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Argentina y sus símbolos

William Ospina

05 de septiembre de 2008 - 09:59 p. m.

DOS GRANDES FUERZAS EN TENSIÓN construyeron a la Argentina: la ciudad y la pampa.

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La ciudad era la gran Buenos Aires, que desde mediados del siglo XIX empezó a crecer y a llenarse de mundo como ninguna otra ciudad de la América Latina, y a la cual ya a comienzos del siglo XX uno de sus más exaltados huéspedes, Rubén Darío, llamaba Cosmópolis. “Vértigo horizontal”, la pampa, palabra que termina y recomienza, eran esas praderas infinitas que formaban medio año una extensión de cardos impenetrables y el otro medio un planeta verde de tréboles, desde las llanuras marinas hasta el pie de la cordillera, una increíble despensa planetaria.

En todo el continente el siglo XIX prolongaba la tensión entre el mundo americano y el mundo europeo: ya no podíamos vivir aquí en el orden material y mítico anterior a la llegada de Colón, pero ciertamente el orden nuevo dejaba demasiadas cosas por fuera. Y los que se encargaban de ordenar las repúblicas no sabían cómo armonizar ese mundo nativo, ahora lleno de los atributos de los invasores, con el ilustre mundo occidental, penetrado también por las savias del mestizaje y de los sincretismos.

Los indios ya no eran los indios prehispánicos. Los famosos malones eran grupos de jinetes no menos aguerridos y feroces que las hordas de Atila, con pieles de carnero como aperos, con estribos de plata y largas lanzas mortales, y sus potros eran buena prueba de que estas avalanchas no eran mero barro americano sino que entraban en su composición partes violentas de la arcilla de Adán.

Muy pronto después de la Conquista, ya casi todas nuestras guerras eran guerras mestizas. Pero organizar ese mestizaje era complejo. Domingo Faustino Sarmiento planteó el dilema: civilización o barbarie, dilema difícil porque la conquista española no había sido el mejor ejemplo de civilización, y el orden previo de guaraníes o de incas no podía calificarse de barbarie sin caer en injusticia. Identificar lo europeo con el orden y lo indígena con el caos era una vana ilusión de perspectiva.

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Se diría que por labios de Sarmiento hablaba la ciudad, y por labios de José Hernández, es decir, de Martín Fierro, hablaba la pampa, pero nada es tan sencillo: ambos varones estaban llenos de “recuerdos de provincia”, y ambos hablaban desde la gran Buenos Aires, el reino de la Voz y de la Letra, expresión en los primeros tiempos del país entero.

También es testimonio de esa perpleja relación entre la pampa y la ciudad el Fausto de Estanislao del Campo, poema sobre un gaucho que entra por azar a la representación de la ópera de Gounod en el teatro Colón, y después en la llanura cuenta lo que vio, sin establecer límites entre ficción y realidad. Parecía un juego: era la percepción profunda de dos maneras de mirar, el estado del alma latinoamericana en aquellos años tempranos. Otras voces, como la de Hilario Ascasubi seguían trayendo la palpitación de las praderas; un relato estremecedor, El matadero de Esteban Echeverría, hizo que la ciudad vislumbrara su propia barbarie viendo el sitio de sacrificio de las reses convertido en metáfora del poder y de sus guerras facciosas.

Seguir los pasos de la literatura del siglo pasado en la Argentina es ser testigos de un desvelado proceso de descubrimientos, asombros y esfuerzos por encontrar el equilibrio entre la exuberante realidad americana y el orden mental que se abría camino. En Almafuerte la pasión es tan grande que apenas le alcanzan las palabras, en Lugones el lenguaje es tan exuberante que apenas le alcanza la pasión.

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Almafuerte hace del idioma un taller de experimentación para la moral y la voluntad, Lugones hace del idioma un taller de experimentación para la elocuencia y la sensibilidad: se diría que los dos fracasaron, pero en la primera mitad del siglo XX en Sudamérica pocos fracasos son más admirables y más espléndidos. Podemos añadir dos aventuras extremas: la de Macedonio Fernández, tratando de convertir en lenguaje compartido la soledad de su mente llena de perplejidad y paradojas, de pasmos metafísicos y de ocurrencias geniales; y la de Victoria Ocampo, intentando traer a los descampados de nuestro mundo el rumor de las tradiciones literarias de todas partes.

Evaristo Carriego, que vio por primera vez nuestros barrios, e inventó antes que otros el esquema mental de los tangos; Alfonsina Storni, que sigue hablando desde el fondo del agua; Ezequiel Martínez Estrada, que a la vez piensa y canta; Manuel Mujica Laínez, que escribió con todo el idioma; Ernesto Sábato, melancólico crítico del mundo y del alma; Adolfo Bioy Casares, observador minucioso de hechos y de sueños; Marco Denevi, impecable tejedor de fábulas; Carlos Mastronardi, que le devuelve a lo real la pureza del milagro; Horacio Rega Molina, capaz de hallar poesía en la soledad de los domingos, en la luz de las salas de espera, en los víveres de la cocina y en las penumbras de la vida humilde; Roberto Juarroz, que atrapa la poesía en los intersticios del lenguaje; el delicado Baldomero Fernández Moreno; el simétrico y memorable Francisco Luis Bernárdez; el elocuente Etchebarne, y el austero y sensible Enrique Banchs, son algunos de los muchos autores que habría que proponer en una muestra de lo que logró la literatura argentina mientras maduraba esos dos nombres góticos que ahora lo dicen todo: Julio Cortázar y Jorge Luis Borges.

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Decenas de autores que merecen ser conocidos por el mundo entero porque, además de crear obras notables, eficientemente prepararon esos prodigios de la ficción, del pensamiento y de la poesía que son hoy como planetas girando alrededor del planeta, voces centrales en la construcción de la literatura contemporánea.

Y después vendrían en avalancha nombres y nombres notables que el espacio me veda agotar y adjetivar: Silvina Ocampo, Olga Orozco, Antonio di Benedetto, Enrique Molina, Juan Gelman, Manuel Puig, Alejandra Pizarnik, Osvaldo Soriano, Mempo Giardinelli, Tomas Eloy Martínez, Roberto Fontanarrosa, Alberto Manguel, Juan José Sebreli, César Aira, Daniel Samoilovich, Fabián Casas, Daniel Chirom, Jorge Boccanera, Rodrigo Fresán, Andrés Newman...

Curiosamente, Argentina, invitada para el 2010 a la Feria de Frankfurt, quizá por pudor de mostrar tantos logros, quiso limitarse a hablar de sus mitos no literarios: Carlos Gardel, Eva Perón, Ernesto Guevara y Armando Maradona. Después de algunas alarmas, aceptó incluir a Cortázar y a Borges. Pero si alguien me preguntara qué debería presentar la Argentina en la Feria Internacional del Libro de Frankfurt, a donde ha sido invitada para el año de la Independencia, yo, corriendo el riesgo de parecer convencional, diría que a sus escritores.

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