Tres décadas de promesas congeladas en el papel: esa es la deuda histórica del Estado colombiano con los pueblos indígenas. El propósito del constituyente al crear las Entidades Territoriales Indígenas (ETI) en la Constitución de 1991 fue otorgar a los pueblos indígenas un espacio político y jurídico para desarrollar sus propias formas de gobierno autónomas. Sin embargo, esa puerta hacia la autonomía permanece cerrada por una omisión legislativa que silencia el espíritu pluralista de la Carta Magna.
El corazón del problema es la ausencia de la Ley Orgánica de Ordenamiento Territorial (LOOT). Sin esta ley las ETI son un cascarón vacío. La Corte Constitucional ha sido clara: esta falta de acción no es un simple descuido, es una “omisión legislativa absoluta” que lesiona el núcleo esencial de la autonomía de los pueblos. Además, ha reconocido que el régimen municipal tradicional no se ajusta a la lógica territorial indígena.
¿Qué es un territorio indígena? No se trata simplemente de un espacio físico delimitado por corregimientos. Es un espacio tejido por relaciones históricas, demográficas, económicas y sociales. El territorio incorpora una dimensión mítica y una estructura narrativa que conecta lugares diversos y socialmente significativos. El paisaje es el reflejo congelado de la historia y de los movimientos de los ancestros, el recipiente de los restos de los muertos y escenario de rituales que renuevan el pacto con ese territorio.
El reciente Decreto 482 de 2025, que establece un régimen transitorio para el territorio indígena de la Zona Norte Extrema de la Alta Guajira, ejemplifica los profundos riesgos de actuar sin la LOOT. Sus falencias son múltiples: fragmenta el territorio ancestral wayuu al limitarlo a nueve corregimientos de Uribia, ignorando la continuidad que trasciende esos límites. Al ser un simple decreto, este mecanismo es frágil y puede ser derogado por otro gobierno, mientras que una Ley Orgánica ofrece garantía de permanencia y estabilidad jurídica superior.
Este decreto no evidencia consulta previa amplia y diseña un modelo fiscal insostenible que crea una entidad dependiente de transferencias centrales, ignorando el principio de autonomía fiscal. Esta fragmentación, si se replica, crearía una cascada de micro-ETI que convertirían el mapa territorial en una suerte de Babel administrativa, desintegrando la unidad cultural del pueblo wayuu y creando pequeños feudos comunitarios carentes de la fuerza política que el constituyente quiso otorgarles.
Solo la LOOT puede definir con claridad la posición jerárquica de las ETI dentro de la organización del Estado, estableciendo su relación con municipios, departamentos, regiones y la nación, para evitar conflictos de competencia y asegurar su verdadero autogobierno.
La voluntad política debe concentrarse en la tarea pendiente: tramitar y aprobar la LOOT con participación de los representantes indígenas. Esta ley debe reconocer que los pueblos indígenas son diversos y tienen sus propias formas de organización social, sistemas normativos y concepciones del territorio, sin perder de vista la situación especial de los pueblos marítimos y fronterizos.
La formalización de las ETI es la prueba definitiva de que Colombia no solo se reconoce como multicultural en el papel, sino que está dispuesta a reinventar su estructura para honrar esa diversidad. ¿Está el Estado listo para compartir el poder y aceptar que la nación se construye desde múltiples voces y autoridades, incluso si estas desafían su lógica centralista? El futuro de la democracia pluriétnica depende de esa respuesta.