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Gustavo Petro siente tanta lástima de que a sus colombianos les toque viajar esposados cuando los deportan, que los obliga a hacer el mismo viaje tres veces. Pero es que a muchos presidentes de América Latina no les duelen los maltratos que hacen que la gente se vaya de sus países: les duelen los maltratos con que se los devuelven.
Hace ya mucho tiempo este continente se acostumbró a expulsar a sus nacionales para que busquen su futuro en Estados Unidos o en Europa, y no nos avergüenza reconocer que una de nuestras fuentes de subsistencia es el trabajo de esos hermanos en la soledad del exilio. Pronunciamos la palabra remesas, y ya ni pensamos en la realidad amarga que las produce: solo revisamos la tasa de cambio.
A Petro, y a otros presidentes, se les llena la boca diciendo que los deportados serán bienvenidos, que los recibiremos con abrazos y flores, que tienen una patria, pero todos sabemos que es una farsa, que aquí no hay trabajo ni siquiera para los que se quedaron, que las condiciones que los hicieron partir siguen intactas, y que no solo los más pobres sueñan con irse, sino que hasta los jóvenes que salen de las universidades sienten que su futuro depende de que puedan viajar a alguna parte.
El tercer responsable de la crisis migratoria que hoy estremece al continente son los gobiernos que nunca se esforzaron por construir en Latinoamérica países productivos modernos, un mercado interno vigoroso, un mercado común activo y próspero.
Sabemos que en cuarenta años la China ha logrado un asombroso milagro económico y técnico, pero no se nos ocurre que América Latina podría tener mejores condiciones que China para convertirse en una economía poderosa y en un protagonista planetario de primer orden. Con el doble de la superficie de China, con menos de la mitad de su población, América Latina tiene diez veces más reservas de agua que China, mayor biodiversidad que el resto del planeta, y una cultura creativa verdaderamente continental que no se aprovecha.
El único que entendió en su tiempo que este continente podía ser un faro para el mundo fue Simón Bolívar, pero una legión de chafarotes de aldea conspiró contra él en defensa de pequeños intereses, y lo sigue haciendo. En tiempos de Bolívar, antes de la compra de Louisiana, la Gran Colombia era más grande que los Estados Unidos.
Y el segundo responsable de esta crisis migratoria es precisamente Estados Unidos, que desde el comienzo procuró beneficiarse de sus vecinos, y que con su poder, sus ventajas y su buena suerte fue sometiendo al continente a su control, lo fue modelando de acuerdo a sus intereses, siguiendo el método de las viejas metrópolis europeas de dividir para reinar.
Les resultó excelente tener en los países subordinados gobiernos que no se preocuparan por su mercado interno y que no sintieran el deber de engrandecer a su propia gente; de modo que los alentaron a producir solo lo que el gran país necesitaba. Así fueron naciendo las repúblicas bananeras, las petroleras, las ganaderas, las azucareras, las cafeteras, las auríferas, las madereras, las cocaleras.
Al lado de aldeas soporíferas y a menudo famélicas, detrás de las alambradas, crecieron los campamentos de la Chocó Pacífico, de la Texas Petroleum, de la United Fruit Company; hacia el ávido norte fluyeron el petróleo y el oro, la plata y el cobre, el tabaco y la quina, el café y el banano, el azúcar, las flores, los emigrantes. Lograron que los países de América Latina no diversificaran su producción; los eternizaron como proveedores de materias primas, y desaconsejaron toda aventura de industrialización, todo esfuerzo por dar el salto científico y tecnológico, toda modernización de las ideas y las costumbres.
De producir los bienes industriales y los avances tecnológicos se encargarían ellos, y contaron siempre con la colaboración servil de nuestros gobiernos, que miraban deslumbrados a la estrella del norte y se conformaban con las migajas que les caían de la mesa del rico. En cada país tuvieron nombre propio; y en Colombia César Gaviria no fue el único que en vez de estimular una economía productiva se aplicó a desmantelar la poca que había.
Necesitaban oro: extrajimos el oro; necesitaban petróleo: excavamos petróleo; necesitaban banano: cortamos banano; necesitaban carne: destinamos a los hatos ganaderos toda la tierra cultivable. Si solo nos compraban café solo producíamos café. Que no se nos ocurriera producir lo que ellos ya producían, organizar nuestra economía a partir de las necesidades de nuestra gente. ¿Cómo extrañarnos al final de que, si lo que masivamente consumen es cocaína, nuestros campesinos no tengan otra opción que cultivar coca, pues los gobiernos nunca se esforzaron por crear una economía sana y diversa sino que se sometieron a la presión imperial y a la inercia de los mercados?
Así llegamos a esta locura de un continente donde nunca hay trabajo suficiente, donde la economía quedó abandonada a la lógica del rebusque y de la indigencia, de modo que primero a gotas y después a chorros los pueblos han tenido que escapar buscando trabajo, salarios dignos y una vida posible, lejos de lo que aman, mecidos apenas por los ríos de la memoria.
Es asombroso ver hoy cómo Donald Trump finge mirar con tristeza las ciudades destruidas de los gazatíes en su pequeño país arrasado, y recomienda sin vergüenza ante el propio artífice de la devastación que la solución final es expulsarlos por millones a buscar refugio en otros países. Y el que declara estas cosas es el que proclama al mismo tiempo que su país está siendo invadido por hordas hambrientas y peligrosas, a las que hay que expulsar por millones. Destruyen los pequeños países pero no quieren que les llegue la gente.
Por nuestra propia dignidad no podemos seguir arrojando millones de nuestros ciudadanos a arriesgar sus vidas y las de sus hijos por selvas y desiertos, para que vayan a hacer la grandeza de un mundo que ya no los recibe como antes, ni seguir indignándonos hipócritamente cuando nos los devuelven esposados como criminales. Los Estados Unidos fueron por décadas hospitalarios y humanos con los inmigrantes, pero no tenemos derecho a exigirles que los traten mejor de como los trataron sus países de origen.
Claro que muchos gobiernos serviles son responsables, claro que los Estados Unidos, que alentaron y pagaron siempre ese servilismo, también lo son, pero los primeros responsables de esta crisis migratoria somos los pueblos de América Latina: elegimos y toleramos a unos gobiernos que se venden y que nos desprecian, y preferimos admirar la grandeza de otros antes que construir nuestra propia grandeza.
Nos acostumbramos a tolerarlo todo en nuestros países, e ir a exigir derechos solo en la tierra ajena. Nos quejamos de que nos devuelvan de muy lejos esposados a nuestros nacionales, pero somos nosotros los que vivimos atados de pies y manos en nuestra propia tierra.
