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La ideología del rebaño

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Weildler Guerra
06 de diciembre de 2025 - 05:03 a. m.
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Durante años, los columnistas de opinión nos habituamos a un rito casi previsible: publicar un texto y, unos minutos después, ver aparecer en la sección de comentarios una fila interminable de ataques, sarcasmos y descalificaciones diseñadas no para debatir sino para intimidar. Lo que empezó como una anomalía en los foros de los medios se transformó en un fenómeno mayor cuando las redes sociales se convirtieron en escenario central de la política. Las bodegas pasaron de los comentarios anónimos a campañas coordinadas capaces de moldear la conversación pública, etiquetar de manera perversa a sus adversarios y castigar cualquier matiz.

Resulta inquietante que sectores políticos que por décadas denunciaron —con razón— la coacción armada al elector en varias regiones del país, hoy recurran a una modalidad distinta de presión: la coacción digital. Si antes se intentaba condicionar el voto restringiendo físicamente la libertad, ahora se busca hacerlo condicionando emocionalmente la conciencia.

El bodegaje de los extremos ideológicos opera sobre una premisa: la ideología del rebaño. La convicción de que pensar distinto implica traicionar una causa; que la duda es sospecha; que la reflexión es debilidad; que la autonomía intelectual debe ser corregida. Esta ideología reduce al ciudadano a un miembro intercambiable de una coreografía gregaria.

Esta intimidación no es anecdótica. Su propósito es claro: reducir el espacio de deliberación, asustar al disidente, imponer un relato único y crear la ilusión de unanimidad. Las bodegas actúan como un enjambre que empuja a la autocensura y convierte al ciudadano en espectador temeroso. Lo advirtió John Stuart Mill: “La única libertad digna de tal nombre es la de perseguir nuestro propio bien a nuestra propia manera”. Una democracia donde la expresión individual es vigilada y castigada deja de ser una comunidad de ciudadanos libres para convertirse en un teatro de obediencias.

El corazón de la vida democrática es la voluntad del individuo, esa fuerza íntima por la que cada persona escoge, razona, duda, cambia de opinión o mantiene sus convicciones. Respetar ese proceso es respetar la soberanía personal, que es la forma más elemental de soberanía política. Isaiah Berlin lo decía con contundencia: “La libertad es la posibilidad de ser uno mismo”. Cuando las bodegas buscan dictar por quién debe votar cada quien, no solo atropellan el debate: se arrogan la potestad de colonizar conciencias.

También se vulnera el libre albedrío, ese espacio donde se deciden las lealtades, las esperanzas y los temores. Las bodegas sustituyen la conversación pública por una coreografía de hostilidad. Pero la política no es un estadio de gritos, sino un territorio donde las personas deben poder pensar sin miedo. Allí donde la opción individual es vilipendiada, la democracia empieza a morirse de silencio. El efecto democrático es devastador. Las bodegas no buscan persuadir; buscan uniformar.

Cada ciudadano, al final, gana o pierde las elecciones con su propio ideario, con sus propias banderas. No hay victoria más triste que triunfar bajo banderas que no son las nuestras, ni derrota más digna que la que se asume defendiendo convicciones propias. Porque la pluralidad no es un ruido: es la música misma de la libertad.

wilderguerra@gmail.com

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