En abril de 1958, el antropólogo norteamericano Clifford Geertz y su mujer se encontraban en una aldea de Bali estudiando la cultura de sus habitantes. La gente deliberadamente los ignoraba; no parecían personas materiales, sino invisibles espectros. A los diez días decidieron asistir a una riña de gallos en la plaza pública. Estaban en la tercera riña cuando irrumpió la policía armada. Geertz y su esposa escaparon con los nativos por estrechas callejuelas hasta la casa de un desconocido que les dio albergue. Esa huida marcó su aceptación social: de repente fueron acogidos por toda la aldea. Compartir la riña y el escape fue un rito iniciático que les forjó un sólido vínculo con la comunidad.
Las riñas de gallos son un juego profundo en la sociedad balinesa. Lo que está en juego es la consideración pública, el honor y el respeto. El estatus de un hombre se afirma o se ofende según el resultado de estas justas. Quienes pelean no son los gallos sino los humanos detrás de estas aves. El gallo se convierte en una extensión del prestigio del hombre y su desempeño refleja directamente el honor de su dueño.
Al igual que en Bali, en el Caribe la cría de gallos de pelea goza de alta valoración social, aunque en Colombia estas prácticas están prohibidas por normas que tipifican el maltrato animal como delito. La semana pasada, en San Andrés, Colombia, varios bloqueos afectaron las actividades económicas durante cuatro días. Todo se derivó de una operación policial en la que murieron gallos entrenados para la lucha. Miembros de la Policía Nacional efectuaron un allanamiento buscando armas y sustancias ilícitas, y soltaron de sus jaulas a varias aves. Cualquier niño del Caribe habría advertido que se despedazarían entre ellas, como efectivamente sucedió.
La muerte de los animales actuó como detonante de tensiones sociales y políticas acumuladas y reflejó la distribución del poder en la isla. De un lado, el poder formal representado en el gobierno local; del otro, un tipo de poder fáctico representado en los jóvenes dueños de los gallos, quienes habían ordenado los bloqueos que paralizaron la isla. Estos dos gallos saltaron al redondel y el segundo doblegó notoriamente al primero en una negociación mediada por pastores cristianos, en la que el poder fáctico alcanzó prácticamente todos sus objetivos. Estos incluyeron, según se dice en la isla, una fuerte indemnización económica por sus gallos y la investigación exhaustiva de la operación policial.
Es importante señalar que, desde una perspectiva personal, considero las peleas de gallos como un acto de crueldad animal que no disfruto ni apoyo. Sin embargo, el análisis antropológico nos permite comprender las dinámicas sociales y simbólicas que subyacen a estas manifestaciones culturales, independientemente de nuestra valoración ética sobre las mismas. Como lo observó Geertz, las riñas de gallos actúan como un campo de batalla simbólico entre facciones. En ellas, el poder no se explica, se dramatiza. Ellas no modifican directamente la estructura de poder, pero la reflejan, la reproducen y la hacen inteligible para quienes participan en ellas.
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