La violencia acústica reina en muchas ciudades de nuestro país. No se trata tan solo del creciente ruido de aviones y vehículos terrestres en movimiento sobre un núcleo urbano, sino de la expansión de eventos comerciales, musicales, políticos y de tipo religioso que apelan al ruido como fácil gancho de convocatoria pública. Son las seis de la mañana y ninguna persona en el barrio en el que vivo en una ciudad del Caribe colombiano ha podido dormir en toda la noche. Un estruendoso aparato de sonido nos ha disciplinado sometiéndonos al castigo de la agresión sonora. En vano hemos pedido a los vecinos ruidosos que bajen el volumen e inútilmente hemos llamado a la policía, que ha acudido con cierto escepticismo sobre su capacidad de hacer cumplir la ley.
A la violencia ejercida por medio del sonido se le llama violencia acústica. Este es un problema social existente en diversos países, que parece no estar en la agenda de las autoridades. Este tipo de violencia afecta directamente el bienestar y la salud pública de los residentes de una calle, un barrio o toda la ciudad. ¿Quién no ha tenido un vecino ruidoso que quiere hacernos participar contra nuestra voluntad de su nueva condición económica y de sus exultantes estados de ánimo? Él ejerce su poder apoyado en la tecnología, que le proporciona potentes y costosos equipos electrónicos para amplificar su capacidad de perturbación. A este tipo de ciudadano le tiene sin cuidado la célebre frase de Benito Juárez: “El respeto al derecho ajeno es la paz”. Él no desea escuchar su propia música, pues su objetivo es imponerla a los demás. Su sentimiento de dominio solo es comparable con el del macho alfa en una manada de lobos que somete a su grupo a través de un aullido estridente.
Otros generadores de ruidos se ven a sí mismos como seres nobles que se han impuesto la altruista tarea de brindarnos alegría mediante el ruido que ellos identifican como música. A estos se les denomina alegradores, que pueden ser estacionarios o móviles. Los estacionarios, más limitados en su generosidad, solo perturban algunas viviendas o cuadras vecinas. Los móviles montan sobre sus vehículos costosos aparatos de sonido y se dan a la tarea de inquietarnos o desvelarnos de manera más equitativa y democrática, divulgando su estridente música por toda la ciudad. Dichos personajes no son conscientes de estar ejerciendo violencia acústica, lo cual no quiere decir que dicha violencia no exista.
Es necesario que las autoridades realicen acciones preventivas y pedagógicas contra la violencia acústica. Ella no es un problema menor ni se limita a pequeñas fricciones entre individuos. El camino a seguir incluye reglamentaciones más efectivas, información al público y educación dirigida a formar ciudadanos para la convivencia respetuosa. Ciudadanos conscientes de que el ruido, como algunas sustancias químicas y las radiaciones, forma parte de los agentes contaminantes y es, además, un factor perturbador de la armonía social. Subestimar esta situación indicaría que marchamos hacia una sociedad acústicamente enferma, y de lo que se trata es de erradicar ese tipo de violencia y buscar la paz: la paz sonora.