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Petro debería agradecerle a Álvaro Leyva las cartas que le ha enviado con revelaciones y suposiciones sobre el modo como su vida privada puede afectar su función pública.
Podría ser verdad que, por motivos que no están claros, Petro estuviera expuesto a presiones y chantajes por parte de personas de su entorno que conocen su situación, y en este caso es posible que la intención de Leyva, un hombre de indudable vocación patriótica, haya sido liberarlo de esos chantajes, revelando con franqueza lo que alcanza a saber de la historia.
Lo cierto es que a partir de la publicación de esas cartas hemos visto a Petro más dueño de sí, no sé si más diligente como gobernante pero menos cerrado, menos ausente y posiblemente menos contradictorio, como si lo hubieran liberado de una carga. Incluso ha sido capaz de contradecir públicamente a su canciller Laura Sarabia, de quien se decía que era la dueña de sus secretos.
De la actitud que asuma Petro frente a su amigo y aliado Armando Benedetti se sabrá si ese era el secreto del que Colombia murmura hace meses, o si hay otras cosas que obligan al presidente a mantener cerca, en los círculos del poder, a un personaje tan conflictivo.
En sus cartas, que yo sinceramente pienso que son leales, aunque Petro las haya despachado con acritud, acusándolas, como siempre, de ser parte de una venenosa conspiración, Leyva le decía que se liberara del control y de la presión de quienes podían chantajearlo, y que de ese modo liberara su dignidad presidencial, para bien de la nación. Es posible que ese vermífugo haya obrado su efecto.
Si es verdad que Petro padece un problema de adicción, su actitud de los últimos días podría tener consecuencias inesperadas. Podría servir como argumento frente al mundo de que ciertas sustancias no son tan inhabilitantes como se pretende, y de que debería abrirse un debate a nivel mundial sobre si la prohibición y criminalización de algunas drogas no es más dañina que las sustancias mismas. Como ejemplo yo diría, pero que lo demuestren las estadísticas, que el consumo de cocaína ha provocado en los últimos cincuenta años muchísimos menos muertos que la prohibición de la cocaína.
Basta oír el discurso que Petro improvisó en el Foro Celac-China sobre el diálogo de civilizaciones para ver a una persona lúcida, inteligente, de pensamiento agudo y de claridad expositiva, muy lejos de la imagen que suele tenerse de una persona que consume drogas, pero ya sabemos que muchas de las indagaciones históricas de Sigmund Freud sobre la psicología profunda se hicieron bajo los efectos de la cocaína.
Basta ver el modo como Petro se sostiene en medio de las tormentas políticas que él mismo desata, para entender que su problema no es lo que hace con su vida privada, y ni siquiera su psicología, sino lo errático de sus políticas. Petro es el hombre que quiere cambiar el país, pero que para hacerlo, por lastres ideológicos y por esquemas trillados, solo se le ocurren fórmulas que ya se intentaron muchas veces y se probaron inútiles: el forcejeo con un Congreso corrupto, el asistencialismo, poner como protagonistas de la paz solo a los que hacen la guerra, no dar el salto hacia una economía en grande sino seguir ahorcando al pequeño sector productivo, sin dejar de recurrir al endeudamiento, y peor aún, creer que el cambio consiste en repartir el presupuesto disponible entre sus partidarios por el camino de generosas contrataciones. Así tal vez se conserva el favor del electorado, y hasta se asegura la continuidad del proyecto, pero no se cambia el país.
En muchos días el único gesto lúcido de gobierno de Gustavo Petro, en medio de la tormenta Trump, ha sido su aproximación a la China, pero todavía no sabemos si es una verdadera política bien diseñada o apenas la maniobra impulsiva de un improvisador, “capoteando el vendaval” como la piragua de Guillermo Cubillos.
Petro pudo haber hecho cosas grandes, porque el poder presidencial en Colombia y en el mundo es inmenso. Hay que ver lo que ha hecho Trump para sus propios y tortuosos fines, y con unos modales que todo lo enturbian, casi sin la intervención del Congreso, a punta de órdenes ejecutivas, para entender todo lo que podría hacerse, para bien, con verdadera conciencia de las atribuciones presidenciales. Petro prefiere acusar al viento en contra, posar eternamente de víctima, y en un país donde la gente está tan desvalida hacernos sentir que él es el más impotente, porque también hay un narcisismo de la autocompasión. Pero de ese modo desperdicia precisamente la única oportunidad de cambio que ha engendrado Colombia en muchas décadas.
Ahora está pensando que lo que no ha podido cambiar a través de la legitimidad democrática lo va a lograr con el pueblo en las calles, pero todo esto no responde a sus conductas privadas, que posiblemente no lo inhabilitan, sino a sus maneras políticas, a su viejo espíritu de agitador y de opositor, que en tres años no consiguió convencerse de que el timón estaba en sus manos. ¡Qué lástima!
Porque durante su gobierno errático y quejoso no han dejado de abrirse en las ciudades y en los campos las flores de la esperanza, miles de luchadores populares han mostrado su rostro, y es grande el peligro de que un gobierno que no avanza en cambios profundos deje a toda esa gente ávida de soluciones y de otro futuro a merced de las fuerzas oscuras que siempre están agazapadas para defender privilegios. Ese es el tamaño de la responsabilidad de los que siembran promesas y no saben cumplirlas.
