciones dolorosas para el país. Se debe actuar de manera deliberativa y coordinada, vigilar la incidencia en las relaciones internacionales de la vanidad, el ego y la incapacidad de dominar una personalidad psicológicamente conflictiva. La mejor lección para Colombia proviene de un consejero inesperado: el ex ministro de Relaciones Exteriores de la República Popular China, Li Zhaoxing, quien ha expresado que “tener emociones no significa hacer las cosas emocionalmente”.
